Es un mérito constante de Finestre sull’ Arte despertar la atención sobre muchas obras extraordinarias de nuestra civilización figurativa que, debido a la soledad o por diversos motivos, no suelen ser llevadas a su verdadero valor y a la alta admiración que merecen. En esta línea, proponemos un curioso e interesante examen de la inacabada Alegoría de la Virtud que Correggio comenzó probablemente en 1521 para Isabella d’Este Gonzaga, y que quedó abandonada. Sabemos que el lienzo se encontraba ya en Roma en 1603, según consta en un inventario Aldobrandini. Este testimonio de excelente valoración, aunque la obra esté inacabada, es muy significativo, al igual que el rápido traslado de Emilia a la ciudad papal. Las colecciones Aldobrandini no eran otras que las del papa reinante Clemente VIII y la búsqueda de las raras obras de Correggio, muy apreciadas, procedía de la ola carracciana que había iluminado Roma con Aníbal y los suyos. He aquí, pues, un reconocimiento inmediato, que luego se hizo lejano. Esta prueba alegriana careció -en la larga historia de la crítica- de la atención que se le debía. El cuadro se conserva ahora en la Galería Doria-Pamphilj de Roma, cuyo director, el profesor Andrea G. De Marchi, lo revaloriza con decisión proclamándolo un “soberbio autógrafo”. Estamos ante una especie de larguísimo arco que descansa sobre dos pilones a una distancia de siglos, y la obra parece digna de un examen especial.
Escribimos un ensayo anterior sobre las Alegorías para Isabel, recordando su quinto centenario (1522-2022), y a él nos remitimos para muchas observaciones: véase el número de enero de este año de Finestre sull’Arte. Repetimos aquí que la marquesa de Mantua pidió a Antonio Allegri los dos lienzos para completar su nuevo Studiolo in Corte Vecchia y los pagó en 1522. Estos dos cuadros debían sellar la tenaz teoría pictórica que ya existía en los cuadros anteriores, y dar las demostraciones finales sobre los graves efectos del Mal (Vicio), y el sublime triunfo del Bien (Virtud). También recordamos que la figura triunfante y coronada debe presumiblemente indicar a la propia Isabel. Los dos últimos lienzos lucen ahora en la Galería del Louvre, en París.
Es muy probable que Correggio pasara por Mantua en la primavera de 1521 y aquí tuviera el contacto indispensable con la marquesa, bien conocida por sus puntillosas exigencias a los pintores y las evocaciones mítico-simbólicas que debían puntuar todas las obras que ella deseaba. Sería muy interesante contar con una película sobre la escaramuza verbal, a la vez sabrosa y erudita, entre ambos; si acaso, acompañada de los bocetos del maestro treintañero, ya gloriosos en el fresco paradisíaco de la cúpula de San Giovanni en Parma, pero el destino no nos permite tales recuperaciones técnicas. Para seguir la génesis de la obra en cuestión, veamos una primera prueba gráfica, a saber, un sorprendente dibujo de doble calco de las figuras centrales, donde en el anverso se vislumbra inmediatamente el acto de la coronación y donde se captan detalles significativos. En esta concepción, los desnudos, tan queridos por Correggio, son decididamente protagonistas.
No es descabellado imaginar el vivo interés de la marquesa por unos lienzos que iban a consagrar su cultura y sobre todo su personalidad en la cúspide del Studiolo. En cambio, es difícil decir cómo Isabel metió repetidamente la lengua y el dedo en el progreso de la obra de Antonio. Ella impuso la técnica del temple al destemplado Allegri, que no se negó y que hizo un primer ensayo “in corpore vili”, como suele decirse: es decir, la probó sobre un lienzo de dimensiones precisas, aplicándola, trazando un ensayo que ya era muy convincente.
Queda por especular si este primer ensayo, realizado al temple magro sobre una fina capa de lijado de la tela, fue abandonado por razones técnicas; de hecho, para los dos ejemplares definitivos, Correggio trató el lijado pulido de la tela en varias capas y pasó decididamente al temple al óleo. Pero la razón técnica no parece decisiva. Por viva curiosidad, podríamos pensar que “lo inacabado” fue pintado en Mantua, en las cercanías de la Marquesa, y que sus intuiciones semánticas guiaron entonces con gran lucidez la versión definitiva de “La Virtud”. Es probable que las dos Alegorías conservadas en el Louvre fueran pintadas posteriormente en Parma.
Intentaremos seguir una alternancia de pensamientos entre el “soberbio autógrafo” del Doria Pamphilj, que llamaremos “el inacabado”, y la versión definitiva del Louvre. Será como descubrir la conversación exculpatoria entre Isabella y Antonio: ella toda atenta a la serie de definiciones, él un extraordinario epitomista compositivo.
Comencemos por las observaciones técnicas y la figuración inmediata en la prueba ya romana. Correggio extendió la preparación de yeso y cola, alisándola bien; pero el fondo excesivamente blanco le habría obligado a utilizar gradaciones de color excesivas; y he aquí una segunda extensión anaranjada, no sin recordar el procedimiento más neutro de Rafael, en la Madonna del Baldacchino. Este fondo cálido ayudará mucho a los tonos y a las fusiones de colores; a nosotros -en otros casos- nos ayudará en las atribuciones y en la datación de ciertas obras alegres.
Las figuras que encontramos en la Incompiuta ejecutadas al desnudo son casi deudoras de la escultura; no olvidemos el interés global de Correggio por las artes y su amor directo por el cuerpo humano: aquí, Antonio fija las proporciones y los movimientos, prestando atención a los planos y a las profundidades; la Virtud, o la Sabiduría, está desnuda, y el modelado realizado con un claroscuro muy refinado sugiere que hubo una búsqueda inicial de protagonismo confiada a un personaje simbólico ciertamente desnudo: por ejemplo, la Verdad que todo lo descubre y todo lo vence. También contribuyen a esta hipótesis los velos muy ligeros, tendidos justo a lo largo del cuerpo, por ejemplo en el brazo derecho a semejanza de la Minerva de la Cámara de San Pablo, y así la medusa pectoral colocada directamente sobre velos impalpables; además, el cabello está recogido como en un peinado bien rapado, de clara invención isabelina. No en vano, esta “nuda veritas” inspiró a Gian Lorenzo Bernini para la Verdad de la Galería Borghese. Pero la incansable marquesa de Mantua elegiría una versión diferente, mucho mejor vestida. Nótese también la mirada de la protagonista, directa y complaciente hacia el genio coronador, que luego se volverá para establecer una relación, intencionada y deseada, con el observador.
Podemos entonces proseguir nuestro análisis comparativo.
El esquema compositivo. Comparando el lienzo inacabado con el completo del Louvre, nos damos cuenta de que la figura central de la Sabiduría en el primer cuadro ocupa una posición más erguida, más dominante; si recordamos el esquema gráfico que publicamos el pasado mes de enero, vemos que el centro exacto del campo pictórico se obtiene marcando las dos grandes diagonales, que generan el punto focal en su intersección, pero también dos claros triángulos equiláteros como campos inferior y superior. En la Incompiuta, este centro no está resaltado. En la versión final del Louvre, sin embargo, el punto central cae exactamente sobre la boca de la Sabiduría, emanando así una serie de significados del pensamiento y del corazón. El rebajamiento de la figura se justifica con respecto al proyecto anterior al responder a la virtuosa necesidad de situar a la Sabiduría como protagonista ideal y en mayor armonía con la agrupación semántica de las figuras que la rodean. De este modo, puede volver los ojos hacia el exterior, conectándose con el espacio del observador, y en conjunto, el esquema permite más respiro a las tres magníficas figuras de las Virtudes Teologales que irrumpen desde lo alto de forma multidireccional para completar el silogio isabelino. La corona de laurel se hace más ostentosa, su genio sustentador tiene un rostro más amable, y los paludamenti de la Gran Virtud ofrecen a Correggio una polifonía cromática de verdadera obra maestra. Y así nos damos cuenta de los minuciosos procesos de refinamiento entre las dos versiones.
Los ecos iconográficos. El modelado pictórico de la Incompiuta Doria-Pamphilj tiene un carácter fuertemente monumental, con voladizos resentidos y remolinos espaciales en torno a las figuras: por eso el lienzo romano tiene un valor que llamaríamos independiente. La conversión descriptiva que consigue el lienzo del Louvre transita hacia una plenitud sinfónica suave y, además, muy estructurada. Los ecos iconográficos se basan casi todos en la Camera di San Paolo, es decir, en una anterior y grandiosa manifestación poética también inscrita -como ahora las Alegorías- en la mezcla semiótica mítico-bíblica. En tal mezcla, Correggio fue sin duda un maestro sublime y extraordinario. Si nos fijamos en la peana de alabanzas aplicadas a la figura de la Virtud-Sabiduría, encontramos primero en la obra Inacabada la atribución a ésta de la “capigliara” de oro, una especie de corona real con rayos de luz. En la versión definitiva, en cambio, aparece una pequeña concha con una perla en el centro colocada sobre la cabeza de la Protagonista: esta atribución, indicación sublime de la maternidad virginal, la encontramos sobre la frente de Diana de pie en la Camera di San Paolo, y en la misma sala en tres figuras femeninas de gran simbolismo colocadas en los lunetos. Invitamos a todos a estas atentas observaciones. De nuevo de la Minerva de la Cámara de San Pablo proceden el corpiño y el bastón, y esa piel moteada del carcaj que lleva el putto, que encontramos en la pierna de la Sabiduría del Louvre.
Lo que llamaremos el tumulto semiótico, que brota de la lista isabelina, merece nuestra atención. En la Inconclusa, el portador de las Virtudes Cardinales, sentado a la derecha de la Sabiduría (para nosotros a la izquierda) ya está dotado de casi todos los atributos y será fielmente retratado, mientras que entre las poderosas piernas de esta primera versión se confunden en enérgica ejecución la cabeza, las garras del dragón; luego, en la exactitud del lienzo acabado, vemos el escudo con la Gorgona, el hocico cánido del monstruo, su cuerpo anormal con la cola retorcida y la garra y la pezuña de cabra (τερας). Correggio evoca con precisión el escudo de Atenea con la Gorgona representada en el exterior y la bestia en el interior, que recuerda a la serpiente Eritonio. Es justo detenerse en estas últimas elecciones, ya que para Isabella d’Este el mal es efectivamente multiforme: la cabra en particular tiene un valor negativo entre todos los pueblos, y debe ser exorcizada en cualquier caso; aquí la Virtud aplastándola con el pie recuerda claramente el papel de la Mujer del Apocalipsis que conculca al dragón. En el lienzo romano, el gesto femenino de quitarse el yelmo majestuoso en señal de victoria es hermoso; también aquí el grupo simbólico a la izquierda de la Dama (para nosotros a la derecha) está claramente definido: la mujer sentada es ya una “cingana” y el niño muy vivo se ocupa de una esfera ciertamente terrestre puesto que descansa sobre el suelo; está desnudo porque es un “recién llegado” que marca el nuevo mundo que acaba de descubrirse. En la versión final, la mujer mide -obsérvese- el globo terrestre con un compás, indicando con la otra mano los espacios lejanos.
Una mirada al trasfondo de los dos cuadros sigue siendo necesaria. En el lienzo de la Galería Doria-Pamphilj, el primer plano es apresurado y oscuro; detrás de las figuras, Correggio ha extendido ampliamente esa segunda preparación que parece esperar a ser terminada, y es difícil discernir en este gran fondo cromático una pilastra arquitectónica, como se ha escrito. En la parte superior, sobresaliendo de la preparación ocre-anaranjada, destaca casi prodigiosamente la figura voladora alada a la que nos referiremos como la Fe; junto a ella unos cuidadosos signos son las huellas de una continuación ya cogitada. El paisaje, aunque de ejecución abocetada, extiende un río entre las montañas con un efecto de paisaje lírico; el cielo es de clara aurora luminosa, mientras que la parte superior estaba quizá ya destinada a una reaparición vegetal. Este es el gran valor del temple romano, que -por curiosidad- se denomina “concierto de mujeres” en los inventarios antiguos.
Con este lienzo, Antonio Allegri partió de Mantua, cargado con toda la investigación semántico-definitoria que le había proporcionado la marquesa de Este, y pasó a completar una de las obras más articuladas y más elaboradas de su carrera, pero felizmente concluida. En la Alegoría del Vicio encontró armoniosamente un marco naturalista excepcionalmente expansivo, pero en la Alegoría de la Virtud exaltó el carácter de Isabel, dispuso soberbiamente las columnas salomónicas de la Sabiduría (otra bella conexión con la vegetación de San Paolo), regimentó las aguas, pero -sobre todo- dio al Renacimiento italiano el estigma soberano de la significación artística.
Concluyamos con una comparación vigorizante.
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