Las casas-museo de los artistas son lugares preciosos y difíciles de diseñar debido a la necesidad oximorónica de dejar entrar a los visitantes (con las debidas medidas de seguridad) en un espacio que originalmente era privado, para hacer rastreables y legibles las huellas de la personalidad creadora que lo habitó y le dio forma, preservando al mismo tiempo su secreto y su atmósfera. Cuanto más delicada es la operación de musealización, más se impregna la poética del artista en cuestión de las sugestiones procedentes de ese entorno y se estratifica en él hasta el punto de identificarse ampliamente con él. En Bolonia, encontramos un ejemplo emblemático de esta coincidencia en la casa-estudio, situada en Via Fondazza 36, donde Giorgio Morandi (Bolonia, 1890 - 1964) vivió y trabajó desde 1933 hasta su muerte (la familia residió anteriormente en el número 38 de la misma calle), abierta al público a finales de 2009 tras un proyecto de renovación del arquitecto Massimo Iosa Ghini.
La Casa Morandi combina espacios funcionales, como la biblioteca con más de 600 volúmenes que pueden consultarse con cita previa y las salas de exposiciones con vitrinas que narran la vida del maestro a través de fotografías, libros, documentos y obras de su colección de arte antiguo, propiedad del Ayuntamiento de Bolonia tras una donación, y espacios privados, como el atelier, la antecámara y el almacén donde jarrones, botellas, conchas y modelos de estudio, así como herramientas de pintura, han encontrado su nuevo hogar. Estas últimas salas, restauradas tal y como eran en la época en que el artista las habitó, están protegidas por barreras transparentes que obligan al visitante a permanecer en el umbral, desde el que penetrar con la mirada y la imaginación en el silencio de la meditación visual de Morandi. Casi no hay obras autógrafas, a excepción de un pequeño cuadro floral de juventud, un aguafuerte que representa el jardín de la casa y el grabado Trei tra due case a Grizzana (Árboles entre dos casas en Grizzana ) en una tirada póstuma, expuesto junto a la plancha original. La visita a este lugar es obligada para quien quiera adentrarse realmente en el universo creativo de Morandi, que durante toda su vida preservó celosamente la dimensión recóndita de su mundo pictórico, protegiendo de la intrusión exterior el lugar donde se materializaba su creación artística a través de una continua confrontación con los objetos. El corpus de su obra, compuesto por 2.850 cuadros (de los que 1.930 son naturalezas muertas, 587 paisajes, 280 cuadros de flores, 46 retratos y 7 autorretratos), es fruto de un proceso ininterrumpido de observación y meditación prolongado durante largos periodos de tiempo, el mismo que la contemplación de su pintura exige al observador para captar el porqué de la misma, accediendo y estacionándose con la mente junto a él en el plano de representación de lo visible que buscaba constantemente.
Para Morandi, el Arte pertenece a la esfera de lo indecible y en su retraído estudio componía sin cesar sus teatros de objetos metafísicos en los que todo cristalizaba en una gélida verdad de orden y medida a través de infinitesimales ajustes entre espacio, objeto y color operados sobre la fisicidad de sus objetos-sujetos incluso antes de que se convirtieran en cuadros. “No hay nada más abstracto que lo visible”, solía repetir, porque la realidad cambia en el mismo momento en que se somete a la observación. El encanto silencioso de sus cuadros, en los que las vibraciones tonales hacen temblar y oscilar las formas, volviéndolas evanescentes, es por tanto el resultado de un meticuloso proceso de construcción y composición en un estudio utilizado como si fuera una cámara óptica predispuesta naturalmente a sumergirse en el acto de mirar a través del encuadre correcto de los objetos en una luz adecuada para encontrar una verdad hecha no de verosimilitud sino de armonía y medida. Y era precisamente en su estudio, con las mesas colocadas a diferentes alturas en relación con la ventana y el caballete, donde había encontrado las proporciones ideales, correspondientes a las que quería dar a su pintura, firmemente orientada a preservar la intención de lo que buscaba en lo visible. Si la puesta en marcha de una casa-museo plantea, como hemos dicho, no pocos interrogantes, muchos más surgen cuando se convoca en ese lugar a un artista invitado, invitado a profundizar y actualizar con su propia intervención la figura y la obra del anfitrión ausente.
Como es habitual, también este año la Casa Morandi es una de las sedes institucionales de ART CITY Bologna, el programa de exposiciones e iniciativas promovido por el Ayuntamiento en sinergia con BolognaFiere bajo la dirección artística de Lorenzo Balbi, que para esta edición tendrá una duración más larga para permitir al público aplazar las visitas antes y después de Arte Fiera. Entre los primeros eventos ya en marcha, a la espera de que dentro de unos días la ciudad se llene de propuestas expositivas, se encuentra la exposición (realizada en colaboración con la galería P420) Il quale cerca solo la sua bellezza, de la que nos habla Alessandra Spranzi, invitada para la ocasión a comparar su obra con el legado artístico de Giorgio Morandi en ese espacio tan fuertemente caracterizado. Una de las artistas más interesantes de la fotografía italiana contemporánea, fue reclutada por Lorenzo Balbi sobre la base de la congenialidad de su sensibilidad para los objetos y la inmediatez compositiva con el modus operandi del maestro boloñés. Un reto arduo, dada la escasa tolerancia del pintor hacia los “invitados” en sus espacios íntimos de vida y de trabajo, y más aún hacia aquellos (incluidos sus alumnos de la Accademia, como recogen varios testimonios) que querían aventurarse en su territorio artístico inviolable.
Spranzi, impulsada en un primer momento por la posibilidad de habitar esas salas casi sagradas interactuando con el mobiliario estratificado de infinitas miradas allí conservado, decide luego cambiar de rumbo, optando por un proyecto que, pese a su distanciamiento material de esos fetiches, consigue ser tan adherente como siempre a su razón intrínseca de ser (y, en consecuencia, también de ser musealizado). El detonante del nuevo rumbo es el recuerdo de uno de los primeros negativos analógicos, nunca revelado, perteneciente a la serie Sul tavolo (2014 - en curso) en la que el artista fotografía objetos encontrados tras colocarlos sobre la mesa de su estudio, utilizada como tabula rasa sobre la que “hacer que las cosas sucedan”. La toma en cuestión retrataba una página arrancada de una vieja edición de la primera monografía sobre Giorgio Morandi editada por Arnaldo Beccaria (1939, publicada por Ulrico Hoepli), que había comprado en estado ruinoso en un puesto, y un tubo de cobre recogido en la calle utilizado como soporte para mantenerla erguida, como si estuviera sobre un atril. Los elementos de apoyo de la imagen son, pues, el resultado de un encuentro doblemente fortuito, el del libro y el de la página en cuestión, que representa una reproducción en blanco y negro de una Naturaleza muerta de 1920, en el momento de su publicación perteneciente a la colección Girardon de Nueva York, seleccionada para la lágrima por estar menos deteriorada que las demás.
Y de nuevo, una coincidencia más parecida a una afinidad electiva dada la distancia cronológica con el proyecto actual, la decisión de realizar esa toma en asonancia con la mirada de Morandi, restituyendo por medios conceptuales la inefable cualidad de “inconsistencia permanente” de sus naturalezas muertas en fotografía, en las que la imagen en la página impresa aparece como un pensamiento objetivado por la mesa (real) sobre la que reposa. De la idea de reflexionar sobre esa obra como única referencia directa a Morandi en su producción anterior, surgió la necesidad primero de verla y después de imprimirla por primera vez, inicialmente como Polaroid (presente en la exposición) y después de forma más profesional por la imprenta. Y tras las primeras pruebas de impresión, con las que la artista nunca quedó completamente satisfecha en su deseo de reencontrar los colores exactos del decorado ambiental original, se dio cuenta de que el camino a seguir era precisamente explicitar cómo, en su obra como en la de Morandi, el significado del juego reside en el proceso subyacente a la elaboración de la imagen final. Por ello, en lugar de elegir, como habría hecho normalmente, una estampa como matriz de otras copias idénticas numeradas según la tirada, decide crear una serie de diez tomas (en la exposición son nueve, por razones de disposición) en las que el sujeto se presenta en diferentes entonaciones cromáticas, trazando con creciente conciencia de ensayo en ensayo la maníaca meticulosidad del pintor en la búsqueda de la perfecta equivalencia de la imagen pintada con su pensamiento de las cosas. Cada cuadro es único porque sería imposible reimprimir ese tono exacto en una fecha posterior, y la multiplicación potencialmente infinita recurre a la misma irracional precisión de intención que guió al maestro en sus innumerables variaciones de la misma composición. La progresión de desplazamientos cromáticos más o menos perceptibles orientados hacia la acentuación de la dominante amarilla, azul o roja exigía del autor el mismo tipo de atención y concentración que Morandi tenía para los matices de las pinturas y los sombreados de los grabados, y del observador el mismo silencio en la contemplación atenta para ir más allá de la descripción invocada por sus cuadros. Además, la estética de los planos, intrigante en su carácter esencial y casi ordinario, remite una vez más a la actitud tímida de la pintura de Morandi, como búsqueda de la belleza entendida como la identificación precisa en el lienzo de una cierta declinación visual del sujeto representado, mentalmente establecida a priori.
Como complemento a esta nueva producción, titulada Sul tavolo #80 (2014-2024), la reflexión sobre Morandi se profundiza a través de dos videoinstalaciones de obras ya existentes, una prueba más de la lejana afinidad entre ambos artistas “en su interpretación de los objetos y las circunstancias”, como señala Lorenzo Balbi. El primer vídeo, Metronome (don’t do it) (2023), instalado en la sala polivalente, muestra una mesa que imaginamos recogida tras una comida, donde el mobiliario desordenado aparece cargado de tensión por el primer plano que niega la visión de conjunto y por un sonido de guitarra que trata de amoldarse al tic-tac del metrónomo, a veces perturbado por el de una taza de café acosada nerviosamente por un cuchillo. También aquí, además del interés genérico por la naturaleza muerta y el objeto, vuelve la cuestión morandiana de la medida y la búsqueda del equilibrio, entendida aquí como exactitud rítmica, en las aceleraciones y desaceleraciones de la línea sonora que puntúan el espacio de diferentes maneras. En el segundo vídeo, Making of Ein Tisch (2018), un prototipo sin sonido de un largometraje más elaborado producido para una exposición anterior, el artista se centra en la forma en que aparecen las cosas enmarcándolas con una rudimentaria visera hecha de cartón enrollado. Este dispositivo recuerda al “telescopio” que Morandi había fabricado él mismo a partir de una caja para mirar el paisaje desde la ventana de su residencia de verano en Grizzana y construir así su visión de manera similar a como lo hacía en su estudio especialmente acondicionado en Via Fondazza. El vídeo, colocado al final de un estrecho pasillo de la casa-museo, haciendo que el visitante experimente una condición en la que se ve obligado a “apretujarse” para poder mirar, subraya cómo la configuración de una visión no naturalista (como la de Morandi y Spranzi) implica una selección del pensamiento para aislar las cosas de su contexto y una confrontación con un mundo artificialmente cercano.
En conclusión, debido a esta sutil red de paralelismos, entre las muchas exposiciones de artistas invitados que han tenido lugar en la Casa Morandi (la mayoría de las cuales se han centrado en la reproducción fotográfica de ciertos detalles del estudio del pintor o de objetos que le pertenecieron), ésta es una de las más logradas en su doble intención de acompañar al público en un razonamiento sobre aspectos concretos de la compleja poética del maestro boloñés y presentar la obra de un artista contemporáneo sin hacer didáctica su intervención.
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