La actualidad de Giovanni Urbani. Un texto de Giorgio Agamben con prólogo de Bruno Zanardi


Giorgio Agamben ha señalado a Giovanni Urbani como uno de sus maestros, es decir, la mejor inteligencia que se ha dedicado a la conservación de nuestro patrimonio artístico en el último medio siglo. Y a Urbani le ha dedicado un importante ensayo, que proponemos a nuestros lectores.

En mi artículo recientemente publicado en Finestre sull’ Arte, retomé un interesantísimo artículo de Andrea Carandini publicado el pasado 21 de agosto en ’Il Corriere della Sera’ en el que el arqueólogo romano escribe sobre la gran cuestión civil y cultural de la protección y valorización del patrimonio artístico. Un artículo en cuya última parte Carandini escribe también sobre la compleja cuestión de la conservación de Pompeya. Por mi parte, cité una opinión expresada por John Urbani hace medio siglo sobre el “problema de Pompeya”. A saber, que este yacimiento sólo puede conservarse cuando se considera como lo que a todos los efectos es. Una ciudad. En ruinas, pero una ciudad al fin y al cabo. Lo que obligaría (yo añadiría, hoy, 2023) a liberarla de la indecente economía del turismo de masas de la que es víctima gracias a la “valorización” deseada por el ex ministro Franceschini y a partir de aquí encontrar la manera de ir en la dirección indicada por Carandini. Es decir, intervenir en las elevaciones de las domus y hacer de ellas “un todo continuo”. Un tema para los gigantes de la arquitectura, combinar en términos estéticos, críticos y tecnológicos la conservación de una ciudad bimilenaria con la actualidad, y hacerlo sin recurrir a los materiales “arquitectónicos” habituales como el hormigón (armado o no), las cretinas bandas de “acero corten” falsamente oxidadas, las latas de pintura “verde naturaleza” y cualquier otra cosa de desoladora incongruencia y tristeza diseñada por uno de los 153.692 arquitectos titulados (CNAPPC) que tiene Italia en la actualidad: aproximadamente uno por km2 si se deducen de los 302.073 km² de su superficie lagos, ríos, cumbres de montañas, orillas de los Apeninos que ya no se cultivan y que, por tanto, son objeto cada vez más de una especie de reforestación amazónica, etc.

Dicho esto, cabe añadir que el actual director de Pompeya, Gabriel Zuchtriegel, en sus notas autobiográficas siempre ha situado los libros de Giorgio Agamben entre sus lecturas formativas. Pero evidentemente no sabe que el filósofo romano siempre señaló como uno de sus maestros a John Urbani (1925-1994), la mejor inteligencia que se ha dedicado a la conservación de nuestro patrimonio artístico en el último medio siglo, y que además desarrolló desde la dirección del Instituto Central de Restauración un modelo perfecto para su protección. La conservación planificada y preventiva del patrimonio en relación con el entorno. Un modelo definido al detalle que encaja perfectamente con el problema de Pompeya, el mismo que Carandini también mencionó en el “Corriere” al hablar de “mantenimiento planificado”. Así que publico para los lectores de “Finestre sull’Arte” un ensayo de Agamben sobre Urbani. Por tres razones diferentes.



La primera es honrar a Zuchtriegel por sus intereses filosóficos y presentarle una parte de la obra de Agamben que evidentemente le es desconocida. Para que pueda medir su propio papel como director de Pompeya con la figura de un raro superintendente que se ha preparado para serlo, a saber, Urbani. La segunda, para dejar claro a quienes lean “Finestre sull’Arte” qué estudios y profundidad de pensamiento debe tener todo superintendente para poder llevar a cabo la nada sencilla tarea de recomponer el especial oxímoron que es conservar el pasado en el presente. Por último, aclarar que la conservación de un patrimonio artístico que se ha estratificado sin cesar a lo largo de los milenios en Italia y los italianos es una empresa de enorme dificultad técnico-científica, organizativa y, de hecho, de pensamiento. Una aclaración que desgraciadamente ninguna Universidad, Escuela de Patrimonio, etc. ha sido capaz de hacer. De hecho, si esas escuelas existieran, y funcionaran, hace tiempo que habrían enseñado a sus alumnos que el descubrimiento de un cadáver calcinado en Pompeya, es decir, en una ciudad sepultada por la lava del Vesubio, no es un acontecimiento cultural o antropológico raro, puesto que ya hay miles de cadáveres de este tipo a la vista (“Yacimientos de Pompeya”), todos ellos reproducidos en moldes de yeso utilizando el mismo sistema desarrollado por Giuseppe Fiorelli en 1863, hace exactamente ciento sesenta años. E incluso la existencia de esa escuela tiempo atrás habría evitado las emocionadas declaraciones del ministro de turno ante otro pobre cadáver carbonizado. Su frase a periodistas y televisiones: “Pompeya es un yacimiento que nunca deja de depararnos sorpresas”. Y quizás, añado de pasada, esas escuelas también habrían evitado el reciente paso (¿fuga?) del jefe de gabinete del Mibac por la Liga de Fútbol, es decir, por una organización en la que un gol es un gol, un futbolista es un futbolista, un gran futbolista es un gran futbolista y un cadáver calcinado, cuando se encuentra en un área, es un cadáver calcinado.

Bruno Zanardi

Pompeya. Foto: Carlo Pelagalli
Pompeya. Foto: Carlo Pelagalli
Foro de Pompeya con la obra de Mitoraj. Foto: Brunella Pastore
Foro de Pompeya con la obra de Mitoraj. Foto: Brunella Pastore
John Urbani
John Urbani
Giorgio Agamben
Giorgio Agamben
Reafirma la estrecha relación entre Urbani y Agamben esta postal enviada en 1966 por el filósofo romano al propio Urbani desde Gordes, un pequeño pueblo cercano a Le Thor, sede este último de los famosos seminarios celebrados en aquellos años por Martin Heidegger.  Con los saludos del filósofo romano los del propio Heidegger, Ginevra Bompiani y Dominique Fourcade.
Reafirma la estrecha relación entre Urbani y Agamben esta postal enviada en 1966 por el filósofo romano al propio Urbani desde Gordes, un pequeño pueblo cercano a Le Thor, sede este último de los famosos seminarios celebrados en aquellos años por Martin Heidegger. Con los saludos del filósofo romano los del propio Heidegger, Ginevra Bompiani y Dominique Fourcade.

Actualidad de John Urbani

de G. Urbani, Per una archeologia del presente, Skira, Milán, 2012.

1. ARQUEOLOGÍA

En los últimos años, la figura de John Urbani ha adquirido un aura de ejemplaridad, no sólo por su compromiso público como director del Instituto Central de Restauración, sino también -como es habitual cada vez que la cultura italiana quiere que se le perdone el especial desprecio que reserva a quienes no logra asimilar- por su biografía. De modo que -también gracias a la apasionada evocación que de él hace Raffaele La Capria- el dandi “bello y maldito” se ha codeado con el impecable funcionario, el glamour de la existencia privada ha cubierto con su sombra la severa puntualidad de la vida pública.

Despejando el campo de esta falsa dicotomía, el presente libro [G. Urbani, Per una archeologia del presente, Skira, Milán, 2012], que reúne una selección significativa, aunque ciertamente incompleta, de sus ensayos y artículos sobre arte, nos permite descubrir a Urbani quizá por primera vez como lo que fue: no tanto -o no simplemente- una extraordinaria mente filosófica, en muchos aspectos adelantada a la cultura filosófica italiana de aquellos años y un crítico de arte en todos los sentidos excepcional, sino más bien y ante todo un hombre empeñado en mirar con lucidez el tiempo -oscuro como es quizá todo tiempo para quien ha decidido ser intransigentemente contemporáneo de él- en el que le tocó vivir. El título “Por una arqueología del presente” (que es el del propio Urbani) pretende hacer justicia a esta lucidez y a esta decisión, tan difíciles de ejercer en un momento de la historia italiana en el que las culturas comunista y católica se disponían a sofocar toda alteridad posible en su abrazo palintropo.

El plano de inmanencia en el que Urbani busca su confrontación con el presente es el arte, pero el arte entendido arqueológicamente como pasado de la humanidad. No se trata, aquí, de una simple repetición del teorema hegeliano sobre la muerte del arte, que Urbani acepta sólo en la medida en que lo precisa y lo declina a través de corolarios inéditos. El arte es, sí, como en Hegel, algo pasado, pero no muerto, ya que es, en efecto, precisamente en la relación con este pasado donde se juega el destino y la supervivencia de la humanidad. Precisamente en la medida en que es pasado -así dice el primer corolario- el arte se encuentra en la imposibilidad de morir.

Aquí el término “arqueología”, que Urbani utiliza antes de que Foucault lo convirtiera en un término técnico de su pensamiento, adquiere su sentido estratégico. En efecto, la arqueología define ese carácter de nuestra cultura por el que sólo puede acceder a su propia verdad a través de una confrontación con el pasado. Sin duda, esta definición puede parecer consecuencia de la deformación profesional de un hombre que había elegido consagrar su vida a preservar el arte del pasado. Pero no es así (o no sólo). Para Urbani, la arqueología es un componente antropológico esencial del hombre occidental, entendido como ese ser vivo que, para comprenderse a sí mismo, debe reconciliarse con lo que ha sido. De forma aún más radical que en Foucault, la arqueología define, es decir, la condición del hombre que se encuentra hoy por primera vez confrontado a la totalidad de su historia y, sin embargo -o, tal vez, precisamente por ello-, incapaz de acceder al presente. Suena, pues, la pregunta que guía toda la interrogación de Urbani: “¿qué significa la presencia del pasado en el presente?”, donde la fórmula aparentemente contradictoria (“presencia del pasado en el presente”) no es más que la expresión más rigurosa de la situación histórica de un ser vivo que sólo puede sobrevivir mediante “la integración material del pasado” en su propio devenir espiritual. Pero la fórmula significa también que el único lugar posible del pasado es, naturalmente, el presente y, al mismo tiempo e igual de evidentemente, que la única vía de acceso al presente es la herencia del pasado, que vivir el propio presente significa necesariamente saber vivir el propio pasado.

Participantes en el seminario de Le Thor, 1966. De izquierda a derecha: Dominique Fourcade, François Vezin, Ginevra Bompiani, Martin Heidegger, Jean Beaufret, Giorgio Agamben (de G. Agamben, Autoritratto nello studio, nottetempo, Milán 2017, p. 27).
Participantes en el seminario de Le Thor, 1966. De izquierda a derecha: Dominique Fourcade, François Vezin, Ginevra Bompiani, Martin Heidegger, Jean Beaufret, Giorgio Agamben (de Giorgio Agamben, Autoritratto nello studio, nottetempo, Milán 2017, p. 27).
Giorgio Agamben con Martin Heidegger y otros, Le Thor, 1968. Fotografía de François Fédier
Giorgio Agamben con Martin Heidegger y otros, Le Thor, 1968. Fotografía de François Fédier (de Giorgio Agamben, Autoritratto nello studio, nottempo, Milán 2017, p. 20).

Es significativo que Urbani, eligiendo una frase de Platón como epígrafe de su libro Intorno al restauro, la altere conscientemente al traducir la palabra griega arché, que significa “origen, principio” (y también “mando”), por “pasado”: “el pasado es como una divinidad que cuando está presente entre los hombres salva todo lo que existe”. El principio, elarché, no es un mero principio que luego desaparece en aquello a lo que ha dado origen; al contrario, precisamente porque es pasado, el origen nunca deja de comenzar, es decir, de mandar y gobernar no sólo el nacimiento, sino también el crecimiento, el desarrollo, la circulación y la transmisión -en una palabra: la historia- de lo que se hace nacer.

Es en esta perspectiva en la que debe tomarse en serio la paradoja de Urbani, según la cual el arte es algo del pasado -es, de hecho, por así decirlo, la cifra misma del pasado de la humanidad- y, sin embargo, precisamente por ello y en la misma medida, lo que más se necesita en el presente. Foucault escribió en una ocasión que sus investigaciones arqueológicas del pasado no eran sino el ámbito de sombra de su interrogación teórica del presente. Lo que en el filósofo francés es un criterio de método, en Urbani parece adquirir una consistencia ontológica, como si pasado y presente no sólo no fueran intelectualmente separables sino que coincidieran puntualmente según el ser y el lugar. Como dice el cierre del artículo que da título a este libro, el presente es algo así como una “capa arqueológica”, “humana y verdadera sólo si conseguimos ’excavarla’, si conseguimoses decir, hacer tierra de sus ilusiones y desenterrar sus estúpidos ídolos como pobres muebles, de los que, caído el mito, queda con el polvo la huella de lo que realmente somos e indestructible como es”.

2. ARTE Y CRÍTICA

Al teorema hegeliano sobre la muerte del arte, Urbani añade otro corolario importante. El arte no ha dejado simplemente de existir, sino que, más bien, se ha convertido en reflexión crítica sobre el arte. Ya en 1958, un gran historiador del arte, Sergio Bettini, escribió que “quizá nunca antes se había puesto de manifiesto lo inevitable que es que converjan el problema del arte y el problema de la crítica”. Urbani absolutiza esta convergencia y la utiliza como la clave que le permite descifrar las aparentes complicaciones y las ambigüedades no siempre edificantes del arte que le fue contemporáneo (y que, en sus larvas, sigue siéndolo para nosotros). La identificación de arte y crítica se hizo posible en el momento en que, a través de un lento proceso de metamorfosis -coincidiendo con el nacimiento y desarrollo de la estética moderna-, el arte se transformó en una “representación objetiva del sentimiento estético”, sólo como tal objeto de valoración y estima.

Si la obra de arte no es más que la representación del sentimiento estético y si éste es inseparable del juicio estético que lo percibe y constata, entonces el ser-obra de la obra de arte se borra y se resuelve necesariamente en una operación crítica sobre el arte. “El arte contemporáneo”, escribe, “en la medida en que se da a sí mismo como objeto de tal representación -es decir, en la medida en que nace como reflexión crítica sobre el arte- produce obras que son, por así decirlo, ya canceladas, es decir, no obras, sino representaciones objetivas de una investigación terminada en su realización y, por tanto, no explicable ulteriormente”. Es en este sentido en el que Urbani lee el famoso lema desanctisiano de que “el arte muere, la crítica nace”: la crítica nace de la ruptura de la unidad originaria de arte, ciencia y técnica en la obra y no es, por tanto, más que “un truco de la razón” para mantener una relación entre ellos, pero "nada más que que cualquier relación, porque es ficticia, porque se basa en lo que el arte, la ciencia y la técnica ya no son, es decir, han dejado de ser precisamente eso desde el momento en que la crítica nació del arte".

Es en el ensayo de 1960 sobre Burri donde la transformación del arte en reflexión crítica queda plasmada y ejemplificada de forma flagrante. Contra la insultante -y desgraciadamente aún hoy vigente- interpetración del readymade como obra de arte, Urbani recuerda que “Duchamp tenía la conciencia precisa de no operar como artista, sino como ideólogo o, si se prefiere, como filósofo en el sentido original: tratando de invertir en actos su propia línea de pensamiento. Como ”no artista", comprendió que en las condiciones del pensamiento moderno, la posibilidad de una representación artística de la realidad a través de los objetos ya no era una posibilidad. El camino del arte hacia la realidad estaba inexorablemente bloqueado por un obstáculo insalvable. El obstáculo era el propio arte, constituido a lo largo de los siglos en el pensamiento occidental como una “realidad autónoma”. Una realidad indiferente y diferente de la realidad natural, pero casi tan diferente como ésta para ser percibida y sufrida en su pura evidencia fenoménica, en su aparato formalista. Por tanto, no tenía sentido inventar otra forma de arte: la irreconciliabilidad del arte y la realidad no cesaría hasta que la conciencia humana hubiera encontrado una forma completamente nueva de enfrentarse a la realidad. Esta nueva manera, con una intuición que sigue figurando entre las más ingeniosas del pensamiento moderno sobre el arte, fue experimentada por Duchamp con verdaderos actos existenciales, que pueden llamarse readymades, y no con la “pintura” o la “escultura”. En efecto, para dar lugar a un readymade, era necesario que el acto de creación fuera, por así decirlo, transportado del ámbito del arte al ámbito de la realidad, donde daría a los objetos un sentido completamente nuevo: el de ser diferentes de sí mismos en la medida en que fueran individuados, elegidos, rehechos o más bien hechos a la manera original de la poiesis".

Roma, 1960. Un fotomontaggio realizzato da Ennio Flaiano ponendo una foto di John Urbani al centro di un  celebre dipinto di Henry-Fantine-La Tour, Coin de table (1872), Parigi, Musée d’Orsay
Roma, 1960. Fotomontaje creado por Ennio Flaiano colocando una foto de John Urbani en el centro de un famoso cuadro de Henry-Fantine-La Tour, Coin de table (1872), París, Museo de Orsay.
Il verso del fotomontaggio realizzato da Ennio Flaiano per John Urbani
El reverso del fotomontaje realizado por Ennio Flaiano para John Urbani

Nada se entiende del singular destino histórico que condujo al nacimiento del museo de arte contemporáneo (fenómeno sobre el que Urbani no se cansa de ironizar) y del singular metisaca de artistas y comisarios resultante, si no se reflexiona sobre lo que Urbani ya había visto proféticamente a principios de los años sesenta: la confusión -ciertamente no accidental- entre arte y reflexión crítica y el consiguiente eclipse de la dimensión de la obra. Y los artistas y comisarios harían bien en reflexionar sobre este diagnóstico precoz, en lugar de empeñarse en presentar, no se sabe si por ingenuidad o por cinismo, sus -en cualquier caso repetitivas frente al gesto de Duchamp- operaciones críticas sobre el arte como obras de arte, y como pensamientos o “conceptos” aquello que no es sino la sombra que la disolución de la obra proyecta sobre el hacer arte. El derecho romano conoció la figura del comisario, que suplía con su declaración la incapacidad legal de menores, dementes, pródigos y mujeres: en la perspectiva de Urbani, es por una irresponsabilidad similar ante su propia tarea histórica por lo que artistas y comisarios parecen hoy obligados a hibridar sus competencias.

3. HISTORIA Y POSHISTORIA

Hay otro teorema hegeliano bajo el que Urbani inscribe, en forma de glosa, un corolario significativo: el del fin de la historia. Fue Alexandre Kojève quien situó este teorema en el centro de su pensamiento, preguntándose, no sin una buena dosis de ironía, cuál sería la figura de lo humano en el mundo post-histórico, una vez que, es decir, el hombre, habiendo completado el proceso histórico de humanización, se hubiera convertido de nuevo en animal. Mientras el proceso histórico de antropogénesis no se hubiera completado, el arte y la filosofía (junto a ellos, Kojève menciona también el juego y el amor) conservaban sin duda su función civilizadora esencial; pero una vez que -como, según Kojève, había ocurrido en Estados Unidos y estaba a punto de ocurrir en todo el mundo industrializado- ese proceso se había completado, el retorno del hombre a la animalidad sólo podía significar el eclipse o la transformación radical de esos comportamientos.

En 1968, con ocasión de la segunda edición de su Introducción a la lectura de Hegel, Kojève añadió una nota en la que parecía confiar al “puro esnobismo” japonés la posibilidad de una supervivencia singular de lo humano al final de la historia. En esas “cumbres (nunca superadas) del esnobismo específicamente japonés que son el teatro Nô, la ceremonia del té o el arte de los ramos”, los hombres posthistóricos se han mostrado “capaces de vivir en función de valores totalmente formalizados, es decir, completamente vaciados de todo contenido ”humano“ en el sentido de ”histórico“”.

El legendario esnobismo de Urbani, que no dejaba de impresionar a nadie que le conociera, tiene quizá su lugar precisamente en esta apuesta absolutamente seria: la humanidad europea sólo podrá sobrevivir al fin de la historia en la medida en que, en una especie de esnobismo llevado al extremo de la potencia, consiga hacer de la confrontación con su pasado su tarea esencial. La preservación del pasado, a la que Urbani ha dedicado su existencia como servidor público, adquiere en esta perspectiva un significado antropológico nuevo y sin precedentes, porque de ella depende la supervivencia delhomo sapiens en su historia. Entre una América plenamente animalizada y un Japón que se mantiene humano sólo al precio de renunciar a todo contenido histórico, Europa podría ofrecer la alternativa de una cultura humana que siga siéndolo tras el fin de su historia, afrontando esta misma historia en su totalidad.

El artículo sobre Vacchi (1962) recogido en este volumen contiene indicaciones decisivas en este sentido. Urbani, que tal vez conociera la primera edición del libro de Kojève (1947), pero desde luego no la nota adjunta a la segunda edición, comienza con un pronóstico sin reservas de la consumación de la historia de Occidente y del devenir de la historia: “Esta densa capa de irrealidad (llámese, si se prefiere, Historia) tras un vertiginoso crecimiento de algunas décadas, ahora, por claros signos indubitables, ya no crece. El ritmo de su vida ha cambiado: la rápida sucesión de grandes pensamientos y hechos heroicos ha sido sustituida por el tiempo inmóvil de la autoconciencia. Este autorreflejo del mundo de la historia es una solidificación, un acercamiento en torno al mundo de la naturaleza, ya no como sedimento cultural o como piel arqueológica, sino casi como las algas y la concha se incorporan a la roca. Y por tanto también un morir, un descender del que sólo se regresa como estatua de sal. Y, al mismo tiempo, es el comienzo de una mutación inconcebible: la transformación de la irrealidad en lo real; el devenir ”naturaleza“ de la historia”.

La tarea -o, más bien, en términos menos optimistas de Urbani- la “esperanza” que esta situación posthistórica parece reservar como legado a la humanidad (y, en particular, a quienes aún practican el arte o reflexionan sobre él) es que “de esta petrificación fatal de nuestra historia, los hombres harán un día su propio mundo natural; y en lugar de mover montañas y desviar ríos, su vida, su impensable historia consistirá finalmente en apropiarse sabiamente de esta ’naturaleza’ nuestra, en disponer de ella como materia prima para sus imprevisibles designios”, es decir, que ellos, en lugar de querer dominar la naturaleza a través de la historia, decidan ante todo enfrentarse a ella. Y, por lo que respecta al arte y a su historia, “la parte asignada a los verdaderos artistas es clara y precisa: fijar en su membrana indestructible el sentido último de lo que se pierde, de lo que el arte deja de ser, e impartir a esta forma solidificada de negación la energía capaz de generar la negación siguiente”.

Sólo desde esta perspectiva puede entenderse la batalla sin cuartel que, con tonos a veces irónicos o apodícticos, Urbani no ha dejado de librar contra el arte contemporáneo: El arte contemporáneo debe ser criticado y quitado de en medio, no porque no tenga una significación y una tarea epocales, sino, al contrario, precisamente porque se muestra incapaz de estar a la altura y, “en lugar de congelar una a una las infinitas vetas del cuerpo histórico de la pintura, y consignarlas así aloscuro proceso de cristalización que hará de la historia de ayer la naturaleza de mañana”, se engaña creyendo que puede “reintroducir una linfa estética en la negación que ha aislado”, buscando, con mayor o menor mala conciencia, producir “nuevos fantasmas” de obras.

Contra esta resignación del arte (que -con una valentía que da aún más peso a su esnobismo- ejemplifica en nombres hoy convertidos en clásicos venerables: Pollock, Fautrier, Burri), Urbani no cesa de recordar a los artistas la urgencia de su tarea posthistórica: “la conciencia histórica del arte, en la forma última, abarcadora y muy lúcida que es nuestro tiempo, sólo tiene una manera positiva de realizarse: reflejándose a sí misma. Sólo así, con esta creciente presión desde dentro, crea las premisas para su propia y necesaria autodestrucción. Es decir, crea obras en las que el tiempo de la historia se ha detenido, pero en la hora que engloba a todas las demás del cuadrante, y todas las relega a la duración de un ”momento infinitamente recurrente".

Esta tarea posthistórica no tiene, sin embargo, otro contenido -este es el mensaje último de Urbani- que la historia, lo que está en juego en ella es, una vez más, el pasado: “Esta presentificación del arte-en-su-historia, que comenzó como un proceso de alienación con la moderna disponibilidad del sentimiento estético a ’todos los estilos de todas las épocasÈ, ciertamente no pretende resolverse con el olvido de la historia y con un desinterés general por el arte pasado, presente o futuro. Al contrario, conducirá a conocer la esencia del devenir histórico del arte, es decir, a conocer lo que hoy permanece velado en el concepto metafísico de la autonomía formal del arte. Ni que decir tiene que la consecución de este lejano objetivo no es asunto de críticos, historiadores o cualquier otro tipo de especialistas. Es el hacer arte lo que conduce (al pensamiento del) arte en la dirección correcta: cristalizar poco a poco en la dimensión ahistórica que ahora le pertenece, en este círculo cerrado que le devuelve la imagen de sí mismo por todas partes, donde por tanto sólo puede reencontrarse negándose a sí mismo”.

4. AZAR Y APARIENCIA

No es de extrañar que, en este contexto problemático, Urbani se mida fatalmente con el tema de la ciencia y la técnica. Un dicho heideggeriano que le gustaba citar era el tomado del verso de Hölderlin: “donde está el peligro, crece/ también lo que salva”, con lo que el filósofo se refería precisamente a la tecnología y a su papel decisivo en el destino de Occidente. El ensayo de 1960 La parte del caso nell’arte di oggi -que quizá sea la obra maestra filosófica de Urbani- constituye un intento de leer juntos, en una argumentación impermeable pero rigurosa, el destino de la ciencia y la tecnología y el del arte.

El ensayo comienza con la observación perentoria de que la humanidad no tiene hoy otra forma de representarse la realidad que como objeto de conocimiento científico. Situados ante las cosas en su simple apariencia, traspasamos necesariamente el “muro de lo visible” para representárnoslas objetivamente según sus propias exigencias de peso, tamaño, forma, estructura física. La realidad se nos presenta, es decir, ya como compuesta de ’objetos’ que pueden ser conocidos racionalmente y no como ’cosas presentes, simplemente ofrecidas a la vista’. Y lo que es cierto para la realidad lo es también para las obras de arte, que la estética nos ha acostumbrado a representar como objetos dotados a su vez de cualidades y valores particulares.

Es precisamente esta objetivación integral del mundo la que explica las dificultades y aporías con las que ha tenido que lidiar el arte en ese momento crucial de su historia que coincide con el nacimiento de las vanguardias. Porque a partir de ese momento, la obra de arte se convierte, “de todos los objetos reales, en el único que nos muestra una laceración decisiva entre su ser un objeto... ofrecido a nuestro pensamiento objetivo” y su ser una cosa únicamente basada en su apariencia, en su “estar presente aquí, ahora, en este aspecto y no en otro”. Atrapada en esta laceración, la obra de arte intenta desesperadamente representarse como objeto y, al mismo tiempo, presentarse como cosa.

Una vez más, el ready-made de Duchamp es, para Urbani, el lugar donde esta laceración se exhibió por primera vez como tal. Al tomar cualquier objeto utilitario e introducirlo súbitamente en la esfera estética, Duchamp lo obligó a presentarse como obra de arte y, aunque sólo fuera por el breve instante que duró el escándalo y la sorpresa, consiguió así “sacar a los objetos de su horizonte objetivo y provocar que se presentaran como cosas”. Según Urbani, lo que ocurrió después en el arte que le fue contemporáneo fue una especie de inversión del gesto de Duchamp: es decir, se pasa de la obra de arte concebida objetivamente, como cuadro hecho para el museo, y se provoca (a través de desgarros, manchas, agujeros, etc.) que se convierta en cosas. - una vez más Burri y Pollock funcionan aquí como referencias implícitas) a salir de la esfera estética, es decir, del sistema de valores formales que la definen, para presentarse simplemente como un objeto entre otros.

También aquí Urbani había visto lejos. De hecho, lo que parece definir el arte que hoy se dice contemporáneo es la indeterminación de los dos gestos simétricos: el arte actual habita precisamente en la indiferenciación entre el objeto y la cosa, entre el objeto que se representa a sí mismo como obra y la obra que se representa a sí misma como objeto. De ahí la imposibilidad -o más bien la renuncia más o menos consciente- a discriminar siquiera entre las dos esferas: la laceración, que aún definía los gestos de Duchamp y Burri, ha desaparecido y lo que ahora se nos presenta en su imperturbable indiferencia no es más que un híbrido apático entre el objeto y la cosa.

Alberto Moravia, Ginevra Bompiani, Giorgio Agamben, Kiki Brandolini, John Urbani, Dacia Maraini,  Ilaria Occhini e Raffaele La Capria, agosto 1966
Alberto Moravia, Ginevra Bompiani, Giorgio Agamben, Kiki Brandolini, John Urbani, Dacia Maraini, Ilaria Occhini y Raffaele La Capria, agosto de 1966 (de Giorgio Agamben, Autoritratto nello studio, nottetempo, Milán 2017, p. 24).
Bruno Zanardi con John Urbani, Parma 1989
Bruno Zanardi con John Urbani, Parma, 1989

Es en este contexto en el que la meditación de Urbani sobre el arte y la ciencia se cruza con el problema del azar. De hecho, hay un momento en el que las provocaciones de sus artistas contemporáneos "parecen llegar a un punto crítico, y el horizonte de la objetividad se resquebraja, y la pintura cae de la palestra de su propia autorrepresentación objetiva a la tierra desnuda del mundo, convirtiéndose en una cosa entre las cosas. Este momento se confía al azar“. Y, continúa Urbani, ”no podemos entender lo que la pintura intenta decirnos hoy si no reconocemos que habla el lenguaje del azar".

Es en esta brecha, en esta laceración de la obra de arte entre su ser objeto y su ser cosa, donde el ensayo se interroga sobre el papel cada vez más importante que desempeña el azar no sólo en el gesto del action painting, sino también en el disparo del objetivo fotográfico e incluso en el amueblamiento de nuestras casas, en la técnica de la restauración o en la dirección teatral. El azar", escribe Urbani, siguiendo, con un gesto típicamente heideggeriano, el etimónimo primero del término latino y luego del griego autómata, "es lo que cae, lo que sale del orden de las causas y del conocimiento objetivante. Es el no-valor inobjetivable que, cayendo infinitamente del horizonte de los valores y de la objetividad, de la ciencia y de la estética, se busca a sí mismo sin cesar (según el sentido del verbo griego maomai) sin poder encontrarse nunca definitivamente. Precisamente por eso, es “el don último de lo real pensado objetivamente, es decir, pensado en la única dimensión en la que hoy nos es posible pensarlo”. Y, en esta situación impermeable en la tierra de nadie entre la ciencia y el arte, entre el objeto y la cosa, su don es para nosotros "la última manera que tiene lo real de manifestarse como pura y simple apariencia".

Aquí -en esta referencia extrema a una apariencia pura- Urbani parece realmente dar un paso más allá de su maestro Heidegger, quien, cuando se enfrenta al punto en el que el “peligro” de la tecnología se convierte en salvación, parece envolverse en oscuridades terminológicas y recaer en el patetismo religioso. Sólo un dios puede salvarnos" suena a célebre sentencia heideggeriana; en los términos más sobrios de Urbani, se podría decir que “sólo un azar puede salvarnos”, pero a condición de no olvidar que la salvación no nos conduce aquí hacia el “misterio del ser”, sino que nos devuelve al muro de lo visible, hacia la pura apariencia de las cosas.

A principios de los años ochenta, Reiner Schürmann elaboró su interpretación anárquica de Heidegger, en la que, separando el origen de la historia, pretendía desmitificar y captar laarché como puro “llegada a la presencia”; en los mismos años, Gianni Carchia, repasando la historia de la estética, identifica la experiencia suprema del arte en la contemplación de una apariencia pura como tal. Es singular que, muchos años antes de que expusieran sus tesis revolucionarias, este tenaz arqueólogo, este implacable conservador del pasado, acabara conduciendo anárquicamente elarché de la obra de arte no tanto o no sólo al corazón del presente, sino más bien a disolverse, más allá de todo tiempo, en esa apariencia pura, agotada, sonriente, a la que el azar guarda el acceso.


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