Cuándo y cómo comienza la historia del arte contemporáneo es una cuestión que presenta muchas ambigüedades. En círculos académicos, según convenciones bastante extendidas, se hace coincidir con las periodizaciones historiográficas que sitúan los orígenes de la era contemporánea con la Revolución Francesa. Sin embargo, pensar en un cuadro como Marat asesinado de Jacques-Louis David en la misma partición temporal que elUrinario de Duchamp o incluso la Novena hora de Cattelan plantea más de una duda. Por este motivo, no son pocas las críticas a esta disposición, y de vez en cuando se proponen diversas reorganizaciones. A algunos les gustaría remontar el arte contemporáneo a mediados del siglo XIX, con la aparición de Courbet y los realistas, mientras que otros prefieren esperar a que el movimiento impresionista entre en escena. Otros, quizá más convincentes, como Renato Barilli, ven en el grupo francés una continuidad con los movimientos artísticos anteriores, y tienden a reconocer a Cézanne como el padre de lo contemporáneo, y a las vanguardias como los vástagos que escalaron por primera vez este camino. Siguiendo esta teoría, es por tanto el siglo XX el que saluda al arte contemporáneo (con la excepción de Cézanne, que se mueve solo en las décadas anteriores), una instancia que no surge “por evolución a partir delarte del siglo XIX”, como afirmaba Mario De Micheli, sino por el contrario “de una ruptura de los valores del siglo XIX”, poniendo así fin al proceso de progresión artística bautizado por la famosa parábola de Vasari.
De hecho, según Argan, la Vanguardia es un movimiento que reviste al arte de un interés ideológico y “prepara y anuncia una radical conmoción de la cultura y las costumbres, negando en bloque todo el pasado y sustituyendo la investigación metódica por una audaz experimentación en el orden estilístico y técnico”. Se podría objetar, y con razón, que incluso en el término “vanguardia” es inherente una cierta ambigüedad, ya que si bien es cierto que ciertos movimientos que la componen se distinguen, al menos en sus declaraciones, en abierto contraste con el arte que les precedió, nadie ha podido evitar basarse en experiencias anteriores, aunque sea en formas y medidas diferentes. No obstante, el conflicto deliberado del que hicieron alarde estos artistas contra los cánones y las convenciones, y la obstinación y desmesurada prolificidad con que experimentaron con nuevos modos de expresión, caracterizan a aquellos movimientos que en las primeras décadas del siglo XX decidieron librar una batalla “en primera línea”, ganándose el papel de innovadores y señalando un camino que tendría repercusiones gigantescas para todo el arte venidero. Y es en Pisa, en el Palazzo Blu, donde las obras de algunos de esos protagonistas se exponen desde el 28 de septiembre hasta el 7 de abril de 2024 en la muestra Las vanguardias. Obras maestras del Museo de Arte de Filadelfia.
Algo más de cuarenta obras, en su mayoría pinturas, han llegado del importante museo de Estados Unidos, el austero templo neoclásico que presume de una colección de más de 225.000 piezas, de las que más de 12.000 están expuestas. Esta institución domina la metrópoli estadounidense desde lo alto de esa escalera que también se convirtió en icónica gracias a las famosas películas de Rocky Balboa. El propio boxeador, al final del capítulo V de la saga, se adentra en el museo que hasta entonces había ignorado, gracias a las exhortaciones de su hijo: “nunca es tarde para aprender, te gustará Picasso”. Precisamente con Autorretrato con paleta del pintor español comienza la experiencia de visitar Pisa, que es un itinerario estrictamente cronológico.
La obra, pintada en 1906, se erige como un homenaje explícito a Paul Cézanne. De hecho, fue pintada poco después de la muerte del maestro de Aix-en-Provence, el 23 de octubre, enfrentándose a uno de sus cuadros con el mismo tema, como para expresar el deseo de Pablo Picasso de ser el heredero de su experiencia. La síntesis formal del cuadro favorece la exaltación de la monumentalidad de la figura, denotando soluciones compositivas también derivadas del arte primitivo, en una dirección que pronto tendría su expresión más completa en el cuadro simbólico que bautizó el movimiento cubista, Les Demoiselles d’Avignon.
Laaventura cubista es sin duda la más representada por las piezas de la exposición, y quizá la única de manera satisfactoria, aunque no se pretenda periodizarla ni analizarla. Va desde su aplicación en una dirección apenas insinuada, como en la arquitectura en perspectiva fija de la iglesia gótica del cuadro Saint-Séverin de Robert Delaunay, o en el compromiso más bien complaciente de Jean Metzinger en LaLa hora del té“, de Jean Metzinger, que fue aclamado como la ”Mona Lisa del cubismo", ya que la sólida figura femenina es claramente reconocible, suavizando así el gusto del público. Continuando, encontramos cuadros mucho más ortodoxos, como El hombre con violín de Picasso, que muestra ya algunas de las declinaciones más extremas del cubismo analítico, donde la figura humana es apenas reconocible, deconstruida en innumerables secciones; y La cesta de peces de Georges Braque, elartista que, junto con el español, más experimentó con el alcance del cubismo, que en este bodegón presenta al sujeto polifacético en múltiples visiones, mientras que la luz y la sombra se distribuyen sin la búsqueda de ningún naturalismo, sino más bien avanzando hacia un tratamiento abstracto. Por otra parte, la complejidad de las geometrías se adelgaza y la paleta se hace cada vez más brillante en los ensayos de Juan Gris, mientras que los volúmenes descompuestos se convierten en escultura en los bronces del lituano Jacques Lipchitz.
La linfa del cubismo también sirvió para alimentar operaciones que se apartaban de la algidez analítica, como en el cuadro de Marchel Duchamp Yvonne y Magdeleine reducidas a jirones . El pintor, entre los protagonistas del arte Dadá y entre los artistas más influyentes de la historia, utilizó la descomposición cubista para fragmentar la imagen de las hermanas, en un cuadro que se vuelve grotesco y caricaturesco, adelantándose a ciertos desenlaces surrealistas. Pero, por otra parte, el genial pintor francés fue durante toda su vida un precursor de la época, y así,en el Retrato de la madre de Gustave Candel , pintado entre 1911-12, esbozó con realismo la parte superior del rostro y del cuerpo de una anciana que se injertaba en un pedestal, en una obra ciertamente expresionista, pero que ya parece conocer los famosos maniquíes de la metafísica y ese gusto por el sinsentido del surrealismo. El molinillo de chocolate (n1), pintado en 1913, muestra un ensayo pictórico de gélido tecnicismo, casi como si se tratara de un diseño mecánico, que ilustra el instrumento que llamó la atención del artista en el escaparate de una pastelería; en laobra, también quiso incluir un inserto de cuero preimpreso con el título de la máquina, dando así lugar a una temprana experimentación de esos ready-mades, la intrusión en el mundo del arte de objetos reales que sin sufrir modificación alguna reclamaban el título de obras maestras, lo que cambiaría para siempre el curso de la historia del arte.
Después del apogeo que se encuentra con los cuadros de Duchamp, todo parece un poco más tibio: no nos malinterpreten, hay otras obras maestras, pero no dejan de ser obras más estereotipadas, en las que ciertamente se reconoce el estilo vanguardista más típico, pero nada particularmente sorprendente. Y ni siquiera la aséptica organización de las salas parece realzarlas mucho. Quizá la confrontación más interesante tenga lugar en la pequeña sección “¿Tradiciones milenarias o novedades revolucionarias?”, donde al cuadro Purim de Marc Chagall , con referencias a la cultura judía pero también a las tradiciones populares rusas, se contrapone El tipógrafo de Fernand Léger: un canto no sólo a la modernidad del mundo laboral, sino también de la pintura, todavía descaradamente cubista, y de la gráfica.
El siguiente capítulo de la exposición presenta la exploración dela abstracción, y la sala desnuda está dominada por Círculos en un círculo de Kandinsky, obra sobre la que el propio pintor ruso escribió: "es el primer cuadro mío que pone en primer plano el tema de los círculos. Aquí, una galaxia de formas y colores interactúan en una composición lírica. También se encuentran en esta sección las bellas cabezas de Alexej von Jawlensky, en las que, a través del color y de algunos signos gráficos, el pintor sondea las derivas espirituales de la pintura; también hay un cuadro a caballo entre el futurismo y el cubismo de Lyonel Feininger y un cuadro de Léger, que la disposición cronológica dogmática ha colocado aquí, aunque tenga muy poco de abstracto. Y es sólo la cronología la que sostiene la siguiente sección, que sitúa a Max Ernst y sus obras surrealistas junto a los cuadros de cuentos de hadas de Marie Laurencin y las poéticas composiciones bañadas por la cálida luz mediterránea de Henri Matisse, en cualquier caso entre los cuadros más bellos de la exposición.
En la planta superior, la selección de los surrealistas, el grupo que abrió la puerta del inconsciente y lo onírico al arte, se anticipa a ese devorador del arte contemporáneo que es Picasso, el artista que consiguió a lo largo de su vida engarzar distintas influencias en una visión personalísima, logrando siempre resultados sorprendentes, como en Bañista, un proyecto de monumento. En este lienzo, el español asocia objetos aleatorios, respondiendo a la poética surrealista, pero con formas que aún recuerdan al cubismo. Entre los surrealistas, la última verdadera vanguardia de principios del siglo XX, la exposición incluye a Joan Miró, con sus imaginativos alfabetos; las energías primigenias eternizadas por Paul Klee, André Masson y Hans Arp, que evocan figuras biomórficas, como las que pueblan también el universo casi marino de Yves Tanguy, y que recuerdan al Bosco. Entre las intrusiones figuran las habituales de Braque y las abstracciones geométricas de Jean Hélion.
Las obras que cierran la exposición son las creadas en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, con la que la experiencia vanguardista prácticamente llegó a su fin. Entre ellas se encuentran dos composiciones de Piet Mondrian, el artista que fundó la corriente de estilo neoplástica, con la que liberó a la pintura de cualquier elemento vinculado al mundo natural, construyendo sus obras sobre tres elementos pivotantes: la línea, el plano y el color (limitado a los colores primarios y neutros). Sus obras aspiran a una continua búsqueda del equilibrio, casi como si el pintor encontrara el peso específico de cada color y lo equilibrara en sus sólidas líneas. “¿Acaso un azul no pesa el doble que un amarillo?”, parece sugerir el pintor. Desgraciadamente, hay que señalar que la fuerza de sus obras se ve hoy algo comprometida cuando se ven de cerca, ya que la compacidad de sus blancos en particular, pero también de sus otros colores, se ha desvanecido, el pigmento se ha difuminado y agrisado al envejecer, y la textura del soporte aflora, alterando de hecho las meticulosas proporciones que tanto habían interesado al pintor neerlandés.
Las dos últimas obras que encontramos son una escultura de Lipchitz, ya no cubista pero aparentemente deudora del famoso cuadro de Picasso Dos mujeres corriendo por la playa, y un crucifijo de Chagall. Los dos artistas judíos, y con ellos muchos otros, se vieron obligados a huir de las atrocidades del nazismo, dispersando algunas de las mejores energías de Europa, y cambiando pronto las coordenadas del arte, que vio cómo su epicentro se desplazaba de París a Nueva York, decretando así la suerte del arte en ultramar.
La exposición del Palazzo Blu es sin duda un acontecimiento agradable, pero no llega a la altura de las últimas grandes muestras que ha acumulado la institución pisana. La selección de obras resulta ciertamente insuficiente para agotar un discurso tan complejo como el de las Vanguardias, de hecho monolítico, privado de algunas de las experiencias más interesantes, como el Futurismo y el Dadá, por poner un ejemplo. Por otra parte, el rígido criterio cronológico combinado con la voluntad, sin embargo, de dividir las secciones por movimientos artísticos pone de manifiesto estas carencias y pone de manifiesto algunas simplificaciones inexplicables. Tal vez hubiera sido mejor liberarse del orden cronológico y construir en su lugar núcleos temáticos como ocurre, por ejemplo, en la comparación entre Chagall y Léger únicamente.
Por otra parte, hay que señalar positivamente que, en esta ocasión, el espacio ofrecido al visitante es más agradable de lo habitual, ya que los intrincados y no amplios espacios del palacio pisano están menos abarrotados, con una disposición parca comisariada por Cesare y Carlotta Mari, y hacen agradable la exposición de las obras, realzada también por las elecciones gráficas que caracterizan las secciones, vivas pero de buen gusto. En resumen, una exposición que sin duda no lamentamos haber visto, también gracias a una decena de obras maestras absolutas, pero que en caso de habérnosla perdido, quizá no tendríamos que lamentar mucho.
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