Un amor llamado Sixtina


¿Qué se siente al visitar un tesoro artístico como la Capilla Sixtina? Un relato de Riccardo Tomasello evoca todas las emociones de una visita a la Capilla Sixtina.

Recibimos y publicamos con mucho gusto este relato, que nos ha llegado de uno de nuestros seguidores, Riccardo Tomasello, de Catania: una hermosa narración sobre lo que se puede experimentar al admirar una de las mayores obras maestras de la historia del arte mundial, en este caso la Capilla Sixtina. Agradecemos a Riccardo esta hermosa historia y esperamos que la disfruten. ¡Feliz lectura!

Michelangelo, la volta della Cappella Sistina
Miguel Ángel, La bóveda de la Capilla Sixtina, 1508-1512 (detalle)

En mi corazón no hay ningún deseo de escribir un libro sobre la monumental obra artística y pictórica que es la Capilla Sixtina. De hecho, se me acusaría con razón de insolencia y arrogancia hacia quienes tienen más pericia, profesionalidad y experiencia académica para abordar una tarea tan relevante como compleja.

El mío es sólo el ímpetu sincero de un corazón enamorado que, sin las trabas de la razón, relata sus sentimientos por su amada, pero también por mi sublime e incomparable Sistina. Es el relato apasionado de las fuertes emociones, de las vivas sensaciones que recorren las profundidades de mi interioridad cada vez que me dispongo a experimentar una visita a los Museos Vaticanos. Mi corazón late más deprisa cuando, habiendo descendido ese empinado y último tramo de escalones, cruzo el umbral sagrado que abre mi mirada a la magnificencia de la Capilla Magna.

La he visitado en numerosas ocasiones, pero siempre experimento las mismas emociones como si fuera la primera, el descenso que detiene el corazón, el sobrecogimiento irreprimible de su visión. Una sucesión de pensamientos que van dando paso a la contemplación detenida: a la meditación sobre el más alto significado religioso y artístico que la obra de Miguel Ángel ha dado al arte universal.

La admiración de los estupendos y gloriosos frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina, de los que es difícil separarse cada vez, crea una nueva sacudida en mi alma, capaz de refrescarme con una indescriptible sensación de serenidad, de paz, de unión espiritual con Dios, junto con un fuerte sentimiento de protección frente a las adversidades de la vida, frente a la imperfección de mi naturaleza humana, frente a una vida que, a veces, sabe ser severa y, otras, pródiga en todo bien.

Toda la historia de la catequesis de la Iglesia católica se despliega ante ti, pequeño e indefenso. Te das cuenta de que formas parte de algo especial. Con tu mirada atenta adquieres la conciencia de que estás en presencia de Dios, de que perteneces a la obra de su divina creación, al tiempo que sientes el temor de no estar a la altura de semejante acto de generosidad y el terror de encontrarte desprevenido ante el juicio final.

Para ejemplificar de forma más llana y tangible lo que siento, me gustaría contarles el viaje a la Capilla Sixtina que precedió a mi visita, mi admiración por el artista que la pintó: el inefable Miguel Ángel Buonarroti, el hombre que desafió todos los límites impuestos por la naturaleza, venciéndose a sí mismo y a sus primeras resistencias. Este pensamiento no pretende minimizar a los artistas del siglo XV que pintaron al fresco las paredes laterales con historias de la vida de Moisés y Cristo, como Domenico Ghirlandaio, Pietro Perugino, Cosimo Rosselli, Luca Signorelli y Bartolomeo della Gatta. Maestros absolutos del Renacimiento, de los que, sin embargo, Miguel Ángel Buonarroti es el sublime: el artista que representa admirablemente escenas vívidas que sobrecogen por su impetuoso movimiento. Un programa cromático que confiere a las figuras una luz deslumbrante, casi sobrenatural.

El conocimiento del arte ha caracterizado cada vez más una parte de mi vida, la experiencia de un visitante ordinario, de un entusiasta acerado, de un erudito en ciernes; un camino que involuntariamente se convirtió en una larga cadena, una sucesión de episodios que enriquecieron mis conocimientos y conformaron mi visión de un segmento de la historia del arte.

Siempre he admirado al divino Miguel Ángel con la firme convicción de que, tras ese carácter descrito por los eruditos, tras esa personalidad difícil, desconfiada, malhumorada, introvertida, caracterizada por una fuerte inquietud rayana en la irascibilidad, se ocultaba el más grande artista que la humanidad haya conocido jamás y hacia el que ostenta una deuda de gratitud que nunca saldará, si no es con la devoción absoluta a sus obras.

Siempre recuerdo aquella rima del maestro, la número 285, en la que afirma con gran aflato que “Giunto è gia ’l corso della mia vita con tempestoso mar, per fragil barca, al comun porto, ov’a render si varca conto e ragion d’ogni opera trista e pia”. De ahí la afectuosa fantasía que el arte me hizo ídolo y monarca, ahora sé bien cómo estaba cargada de error, y lo que cada hombre desea en su mal grado. Qué extraordinario testimonio de amor absoluto al arte. Es sobrecogedora la visión de un hombre que lo sacrificó todo, que dedicó su existencia a crear esas obras que hicieron inmortal su memoria y que, sin embargo, le arrebataron tanto tiempo y vida cotidiana.

Mi primer encuentro con la obra de Miguel Ángel tuvo lugar el 22 de julio de 1995. Yo tenía diecisiete años. Me encontraba en Florencia para asistir a la boda del hijo de una pareja especial de amigos a los que mis padres habían conocido muchos años antes durante su estancia en la noble ciudad toscana, durante los primeros años de mi padre como cadete de Carabiniere, en Via Monticelli 31, yo tenía un año y había nacido en Sicilia. Me divierte pensar que aquella breve pero intensa estancia en Florencia modificó mi perfil genético, escribiendo indeleblemente en mis células la pasión por el instinto artístico de los florentinos. Por supuesto, hoy me siento muy alejado de su gloria: no soy artista, ni pintor, ni escultor, pero sin duda mi irrefrenable deseo de estudiar y descubrir a Miguel Ángel, su vida y sus obras, me une a esa tierra por partida doble.

En aquella feliz ocasión tuve la oportunidad de visitar, a mi explícita y ardiente petición, la Galería de la Academia y al encontrarme ante la grandeza y el esplendor del David, aún recuerdo vívidamente el escalofrío que recorrió mi espina dorsal. Un estremecimiento de asombro ante aquel cuerpo atlético y anatómicamente perfecto en el acto previo a la lucha heroica con Goliat. ¿Cómo puede un hombre plasmar tanta belleza y esculpirla en el duro material del mármol con una destreza sin igual y una maestría envidiable que no parecen de este mundo?

Mi vida desde aquella primera visita ha pasado por altibajos, desde los logros ecologistas, a los estudios, a la búsqueda de trabajo, a las exigencias que te impone la vida; durante dos décadas, mi pasión por el arte se ha dirigido a proteger el medio ambiente y poner en valor el patrimonio natural que atesora mi Sicilia. Mi participación, entretanto, se ha hecho activa en las filas de las asociaciones ecologistas.

Mi búsqueda del camino de Miguel Ángel dormitaba, casi narcotizada, hasta que estalló prepotentemente el 27 de julio de 2006. Era un día muy caluroso y había ido a Roma con mi novia para presentar una petición al Ministerio de Medio Ambiente. Al final decidimos juntos, ella también amante del arte, visitar los Museos Vaticanos para compartir la visión de la Capilla Sixtina. Recuerdo una animada confusión, un calor al límite de lo soportable, éramos tantos como cada día en los museos, ansiosos por llegar ante la obra de arte más bella: el destino más popular para los turistas.

Por fin fuimos recompensados por la espera, en la cola para subir las escaleras el aire parecía agotarse, el esplendor se abría ante nuestros ojos. El asombro inicial da paso a la maravilla, pues nos quedamos casi incrédulos ante semejante obra del hombre. Uno se pregunta cómo, hace 500 años, un pintor podría haber realizado una obra tan compleja y articulada con los medios de que disponía. Sobre todo, nos deslumbra la admirable luz que los frescos proyectan por toda la sala, como para dar testimonio de su inspiración divina. Porque no cabe duda de que Miguel Ángel fue iluminado e inspirado por Dios para decorar la bóveda de la capilla universal, símbolo y corazón palpitante de la Iglesia católica, el lugar donde los cardenales reunidos en cónclave eligen al sucesor de Pedro en la tierra bajo la bendición del Espíritu Santo. Creo que fue en ese preciso momento cuando se desencadenó en mí el famoso “relámpago”: un éxtasis que pronto se transformaría en profunda admiración por la sublime obra de Miguel Ángel.

También recuerdo como un episodio particular vinculado a mi pasión por la Sixtina que el 6 de septiembre de 2014, en compañía de mi madre, asistí a la representación de la ópera de Mozart “El rapto del serrallo” en el espléndido marco del Teatro Antico de Taormina. Como es mi costumbre, compré el libreto como todas las publicaciones que busco ávidamente en los museos. Para mí, representa una oportunidad de explorar en la intimidad de mi querida butaca lo que he visto y los autores de esas obras. Así me entero de que Mozart visitó Roma el once de abril de 1770 y escuchó el duodécimo Miserere, cantado por el coro de la Capilla Sixtina. Esta obra, compuesta por Gregorio Allegri hacia 1630 a petición del Papa Urbano VIII, se basa en el Salmo 51 (50) de la Biblia. Fue compuesta en 1514 por encargo de León X y se cantaba estricta y exclusivamente en la Capilla Sixtina el Miércoles Santo y el Viernes Santo. Se consideraba una pieza sagrada, cuya transcripción estaba prohibida bajo pena de excomunión. Mozart, con 14 años, consiguió transcribirla de memoria tras escucharla. El Miserere es un salmo penitencial, mediante el cual el pecador invoca la misericordia de Dios por sus pecados. Recita: “Ten piedad de mí, oh Dios, según tu misericordia; por tu gran bondad borra mi pecado”.

Pocos días después, exactamente el 9 de septiembre de 2014, durante un viaje a Roma, decidí desayunar en los Museos Vaticanos: una experiencia inolvidable que recomiendo a todo el mundo, e inmediatamente me dirigí a la Capilla Sixtina, aún no abarrotada por los numerosos turistas, y con mi reproductor de música escuché sentado el Miserere de Gregorio Allegri. Fueron 12 minutos y 36 segundos de una emoción fuera de lo común: en un extraordinario transporte interior comuniqué al Altísimo el deseo irreprimible de dejarme impregnar por su misericordia, hacia un camino de fe y de ejemplo cristiano.

Siento también el deber de dirigir un sentido y emocionado recuerdo a san Juan Pablo II que, en el ejercicio de su ministerio petrino, inició en 1980 las obras de restauración de la bóveda Sixtina: una cuidadosa y esmerada labor de limpieza que, a partir de los colores ahora agrisados por el polvo y los humos, reveló lo que él llamó en el Tríptico Romano la policromía Sixtina: “Aquí, en esta capilla Miguel Ángel la describió, no con palabras, sino con una fluida riqueza de colores”. Un amor llamado Sixtina, no podría ser más acertado como título de este breve relato, porque en conclusión puede leerse como un acto de amor a la obra más grandiosa de todo el arte universal.

Espero seguir visitando la Capilla Sixtina con frecuencia, al menos una vez al mes, para recargarme, para recibir esa fuerza que sólo la oración y la meditación pueden infundirte. Una fuerza que necesita la vida para superar sus tribulaciones y asegurar un futuro que refleje los ideales religiosos y éticos que tanto necesita esta sociedad.

Y, por qué no, seguir envidiando en broma a los custodios por la oportunidad de pasar muchas horas de su día en presencia de la majestuosidad de la Capilla Sixtina.

El mío es también un momento de evasión del mundo, un refugio seguro de los problemas sociales a los que este belpaese nuestro se enfrenta desde hace años, es un momento de sana evasión de un mundo que ya no sigue el camino del respeto, de la igualdad de los pueblos, de la paz, de la fraternidad, de la solidaridad, por ahora esclavizado a una miseria globalizadora del alma.

Me encuentro muy cerca de las palabras del escritor alemán Goethe: “No hay forma más segura de escapar del mundo que el arte”.

Este es mi diario de viaje para descubrir los museos e iglesias donde se conservan las obras de Miguel Ángel Buonarroti. Representará la conclusión tangible del compromiso que he contraído conmigo mismo de admirar todas las obras del divino maestro a lo largo de mi vida y de anotar las fechas y los lugares de mi visita, para que la maravilla, la emoción y el asombro de contemplar tanta y tanta belleza permanezcan imborrables. Una via pulchritudinis personal, porque podemos renunciar a muchas cosas, pero no sacrificar nuestra inclinación innata a la belleza. Italia es una República fundada sobre la belleza, la cuna del Renacimiento italiano, la puerta del paraíso, la encarnación del ideal artístico. Rendirse a la fealdad nos hará a todos más vacíos, más tristes, más resignados. Hombres como Miguel Ángel Buonarroti son el verdadero testimonio de quienes dedicaron su vida a la búsqueda de la perfección de la belleza, para no sucumbir a la maldad humana, a la traicionera perspectiva de la decadencia y a la abominable práctica de la resignación y la frustración.

Sólo la búsqueda del camino de la belleza podrá curar las heridas del alma, las heridas que todos llevan en el corazón, los gritos de hombres y mujeres desanimados por la precariedad, de familias humilladas por la miseria, de jóvenes privados de su futuro. Sólo la belleza del compartir, de la participación, de la revolución, de la agregación, del cambio, del progreso científico y tecnológico, de la innovación, del mérito, de la dignidad, podrá abrirnos de par en par las puertas de un nuevo horizonte. Nuestro horizonte.

Riccardo Tomasello


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