Fue el 21 de noviembre de 1881 cuando Pierre-Auguste Renoir escribió a su marchante Paul Durand Ruel una carta desde Nápoles impregnada de melancólicas dudas, incertidumbres y una profunda conciencia. Conciencia de la que sólo son capaces los grandes artistas y las mentes más humildes ávidas de descubrimientos. “Sigo enfermo de investigación. No estoy satisfecho, borro, sigo borrando. Espero liberarme de esta manía [...] No creo que me traiga mucho de este viaje. Pero creo que he progresado, como ocurre siempre después de una larga investigación. Siempre se vuelve a los primeros amores, pero con algo más”. Y ésta es precisamente la premisa que acompaña al visitante por las salas del Palazzo Roverella de Rovigo en la gran exposición, comisariada por Paolo Bolpagni, Renoir. El amanecer de un nuevo clasicismo, cuyo objetivo es mostrar, con ojos totalmente nuevos, una faceta poco conocida del artista, sacudiéndose esa pátina edulcorada y a veces empalagosa que a menudo ha condicionado el juicio sobre su arte.
Aunque las premisas puedan parecer muy similares a las de la exposición de Roma de 2008 comisariada por Kathleen Adler, Renoir. Madurez entre lo clásico y lo moderno, que pretendía relatar los cambios de estilo y de visión del mundo en la obra del artista, especialmente a través de sus doncellas, la retrospectiva veneciana consigue llevar al espectador a un viaje a través de los ojos del artista francés yuxtaponiendo obras de maestros italianos con las suyas propias. Y paseando por las salas del Palazzo Roverella, uno admira precisamente Italia vista por un Renoir ahora sabio que descubre a Carpaccio y Tiepolo, admira a Tiziano y revaloriza a un Rafael antes tan odiado por demasiados retablos estudiados en el Louvre. Al yuxtaponer estas dos almas equilibradas, que casi parecen chocar entre sí, el artista identifica un nuevo clasicismo que, en lugar de captar lo efímero típico de la lección impresionista, revela figuras fuera del tiempo y del espacio, en un mundo enrarecido pero real y vivo. El artista que durante muchos años pintó en plein air y que debería haber sabido, más que nadie, sobre la luz y su naturaleza cambiante, reconoce en Rafael al maestro de la luz que nunca había pintado al aire libre, pero que supo plasmar su frescura mejor que nadie.
Para el francés, el viaje a Italia representó la ruptura definitiva con el círculo de los impresionistas, cuyas actitudes antipasatistas nunca había compartido, aunque en 1877 arremetiera contra la formación de artistas y arquitectos en la École des Beaux-Arts que tenían “la ambición de imitar a Rafael”, lo que a sus ojos les hacía profundamente “ridículos”, como relata en un texto suyo que aparece en la colección Cartas y Escritos publicada en 2018.
Impulsado por el deseo de conocer, descubrir e inventar algo nuevo evitando el calco poco imaginativo del pasado, entre octubre de 1881 y enero de 1882, Renoir partió a descubrir Italia. Su viaje comenzó en Venecia, pasó quizás por Padua y ciertamente por Florencia, luego fue el turno de Roma, Nápoles, Calabria y Palermo.
Los viajes son descritos por el propio pintor en sus cartas, donde relata: “De repente decidí partir y me invadió el ansia de ver a Rafael. Estoy, pues, a punto de devorar mi Italia. He visto la bella Venecia, etc. etc.’. Empezaré por el norte y de paso recorreré toda la bota. [...] Para museos, ve al Louvre. Para el Veronés, ve al Louvre. Queda Tiepolo, que no conocía. [Venecia es preciosa, la laguna es preciosa cuando hace buen tiempo. San Marcos, el Palacio Ducal, el resto es hermoso”. La lectura de extractos de cartas del catálogo de la exposición nos permite descubrir a un Renoir ya cuarentón, movido por el afán y la necesidad de ver propios de un muchacho. Así, el artista visita iglesias, galerías y palacios y, como escribe el comisario, descubre “el signo claro y los colores brillantes y llenos de cuerpo de Vittore Carpaccio, la magnificencia de Tintoretto y, por supuesto, la vaporosidad clara y luminosa de Gian Battista Tiepolo”.
La retrospectiva de Rovigo se abre con dos obras maestras de la temporada impresionista de Renoir, que llevan al visitante de la mano a descubrir la otra cara del artista, sin arriesgarse a sufrir pequeños traumas desde la primera sala. La exposición comienza con las instancias típicas de la “Sociedad cooperativa de artistas, pintores, escultores y grabadores, de capital y socios variables” creada en 1873 y dirigida por Camille Pissarro. En la primera sala, el impresionista Renoir no tiene rival con dos obras muy conocidas, Après le bain de 1876 y Le Moulin de la Galette de 1875-1876, presentes con un estudio.
Durante este mismo periodo, varios artistas italianos trabajaron en París, como Giovanni Boldini de Ferrara, Giuseppe de Nittis de Apulia, cuya última obra inacabada que representa a su mujer y a su hijo aparece también en la segunda sala, y el muy sensible veneciano Federico Zandomeneghi, el más cercano a Renoir por la suavidad de sus trazos. Quien encontró en París un clima diferente fue Medardo Rosso, que se instaló en la ciudad más tarde, en 1889, pero no se sintió alejado de la investigación impresionista. Fue el primero en intentar evocar en escultura las atmósferas enrarecidas de una luz en constante cambio a través de un modelado casi abocetado de la superficie, con sus contornos fugaces.
Durante su viaje a Italia, Renoir aprendió a captar la esencia de las figuras prestando más atención a la volumetría y a la monumentalidad y, una vez de vuelta en Francia, a su entusiasmo juvenil siguió una profunda crisis y se dio cuenta de que debía familiarizarse con el dibujo, que hasta entonces había menospreciado tanto. El dibujo, hasta entonces ausente, vuelve a adquirir una sólida importancia, proporcionando al artista una estructura que crea una “vuelta al orden” ante litteram, un nuevo lenguaje inconfundible entre lo antiguo y lo moderno. Un nuevo estilo, incrustado entre las volumetrías tomadas de Rafael, Perugino, Tintoretto y luego liberado por su pincel suave y audaz al mismo tiempo.
En Italia, leyó el Libro dell’Arte de Cennino Cennini, gracias al cual redescubrió la importancia de la historia y de la escuela. Para el curioso artista, este libro iba a ser la principal inspiración para emprender experimentos con colores, aglutinantes y pinceles, y quedó tan fascinado por él que escribió la introducción para la traducción francesa reeditada por el hijo de Victor Mottez, de la que se lee: “El tratado de Cennini no es sólo un manual técnico: es también un libro de historia [...] que nos da a conocer la vida de aquellos artesanos de élite gracias a los cuales Italia, como Grecia y Francia, adquirió la gloria más pura. Insisto: son las obras de los muchos artistas olvidados o desconocidos las que hacen la grandeza de un país, no la obra original de un genio”.
El siguiente salón describe precisamente “los primeros replanteamientos de Renoir sobre el Impresionismo” a partir del redescubrimiento del dibujo a través, sobre todo, de los delicados grafitos de Jean-Auguste-Dominique Ingres y del libro, antes mencionado, de Cennini, que resultó ser una verdadera revelación para el artista. El destino fundamental de su peregrinaje es Roma, donde queda abrumado por la ilimitada luz mediterránea y los maestros renacentistas, salvo los “demasiados músculos” de Miguel Ángel. Pero es Nápoles, Sorrento y Capri donde Renoir descubre sus raíces italianas, fascinado por la pintura pompeyana. Italia fue el presagio de una profunda y dolorosa revolución creativa que culminó con su abandono definitivo del Impresionismo, y parte de esta separación se relata en la obra de 1882 La baigneuse blonde. Renoir retrata a su futura esposa Aline Charigot como una Venus moderna de frágil piel de porcelana y tez diáfana frente a un mar de un azul intenso que, según el artista, debería ser el de la bahía de Nápoles vista desde un barco. La encantadora mujer parece ser la piedra angular de un cortocircuito temporal que absorbe la esencia del arte pompeyano y de los frescos de Rafael en la Villa Farnesina de Roma. Las líneas se transforman y se vuelven nítidas, los volúmenes plenos, las figuras monumentales y los contornos, habitualmente inexistentes en las obras del artista, se descubren nítidos y éste comienza a crear cuerpos matéricos y etéreos de belleza intemporal con un nuevo enfoque en el dibujo y las líneas sinuosas de la existencia. La Venus se yuxtapone a dos dibujos de Renoir y dos de Ingres, ambos caracterizados por esta “vuelta al oficio”, por utilizar el término que Giorgio de Chirico acuñaría más tarde para hablar de su propio arte. También destacan aquí las fuentes italianas, como los paneles mixtos de Vittore Carpaccio de 1485-1490 que representan a Santa Catalina de Alejandría y Santa Dorotea, así como la Virgen con el Niño de Tiziano Vecellio de 1560-1565 y el lienzo Abraham y los ángeles de Gian Battista Tiepolo de 1743.
El deseo que impulsó a Renoir a marcharse a Italia no sólo maduró del irrefrenable deseo del artista de estudiar en persona las mismas obras que Ingres y otros pintores académicos habían elevado a símbolos de perfección, sino también de la crisis financiera que asoló Francia en 1873.
El colapso económico, por supuesto, afectó sobre todo a lo que no era esencial para la vida, como el arte, y Renoir se encontró con serias dificultades. Como explica el historiador del arte Giuseppe Di Natale en el catálogo de la exposición, el artista decidió llegar a un público más amplio volviendo a exponer en el Salón a partir de 1878 y renegando de su pasado como impresionista, sintiendo una profunda vergüenza por ello y empujándole a poner en práctica un verdadero autorrevisionismo. Renoir da vida así a un arte que anticipa el que se difundirá poderosamente tras la Primera Guerra Mundial con la vuelta al oficio de artista clásico. El recorrido continúa en la sala del “clasicismo moderno: el mito antiguo y las bañistas”, donde el artista quedó fascinado por la tragedia antigua y creó ensayos pompeyanos de algunos personajes de la mitología griega que más tarde serían adquiridos por Picasso.
En esta sala, el clasicismo mediterráneo también es repropuesto por la monumental Venus de bronce que sostiene la manzana de la victoria, modelada por el asistente catalán Richard Guino bajo las estrictas instrucciones de un Renoir ya vencido por la artritis. Esta última dialoga con la clásica Giovinetta de Marino Marini de 1938, la dulce Ragazza lombarda (Muchacha lombarda ) de Eros Pellini y las mucho más esbeltas Amazonas asustadas de Arturo Martini de 1935. Para concluir los experimentos mitológicos y clásicos, se centra en las bañistas de Rubens a De Chirico, pasando así de lo que Renoir mira a lo que, sin saberlo, enseña a la posteridad. La carne se curva, y conquista una plasticidad física capaz de soldar luz y forma en el color matérico de las ninfas coronando a la diosa de la abundancia de Pieter Paul Rubens en 1622, así como de las bañistas retratadas por el ya ex impresionista. Renoir intenta así imitar a las ninfas del pintor flamenco en la pose y la plasticidad de la figura en su Mujer secándose de 1912-1914, tejiendo un diálogo coherente entre ambos. Diálogo completado por la sensual y nostálgica Ariadna en Naxos de De Chirico de 1932 y el Fragmento di composizione de Ferruccio Ferrazzi.
A continuación, llegamos a la gran sección de “paisajes”, donde se alternan vistas exteriores con fotografías de la vida del artista. Es aquí donde Bolpagni ha decidido introducir a un Renoir demacrado, ya casi vencido por la artritis, que ya vemos en la sala de las esculturas de bronce. Las obras seleccionadas abarcan un periodo que va desde 1892 con La Seine à Argenteuil hasta 1913, y nos catapultan principalmente al sur de Francia. Más que de ningún otro lugar, Renoir se enamoró perdidamente de la luz del Midi y, sobre todo, de un viejo pueblo no muy lejos de Niza, Cagnes-sur-Mer, tanto que acabó enamorándose de él a finales de la década de 1890, para entonces viejo y enfermo. A pesar de la artritis y de echar de menos a su mujer, ya fallecida, el artista no dejaría de trabajar e hizo construir un estudio en el jardín para seguir pintando al aire libre hasta su último aliento. Las fotografías, dispuestas en una larga vitrina en el centro de la sala, lo retratan como un anciano cansado y enamorado del arte hasta el punto de hacerse atar el pincel a las manos para poder seguir creando. También aquí, las obras de Renoir están firmemente vinculadas a las de artistas italianos de la generación siguiente como Enrico Palucci, con su Veduta del lago d’Iseo de 1946, Arturo Tosi, pero sobre todo un Carrà naturalista de los años treinta donde conviven la solidez de las imágenes y la vibración de los colores.
A continuación pasamos a la sala de los bodegones, pequeña pero con mucho cuerpo, entre los que destacan por su belleza e intensidad de color las Rosas de maceta de 1900 del protagonista de la retrospectiva, así como la fugaz y vivaz Dalie de 1932 de De Pisis. Aquí resulta sumamente interesante comparar los distintos resultados obtenidos desde principios hasta finales del siglo XX por diferentes artistas, franceses e italianos, de un tema aparentemente sencillo y reiterable como es la naturaleza muerta. De Pisis, nacido en Ferrara y activo en París a principios de los años treinta, “maduró una taquigrafía pictórica” nacida del estudio del Impresionismo y del Postimpresionismo, mezclando los colores de forma chispeante y nerviosa creando sugerencias únicas. Renoir, con sus naturalezas muertas, consiguió incorporar la luz pura a sus cuadros, y de especial maestría es una pequeña obra con dos “jarrones boules” realizada por el ya anciano artista, que definía la pintura como una actividad de descanso para el cerebro y dice que cuando pintaba flores se permitía cometer errores y experimentar audazmente con el color, sin preocuparse demasiado por desperdiciar un lienzo. De este modo, sacaba las mayores lecciones equivocándose, experimentando e innovando gracias a las flores que tanto amaba que, según cuentan, “flores” sería la última palabra que diría antes de morir.
Pero el recorrido no termina de la misma manera para el visitante, que se encontrará continuando su viaje a través de dos salas que mejor resumen y caracterizan la obra del artista: “el retrato femenino” y “Gabrielle y el mundo de los afectos familiares”. La primera es quizá la sección más atrevida y compleja de toda la retrospectiva. Al hacer hincapié en las figuras femeninas tan queridas por el artista, crea una yuxtaposición, todo menos estridente, adelantada por la intuición de Carlo Ludovico Ragghianti con una Magdalena, de 1540-1560 de Romanino, de una feminidad libre y desgarrada. Según el historiador del arte, en efecto, esa feminidad tan particular, despreocupada de “venustade et proportione”, es el signo de una especie de “preencarnación de Renoir”, aunque hay que recordar que no se trata de una referencia precisa, sino más bien de una bella sugerencia. Por otra parte, la imperturbable impenetrabilidad de los retratos de Renoir parece encontrar su contrapartida, en un sentido cronológicamente opuesto, en las obras de Antoinette Raphaël Mafai, que fusiona la sensualidad plástica de Rodin con el primitivismo de Jacob Epstein. Renoir, en sus retratos femeninos, no busca una psicología del personaje, sino que capta elementos de la naturaleza pura, huyendo de lo efímero e intentando alcanzar lo eterno.
En otra planta, la exposición sigue descubriendo a Gabrielle y los afectos familiares del anciano artista. Aquí destaca un pequeñísimo retrato sanguíneo de la joven, que el comisario califica de “flor entre las flores”, nada más que un estudio, pero de una dulzura palpable y una gracia extraordinaria en la que suavidad y linealidad están perfectamente equilibradas.
La dulzura del afecto encuentra su contrapartida italiana en Armando Spadini, a quien en 1919 Giorgio de Chirico habría definido como un “Renoir de Italia [...] en plena posesión de todos sus medios de expresión; excelente dibujante, colorista lleno de pasión, con una sutil parábola de lirismo melancólico”. Y es a partir de aquí que Paolo Bolpagni crea una exposición dentro de la exposición, reuniendo muchas de las obras más dulces del artista italiano y exponiendo, sobre todo, el cuadro favorito del Presidente Luigi Einaudi, así como el reverso del billete de 1.000 liras “niños estudiando” de 1918.
Concluye la exposición “Renoir grabador y litógrafo”, precedida por un vídeo de uno de los viajes del artista al campo. Al principio, el pintor no mostró una gran pasión por el arte del grabado debido a la desconcertante falta de los colores a los que estaba tan acostumbrado, pero fue el volumen La lithographie originale en couleurs de André Mellerio, publicado en 1898, el que le incitó a probar esta nueva técnica. Tras sus primeros experimentos infructuosos y después de practicar tanto el aguafuerte como la litografía, Renoir optó por adoptar una “línea clara” de contornos únicamente, lo que en opinión de Henri Loys Delteil dio como resultado una “gracia innata, una inocencia y una frescura que sólo le pertenecían a él”. Y por mucho que su posteridad haya aprendido de él, esforzándose por comprender su lección y hacerla suya, Renoir resulta ser, gracias también a esta retrospectiva, una rara flor en perpetua búsqueda de una eternidad que consiguió, con su arte, tocar.
Recorriendo las salas, no se percibe la dificultad, seguramente encontrada por el comisario, de encontrar paralelismos entre lo que Renoir vio y en lo que se inspiró y aquellos a los que, en cambio, Renoir influyó con tranquila delicadeza. Nada está en franco desacuerdo, ni siquiera la arrogante elección de colocar una Magdalena gritona de Romanino entre las bellezas inexpresivas del francés. Caminando por los pasillos, cada elección parece sencilla y es también por ello que el Palazzo Roverella vuelve a ser, tras la exposición de Kandinsky en 2022, un centro cultural en ebullición y con infinitas posibilidades.
Resumiendo, la de Renoir y el nuevo clasicismo resulta ser una gran y única exposición que da el perfil de un artista inquieto y tranquilo, obstinado y al mismo tiempo capaz de actualizar y cambiar las ideas. Un artista que supo romper con las atmósferas transitorias y extremadamente frágiles del Impresionismo para buscar y encontrar finalmente algo sólido y eterno, convirtiéndose en modelo para muchos artistas posteriores a él.
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