Como ya se escribió en elnúmero del 31 de diciembre de 2023 de “Finestre sull’Arte”, en los años 80 Parma se estaba convirtiendo en una pequeña capital de la restauración en Italia. El Vicario General de la Diócesis de la época, Monseñor Franco Grisenti, sacerdote con grandes dotes organizativas (a él se deben los trabajos de mantenimiento, durante décadas, de una parte conspicua de las iglesias y edificios religiosos de la ciudad y de la provincia y provincia), a sugerencia del presidente de la Comisión Pontificia para el Arte Sacro en Italia, monseñor Giovanni Fallani, había conseguido traer a Parma a dos antiguos directores del Instituto Central de Restauración (= Icr), Pasquale Rotondi y Giovanni Urbani. El problema que Monseñor Grisenti pretendía remediar a través de Rotondi y Urbani era la actitud propietaria que la Soprintendenza y la Universidad locales tenían hacia el patrimonio de la Iglesia. De hecho, desde hacía diez años, en el presbiterio de la catedral de Parma estaba instalado un enorme andamio que debía servir para restaurar los frescos de Correggio, pero al que nadie subía. Una restauración que debía llevarse a cabo en función de una exposición mesiánica sobre el artista emiliano comisariada por la Universidad local y financiada por el Ayuntamiento de Parma, pero que para realizarse finalmente tendría que esperar unos treinta años y que la Superintendencia la organizara en 2008: treinta años de polémicas, bloqueos burocráticos, acusaciones mutuas, etcétera. Pero los andamios que debían servir para la restauración del pórtico oeste del Baptisterio también estaban abandonados desde hacía algunos años, presagiando un asunto no muy distinto del que estaba teniendo lugar en el Duomo para los frescos de Correggio. De ahí la idea de monseñor Grisenti de que la Iglesia de Parma ejerciera su derecho-deber como propietaria manteniendo sus actuaciones a un nivel técnico indiscutible. Así lo aseguraron los consejos de Rotondi y Urbani, de hecho los que fundaron la ciencia de la conservación del patrimonio en relación con el medio ambiente.
Un acontecimiento extraordinario en muchos sentidos, este que acabamos de mencionar, que involuntariamente da lugar a un hecho cultural importante y totalmente nuevo en toda Italia. Una cultura de las relaciones institucionales, una cultura administrativa y una cultura técnica que convenció a la Cassa di Risparmio local para financiar la restauración de uno de los monumentos más importantes del Occidente medieval, el Baptisterio Antelámico de Parma. Y será la primera intervención realizada en Italia sobre la base de un proyecto de restauración definido con toda precisión en cuanto a plazos, métodos y costes. Fue un ejemplo de fiabilidad a raíz del cual un joven industrial de la alimentación, Marco Rosi, fundador de “Parmacotto”, se ofreció en 1989 a financiar la revisión, en realidad un mantenimiento extraordinario, de la restauración realizada unos cuarenta años antes de los frescos de Correggio en la cúpula de la iglesia abacial de San Giovanni. Esta intervención se completó en un año, seguida de una visita de los frescos desde los andamios que atrajo a unas veinte mil personas. Y aquí creo que hay que decir, a propósito de la fecundidad de lo que ocurría en Parma, que dos años más tarde Rosi financiaría, en Roma, la restauración de los frescos y mosaicos de uno de los monumentos más sagrados, misteriosos e importantes de nuestra Edad Media, el Sancta Sanctorum de Letrán. Una intervención realizada bajo la supervisión del entonces Director General de los Museos Vaticanos, Carlo Pietrangeli, cuya ejecución seguía casi a diario uno de los grandes historiadores del arte del siglo XX, Federico Zeri. Una restauración de la que habló medio mundo y que convirtió a Rosi en una figura histórica del mecenazgo cultural del siglo XX.
El protagonista de estas restauraciones era el escritor, un (entonces) joven restaurador formado en la escuela internacional de un Icr que todavía era un referente internacional indiscutible y que, no mucho antes, había recibido el encargo de restaurar uno de los monumentos más famosos de la antigüedad clásica, la Columna Trajana. Una restauración que me había puesto en contacto directo con la Scuola Normale di Pisa y con un famoso arqueólogo, Salvatore Settis, y con dos de sus más brillantes alumnos, Giovanni Agosti y Vincenzo Farinella, así como con importantes funcionarios, estudiosos e intelectuales. Desde el entonces superintendente de la Fora Imperial Adriano la Regina, hasta Antonio Giuliano, Bernard Andreae, Fausto Zevi, Alessandra Melucco, pasando por quienes “venían a visitar la Columna”, como, por citar sólo algunos de los muchos, Sylvia Ferino, Italo Calvino, Giuliano Briganti, Alberto Arbasino y Jacques Le Goff. Y fue Agosti, volviendo a los frescos de Correggio en la cúpula de San Giovanni, quien propuso publicarlos en un elegante estuche de seda gris con fotografías “sueltas” a toda página tomadas por uno de los fotógrafos del Kunsthistorisches Institut de Florencia, Luigi Artini, confiar la parte científica de esa tarea a un reputado historiador de la cultura, Francis Haskell, y pedir a un excéntrico novelista, Alberto Arbasino, que escribiera una historia en la que los frescos se leyeran de forma narrativa y no académica. Y son las fotos y los textos que aquí se publican los que los salvan del olvido al que de otro modo habrían estado destinados.
Mientras que ya en el número del 31 de diciembre de 2023 “Finestre dell’arte” hacía descargable el enlace al cortometraje en el que Giuseppe Bertolucci le pedía a su padre Attilio que le contara su relación con Correggio en Parma y también el mismo número de la revista en el que mencionaba el despilfarro sin sentido que se había hecho de todo esto. Un asunto criminal del que se puede hablar en otra parte.
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