Doce de los clubes más famosos y ricos (y endeudados) del continente europeo han decidido unilateralmente crear su propia liga exclusiva de la que serán miembros de derecho y que debería garantizarles 350 millones anuales de ingresos. Todo ello anunciado en la medianoche del domingo tras unas negociaciones llevadas a cabo en la sombra. De forma más o menos hipócrita, interesada o romántica, según los casos, el mundo del fútbol se ha levantado, con amenazas de expulsión, intervención de los gobiernos nacionales y tomas de posición masivas de los aficionados de los clubes implicados. No sabemos cómo acabará esta historia, pero sí sabemos que en sus rasgos básicos se parece a una película que ya hemos visto: una reforma dejada caer desde arriba, sin confrontación, que permite a los que más tienen mantenerse a salvo sin esfuerzo y enriquecerse cada vez más, mientras los que menos tienen se quedan mirando sin posibilidad de alcanzarlos. Siempre se tiene la idea, constantemente desmentida por los datos, de que unas pocas “excelencias” muy ricas permiten, por goteo de la riqueza, que incluso las más pequeñas crezcan.
Se trata de un modus operandi que han aplicado no sólo poderosas multinacionales con actos de fuerza unilaterales, como en este caso, sino también, en los últimos años, el Estado italiano, y en entornos con los que el mercado debería tener poco que ver. Ocurrió, por ejemplo, con la reforma de las universidades públicas, llevada a cabo entre 2008 y 2011: en ese caso encontró la firme oposición de una parte del profesorado y del alumnado. Pero también es el formato que impuso el Estado al sistema de museos estatales, y más en general al Ministerio de Cultura (entonces MiBACT) entre 2013 y 2016 con la reforma Franceschini. La reforma, de hecho, impuesta por las oficinas centrales sin confrontación ni debate público serio, hizo precisamente eso. Un puñado de museos estatales particularmente afortunados (en términos de colecciones, ubicación geográfica, renombre histórico) fueron escindidos del resto del sistema, que anteriormente equiparaba por completo los museos pequeños y grandes, garantizando, aunque con limitaciones obvias en la gestión financiera, un cierto equilibrio en la redistribución de los recursos. Estos pocos museos después de 2016 se encontraron con mayores derechos y posibilidades: la garantía de poder quedarse con el 80% de los ingresos, tener un director bien remunerado y dedicado sólo a eso, un Consejo de Administración, un Comité Técnico-Científico y, sobre todo, una enorme sobreexposición mediática frente al resto de museos estatales y no estatales. Fuera de esta élite, quedaban los demás museos estatales, en grandes dificultades al verse privados de los fondos procedentes de las actividades de los museos ahora autónomos, y las Superintendencias, igualmente en grandes dificultades al pasar parte de su personal a los nuevos institutos e interrumpirse la cadena “investigación-protección-valorización”. Esta reforma sólo podía tener una consecuencia, bien fotografiada en este periódico en 2018: concentración de los flujos turísticos en unos pocos institutos, aumento del precio de las entradas, mayor facilidad de acceso a fondos y donaciones para los museos bañados en mayor visibilidad mediática. Y así fue: ISTAT encontró esto para 2017, diciendo que el 36,3% de los visitantes se concentraron en solo 20 museos, y luego nuevamente para 2019, notando una tendencia constante, con el 50% de los visitantes concentrados en solo el 1% de los museos italianos. Y los mismos museos que tienen más visitantes son los que tienen más fácil acceso a fondos tanto públicos como privados, desde ArtBonus a patrocinios.
Parque de Pompeya, vista aérea de la Basílica. Foto Crédito |
No es casualidad que para justificar la reforma del Ministerio (como la de la Universidad) se utilizaran las consignas de la competición deportiva, como “clasificaciones”, “éxitos”, “récords”, aunque parezca obvio que los Museos no son, o más bien no deberían ser, competencia entre sí. Sin embargo, pocos años después de la reforma de Franceschini, las "clasificacionesde museos", basadas únicamente en el número de visitantes, se habían convertido en una lúgubre norma de comunicación ministerial, antes de que el colapso del turismo mundial las hiciera caer en el olvido. A pesar de todo, esta reforma en favor de los museos más ricos (o mejor dicho, de los grupos de interés de los museos más ricos, es decir, las empresas que gestionan los servicios externalizados) no encontró la oposición que cabía esperar: ni remotamente comparable a la que se está encontrando en el reparto del fútbol o en la reforma universitaria. La reforma se aprobó con la celebración casi unánime de los periódicos nacionales (entre las pocas voces críticas estaban las de Salvatore Settis y Tomaso Montanari, así como la de este periódico), con el aval y el apoyo del ICOM, con el entusiasmo del Consejo Superior del Patrimonio Cultural y de la Dirección General de Museos, mientras que un reglamento interno del Ministerio garantizaba que los empleados no pudieran hablar públicamente de ella. Las protestas más notables que se produjeron fueron las de los funcionarios de arqueología, que llegaron hasta el Ministerio romano, o la de Emergenza Cultura, que unió a sindicatos y asociaciones, ambas completamente desoídas. Ninguna de las grandes asociaciones gremiales de la época denunció la deriva economicista, completamente proclive al turismo de masas, en base a la cual se promulgó aquella reforma.
Y aún hoy, después de que se hayan visto las consecuencias sobre los flujos turísticos y el sistema museístico(Pompeya, por ejemplo, ha pasado de 2,5 a 4 millones de turistas al año, mientras que todos los yacimientos de los alrededores han permanecido más o menos estables), y que el colapso del turismo de masas hace insostenible ese sistema formado por islas autónomas, las voces críticas con este montaje ministerial pugnan por alzarse, y la existencia de ese club top de museos con mayores derechos y posibilidades, separado de todo lo demás, sigue sin cuestionarse. Hay un sector de técnicos e intelectuales de la cultura que desprecian la pasión, los impulsos deportivos de una parte de la población, juzgando mucho más importantes los culturales. Pero en las últimas horas leemos en las redes sociales una sucesión de frases como “el fútbol es del pueblo”, leemos a aficionados pidiendo una revisión de todo el sistema, dando fe de que existe un debate, aunque con todas las limitaciones del caso. Pero ¿de quién son los museos y el patrimonio cultural, si algo como la reforma Franceschini sigue encontrando tanto entusiasmo o desinterés?
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