Es culpa de un muchacho que estudió medicina en la Suiza de finales del siglo XVII que hoy estemos acostumbrados a asumir, nos guste o no, dosis cada vez más masivas de nostalgia. Él fue el primero en plantearse el problema de codificar este sentimiento. Johannes Hofer, de diecinueve años, se licenció en medicina en Basilea en 1688 con una tesis sobre una extraña enfermedad que había estudiado en mercenarios suizos enviados a luchar lejos de casa. Lo que hizo después a lo largo de su carrera el Dr. Hofer casi nadie lo sabe. Su nombre está ligado a esa tesis, a ese artículo en el que inventó la nostalgia. Literalmente: fue él quien acuñó el término, impreso en grandes letras griegas en la portada de su dissertatio impresa en la imprenta de Jacob Bertsch. Era un calco casi literal del alemán Heimweh, que ya existía. El término alemán Heimweh, tan quejumbroso, tan poco persuasivo, que hasta entonces había sido utilizado a lo sumo por unos cuantos quejumbrosos habitantes de valles alejados de sus hogares, y que Hofer había hecho imprimir en caracteres góticos bajo la nueva expresión, se ponía un nuevo vestido para adquirir una connotación universal sin precedentes, además de un valor científico. Y así nació la nostalgia. Entre las páginas de una disertación de hace cuatro siglos. En aquella época se consideraba una enfermedad que necesitaba tratamiento, porque si en 1688 eras un mercenario suizo que, en lugar de luchar, pensaba en montañas y valles lejanos y quién sabe si volvería a verlos, entonces eras un problema. De hecho, un gran problema: la nostalgia significaba luchar sin motivación, luchar sin motivación significaba el riesgo de deserción. Y para los capitanes que suministraban mercenarios suizos a los franceses, la deserción significaba pérdida de dinero, porque ellos salían perdiendo, ya que la tarea de armar a los soldados no era responsabilidad suya. Por lo tanto, la necesidad de encontrar una cura para esa enfermedad se hizo sentir con fuerza.
Este es el punto de partida de la exposición que el Palacio Ducal de Génova dedica a la nostalgia. La portada de la tesis de Johannes Hofer colocada en el vestíbulo de entrada es una especie de portal, el inicio de un viaje en el tiempo a través de siglos de anhelos, tormentos, partidas, regresos, suspiros, fervores, luchas personales e invasiones colectivas. Demostrar que la nostalgia siempre ha estado ahí, siempre ha existido, a menudo ha guiado nuestros actos. No hay persona en el mundo que no haya sentido nostalgia al menos una vez, escribió recientemente Eugenio Borgna. “La nostalgia, y en particular la nostalgia herida por el paso del tiempo, que la dilata y la hace cada vez más acerba y dolorosa, cada vez más frágil y arcana, está entretejida de recuerdos, que tienen que ver con el pasado, y no con el futuro, con un pasado que o es luminoso y resplandeciente, o en cambio es oscuro y lacerante, y que nacen y mueren como mariposas frágiles y efímeras, etéreas y escurridizas”. Todo el mundo tiene un pasado en el que nadar unas brazadas en la superficie o en el que sumergirse para exploraciones profundas, largas y atormentadas. Por eso no es sólo un sentimiento “moderno”, como nos recuerda el título de la exposición(Nostalgia. La modernidad de un sentimiento del Renacimiento a la contemporaneidad, comisariada por Matteo Fochessati en colaboración con Anna Vyazemtseva). Es un sentimiento que siempre está presente en todas las épocas, y la nuestra no es una excepción; es uno de los sentimientos más vivos, más sentidos, de hecho es algo más: es un complejo de sentimientos, es un intrincado conjunto de emociones que trascienden espacios, tiempos, dimensiones de todo orden y tamaño, un conjunto que puede llevar a la parálisis o a la acción, al retroceso o a la revolución.
Quienes consideran que la nostalgia es un sentimiento obsoleto quizá vivan en una dimensión que nunca ha conocido Johannes Hofer, que nunca se ha cuestionado ese sentimiento que tanto nos gusta porque es dulce y amargo al mismo tiempo. Tanto que incluso se ha convertido en un producto. Quienes piensen que la sociedad actual es demasiado acelerada, demasiado acostumbrada a la rapidez de los cambios que nos impone la evolución tecnológica, demasiado ocupada en perseguir un presente que se desliza por su feed de Instagram como para perder el tiempo en añorar un pasado imposible de desenterrar, quizá deberían, digamos, ir a Versilia al menos una vez en la vida. Preferiblemente un fin de semana de verano. Y a ser posible en compañía de un amigo que trabaje en una agencia de comunicación. El amigo dirá que probablemente todos los gerentes de discotecas de Versilia han ido a la escuela de los publicistas y economistas estadounidenses que empezaron a hablar del marketing de la nostalgia a finales de los años ochenta. Alguien, en aquella época, debió de darse cuenta de que las decisiones de un consumidor pueden verse fuertemente influidas por una comunicación que se apoya en elementos capaces de recordarle el querido pasado difunto, de rememorar el clímax más excitante y divertido de su existencia, normalmente en torno a los veinte o veinticinco años, y, en consecuencia, de que la nostalgia es un producto con un potencial de ventas infinito. Desde hace años, Versilia es el campo de aplicación perfecto para el marketing de la nostalgia. Fabio Genovesi escribió que la nostalgia es el producto típico de Forte dei Marmi: “la ganga ideal, ya que la materia prima la proporcionan los propios consumidores, hombres y mujeres que llegan para recomprar sus veranos perdidos”. Aquí está por todas partes, pues, la nostalgia. En las discotecas de Versilia. En los programas de televisión que los sábados por la noche evocan las glorias de los sesenta-setenta-ochenta-nueve, y a cada espectador sus años dorados. En los anuncios que nos tragamos en un flujo continuo por todos los medios posibles, coches, películas, series de televisión, zapatos, gafas de sol, ropa elegante, ropa técnica, ropa deportiva, lavadoras, cámaras fotográficas, refrescos, videojuegos, bocadillos, muebles de bajo coste, relojes, jabones, detergentes, pasta, salsas, aperitivos, música. En los eslóganes con los que los líderes de las campañas electorales anestesian el sentido crítico de las masas que les siguen y les votan porque antaño las cosas eran más baratas, antaño habíaantaño había trabajo para todos, antaño los políticos robaban para los demás y no para sí mismos, antaño no había euro, antaño no había globalización, antaño no había esto, antaño había aquello. Pero, ¿por qué estamos tan apegados a lo que una vez fue? En Génova se intenta investigar la cuestión, con un preámbulo que no parte del Renacimiento, como sugiere el título, sino de mucho antes.
Veinticinco siglos antes de Hofer, Homero cantaba el sufrimiento de un héroe, Ulises, que ya no quería saber nada de guerras, batallas y líos varios y sólo quería volver a su casa, a su mujer, a su hijo, a su islita en medio del mar Jónico, pero los dioses, cínicos y adversos, no se lo permitieron. La nostalgia es literalmente el “dolor del regreso”. Y así, la personificación de laOdisea pintada por Ingres encierra, en esa figura triste y cogitabunda, atrapada lacerante sobre un fondo sombrío, todo el sentido de los tormentos de Ulises: La nostalgia es el deseo de volver a pasar lo que le queda de vida allí donde aún queda algún fragmento de su pasado, un pasado que le motiva, que le empuja a superar hechiceras y monstruos y divinidades vengativas para regresar al lugar donde se guardan sus afectos, su pasado, sus recuerdos. Es exactamente lo contrario de Eneas, el otro héroe de la Antigüedad que la exposición sitúa en la apertura del recorrido para confrontar inmediatamente al público con los dos caminos que se pueden tomar ante la nostalgia. Ulises quería recuperar lo que había perdido. Eneas era consciente de que lo que había perdido no podía devolverlo, porque ardía a sus espaldas: en el cuadro de Pompeo Batoni en los Museos Reales de Turín, su ciudad ya está abrasada por las llamas, según el topos iconográfico. Así que no queda más remedio que cargar sobre los hombros lo poco que conseguimos salvar (y que afortunadamente coincide con familiares, a lo sumo las estatuillas de los lari, para recordarnos que allá donde vayamos seguirá estando con nosotros nuestro hogar) y dirigirnos hacia otro destino.
Un destino que no es tan distinto del de tantos exiliados enumerados en la siguiente sala: un Dante Alighieri que se detiene frente a la Entella, en un trozo de paisaje ligur pintado por Tammar Luxoro, el célebre Foscolo pintado por François-Xavier Fabre, el genérico exiliado de Italia de Andrea Gastaldi. Nostalgia del hogar entonces, pero también conciencia de algo que ya no existe: la misma conciencia que movió a un Byron proactivo (la antigua Grecia ya no existe, pero eso sigue sin ser razón para no ayudar a los griegos a liberarse de la opresión otomana), y a Piranesi a convertirse probablemente en el primer experto en marketing de la nostalgia de la historia, ya que sus visiones de la antigua Roma despoblaron entre los viajeros del Grand Tour (aunque algunos, como Goethe, se sintieran decepcionados alllegada a Italia, porque en persona no podían tener esa sensación de magnífica y nostálgica grandeza en ruinas que los grabados de Piranesi habían sido capaces de inspirar cuando empezaron a planear su descenso bajo los Alpes). Los comisarios parecen querer decirnos que la nostalgia puede ser activa y pasiva, en definitiva. E inmediatamente después nos dicen, en una sala un tanto interlocutoria, que la sensación más adecuada para acompañar a la nostalgia puede ser justamente la melancolía: una sala explora, un tanto precipitadamente, este tema, otro tema tan vasto que ya ha tenido su propia exposición dedicada a él, en el Mart de Rovereto, el año pasado, construida en parte en torno a la Melancolía I de Durero, que también se expone en Génova. El buril de Durero es, por otra parte, uno de los dos motivos que incitan a los visitantes a detenerse en esta sala antes de proseguir su camino: El otro motivo es el Specchio d’acqua (Espejo de agua ) de Sexto Canegallo, pintor genovés recientemente revalorizado que trabajó su muy particular síntesis de simbolismo y divisionismo para lograr resultados originales como el que se expone, una elegía donde toda la naturaleza parece llorar junto a las tres figuras sentadas, lúgubres y apesadumbradas, a la orilla de un lago (porque, como sabemos, todo melancólico debe por contrato mirar una lámina de agua).
Las primeras habitaciones sirven, pues, para introducir el resto del recorrido, que es todo, hasta el final, un largo catálogo de diferentes formas de nostalgia. No exhaustivo, por supuesto, porque son demasiadas las formas que puede adoptar este complejo de emociones, el más proteico de todos. Comenzamos con Nostalgia del hogar , que contiene algunos de los puntos más álgidos y conmovedores de la exposición: las despedidas de los emigrantes que abandonaron Italia a principios del siglo XX en los barcos que los embarcaban y los llevaban a América resuenan en un famoso y conmovedor cuadro de Raffaello Gambogi, quizá el más poético sobre el tema de la emigración italiana de la época, y encuentran su eco natural en Migrantes del centro de residencia temporal, de Adrian Paci, la conocida performance della conocida performance del artista italo-albanés en la que un grupo de emigrantes permanece suspendido sobre la escalerilla móvil de un avión en plena pista de aterrizaje, alegoría de la angustiosa incertidumbre en la que a menudo se ven obligados a andar a tientas todos los que se encuentran en su condición. Los paneles de la sala evocan Estados de ánimo , de Umberto Boccioni, una de las obras más conmovedoras de la historia del arte, desgraciadamente no presente en la exposición. Sin embargo, hay un cuadro que de alguna manera ocupa su lugar, Salida matinal , de Luigi Selvatico, otra obra que no puede dejar de conmover profundamente a cualquiera que, en su vida, se haya visto obligado al menos una vez a despedirse de una persona. Quizá en una estación de tren. Tal vez con el cruel conocimiento de que esa persona, una vez en ese tren, se iría para siempre. Y entonces uno se entrega a la tristeza, como la mujer del cuadro de Selvatico, que se queda sola secándose las lágrimas mientras una molesta niebla invernal se cuela entre los andenes de la estación de Venecia. La nostalgia no es sólo de los que se van, es también de los que se quedan.
Una vez superados, al menos por el momento, los profundos abismos de la nostalgia íntima y personal, entramos en los pantanos de la nostalgia colectiva y política, a la que está dedicada gran parte de la exposición. Y la primera forma de nostalgia colectiva es la del paraíso, el suspiro por una edad de oro perdida, la era de la dicha primordial que se ha ido, acabada, sepultada bajo las mantas del desencanto, la tecnología, el progreso: es bien sabido que la añoranza de una época en la que el ser humano estaba en perfecta armonía con la naturaleza (suponiendo que esta época haya existido alguna vez) es otro motivo que trasciende las épocas e inspira, más allá de las diversas representaciones del paraíso (la de Jan Bruegel el Joven, llena de animales negros enfurecidos, es sabrosa: Evidentemente ya pensaban que la aparición del hombre en la Tierra no iba a ser un buen negocio), algunas escenas campestres de un Felice Carena o un Gisberto Ceracchini para quienes el paraíso es, bien a las claras, un prado donde relajarse con unas cuantas mujeres desnudas bañándose, al estilo de los conciertos campestres à la Tiziano y Tiziano y sus seguidores (Manet incluido) o, para el buen padre de familia, una campiña donde desperezarse con mujer e hijos a cuestas, a lo sumo regalándose unas lánguidas miradas a la primera oveja que pasa, quién sabe si en el recuerdo de las edades primordiales de un Piero di Cosimo donde hombres y animales vivían en armonía hasta el punto de compartirlo todo, todo, pero todo. Se oyen algunos crujidos en la sala contigua, dedicada a la nostalgia de lo clásico, donde el tema se resuelve de la más clásica de las maneras: referencias a los viajeros del Grand Tour con los habituales souvenirs d’Italie (elForo Romano de Giovanni Faure, una típica visión “turística” del siglo XIX, podríamos decir, o el Capriccio con ruinas de Michele Marieschi, un talentoso vedutista acostumbrado a trabajar para las manadas de extranjeros que invadían su Venecia ya en el siglo XVIII), pero también con algunos cuadros de acento más meditativo (los rudimentos delForo Romano, elacento más meditativo (las ruinas espectaculares e inquietantes de Federico Cortese, o el siniestro templo de Segesta de Émile-René Ménard), y luego el infaltable rappel à l’ordre, el clasicismo de los años veinte, que aquí toma la forma de las figuras mitológicas de De Chirico o del arqueólogo de De Pisis. En cambio, está ausente toda referencia al clasicismo renacentista, también porque las intenciones reformadoras de la clase intelectual del siglo XV no partían de un sentimiento de sufrimiento hacia el pasado, sino más bien de una nueva sensibilidad hacia la antigüedad, de nuevos estímulos, de una toma de conciencia de la brecha temporal entre el presente y el pasado, con la consiguiente carga de transformaciones que los clásicos habían sufrido en el lapso de tiempo transcurrido (“El mito de la antigüedad y su invocación preceden a la imitación de la antigüedad”, escribió Eugenio Garín, y “la decisión de una renovación no es la consecuencia sino la premisa del renacimiento efectivo, amplio y coral del clasicismo”).
Sin embargo, si la asunción de una mirada que no destila nostalgia (o, al menos, no en las formas que esta mirada habría asumido a partir del siglo XVIII) es válida para el clasicismo renacentista, también debería serlo en parte para el clasicismo utilizado para construir laimagen del régimen fascista, si se admite que el fascismo conservó rasgos de ese “nacionalismo modernista”, según la definición de Emilio Gentile, que fue típico de los movimientos intelectuales de vanguardia de la Italia de principios del siglo XX: “la tradición histórica, para el fascismo, no era un templo donde contemplar y venerar nostálgicamente la grandeza de glorias remotas, conservando intacta la memoria consagrada por los vestigios arqueológicos: la historia era un arsenal del que extraer mitos de movilización y legitimación de la acción política” (así el propio Gentile), y en consecuencia “el fascismo no tenía nostalgia de un reinado del pasado que reconstituir, no instauró el culto a la tradición como sublimación del pasado en una visión metafísica de un orden intangible, que preservar intacto, segregándolo del ritmo acelerado de la vida moderna”. Para Mussolini, el pasado era, en sus palabras, una “plataforma de combate para afrontar el futuro”. No era el recuerdo de una edad de oro que había que reevocar, o al menos no en el sentido más común, el de la reevocación como intento de búsqueda de un simulacro del pasado que luego hay que preservar de los ritmos frenéticos y masacrantes de la sociedad moderna. La idea, presentada en los paneles de las salas de exposición, de que los programas de las dictaduras del siglo XX preveían una especie de reacción ideológica a la idea de progreso, ya que éste se consideraría una amenaza para los pilares de la tradición, corre el riesgo de ser demasiado precipitada y de caer en una generalización excesiva. El fascismo no tenía ninguna aversión ideológica al progreso. Sin embargo, en la exposición el público encontrará un amplio abanico de cuadros que representan a los campesinos, supuestos guardianes de la tradición, a quienes iba dirigido el mensaje del Duce (textualmente: en el itinerario del visitante hay también un boceto de Luciano Ricchetti para un cuadro ganador del primer premio de Cremona en 1939, que representa a una familia de campesinos reunida para escuchar a Mussolini por la radio), y que sin duda eran exaltados por la propaganda fascista, pero no estaban reñidos con la ideología modernizadora del régimen. Otra cosa es el régimen nazi, evocado en la exposición por algunos cuadros de Ivo Saliger, expuestos sobre todo para ilustrar cómo el nazismo había tergiversado la estética winckelmanniana en nombre de un improbable ideal ario de belleza que figuraba entre los motivos capaces de inspirar las nefastas y sombrías consecuencias que todos conocemos.
Tras una coda con una sala dedicada a la nostalgia de la antigüedad, avanzamos hacia el final de la exposición con una parte ciertamente más lograda, de tonos más intimistas: Comienza con la “nostalgia de otra parte”, la añoranza de lugares lejanos y desconocidos que se expresa a través de pinturas que sueñan con tierras lejanas o reviven el recuerdo de ellas, como el Bagno pompeiano (Baño pompeyano ) de Domenico Morelli, que mezcla sugerencias orientalistas con intereses arqueológicos, o la Ora nostalgica sul Me Nam (Nostalgia al cuadrado) de Galileo Chini, una de sus pinturas más famosas del periodo de Siam (Siam, Italia). famosos cuadros del periodo de Siam (los dos años en los que fue llamado a trabajar en la corte del rey Rama VI), la misma tierra en la que estuvo Carlo Cesare Ferro Milone, también presente con uno de sus cuadros. A continuación, un pasaje de los “Destellos de nostalgia”, un pequeño desfile de figuras femeninas (quién sabe por qué sólo mujeres: quizá como contrapeso a los dos nostálgicos masculinos con los que se abría la exposición) atrapadas en actitud pensativa: Es la ocasión de ver un par de piezas de primer orden, como Fior di loto , de Amedeo Bocchi, o L ’innamorata del mare , de Pompeo Mariani, obras en las que la entonación melancólica y las referencias simbólicas tejen un denso tejido sentimental que atrapa al visitante y prepara el camino para las últimas salas, que figuran entre los puntos álgidos de la exposición. Los comisarios, en el final, quieren golpear el corazón del espectador exhumando recuerdos de la infancia: Nostalgia de la felicidad, en la última sala antes de la Capilla Ducal (y, por tanto, en la sala más íntima del Apartamento Ducal) es un conjunto de pinturas que tratan de evocar las larvas de la alegría, de la jovialidad de cuando uno era niño o adolescente: sucede en el Anfiteatro Manhattan Beach de Glenn O. Coleman. Manhattan Beach Amphitheatre, de Coleman, una vista a contraluz de un cine al aire libre y su público, Spiaggia del lido , de Ettore Tito, uno de los numerosos cuadros del pintor veneciano sobre el tema de los días despreocupados a la orilla del mar, y, sobre todo, Luna Park Parigi , de Giacomo Balla, una de las obras que merece la pena visitar, una vista nocturna de un parque de atracciones vagamente difuminada por la niebla del recuerdo, las luces de las atracciones al fondo iluminando la noche, las parejas agolpándose frente a las atracciones, una imagen viva, vivamente coloreada, de un parque infantil, una visión de la vida de un niño, una visión del pasado, una visión del futuro, una visión del futuro, una visión del futuro, una visión del futuro.agolpándose frente a las atracciones, una masa indistinta, con rostros irreconocibles, suspendida entre el sueño y el recuerdo, que se eleva desde abajo como una nube de fantasmas que regresan de un pasado feliz, para sacudir por un momento un presente que ya no tiene nada que ver con nada de lo que hay en el cuadro, con las luces, con las atracciones, con la felicidad. El cierre, pues, es una pequeña muestra de las respuestas que los artistas de la segunda mitad del siglo XX en adelante han dado a la nostalgia del infinito: la tesis de la exposición es que la nostalgia, en el sentido moderno, es a la vez sensación y conciencia de una pérdida permanente, mezclada con un sentimiento de “alejamiento de lo absoluto del universo”. En el arte contemporáneo, por el contrario, hay una tensión continua hacia ese infinito, un intento continuo de conectar con esa dimensión, que se expresa a través de una gran variedad de investigaciones: Las esculturas de Anish Kapoor (una de las escasas intervenciones respetuosas en la Capilla Ducal que hemos visto en los últimos años) sorprenden por su capacidad para desafiar la percepción de lo relativo, se va más allá del tiempo y del espacio con los cortes de Lucio Fontana, y se acaba perdiéndose en el azul infinito de Ettore Spalletti.
Son algunas de las pocas obras contemporáneas más nítidas de una exposición de la que cabía esperar un examen más profundo de los lenguajes actuales, aunque ese poco de contemporaneidad marque algunos de los momentos más intensos de una exposición viva que pasa de una época a otra, de un renacimiento a otro, para ofrecer un compendio de las obras más recientes.devolver un compendio de las diversas formas de nostalgia a un público cada vez más acostumbrado, quizá inconscientemente, a alimentarse de este sentimiento, un público cada vez más inducido a soñar con simulacros, cada vez más obligado a beber el sucedáneo de una maraña sentimental que antaño movía las plumas de los poetas y hoy mueve los cuadernos de los redactores publicitarios en busca de ideas para vender helados. Devolver la dignidad a uno de los sentimientos más nobles: esto es lo que parecen decir las obras que cuelgan de las paredes.
Articulada, larga, culta, llena de referencias, a veces incluso conmovedora, la exposición sobre la nostalgia en el Palacio Ducal tiene la densidad de un libro, el ritmo de una película, la fragancia de un viaje, con picos de viva intensidad que se alternan con momentos más lentos y quizá incluso conmovedores. alternando con momentos más lentos y quizás incluso algo aburridos, pausas, tomas, inmersiones, que terminan con una especie de revelación que amplía la mirada hacia una dimensión que ya ni siquiera es terrenal. Y es que la nostalgia no tiene dimensión terrenal: bien debía saberlo un visitante desconocido que, en una de las notas post-it que se distribuyen en la librería para dejar pegadas en la pared las propias reflexiones sobre el tema, escribió que la nostalgia es el olor de la eternidad. Quizá Borges también debió pensar algo parecido cuando escribió que la memoria tiende a la intemporalidad: “encerramos la felicidad de un pasado en una sola imagen; los atardeceres de rojos diversos que admiro cada tarde serán el recuerdo de una sola puesta de sol”. Lo mismo ocurre con la previsión: las esperanzas más incompatibles pueden coexistir sin perturbarse. En otras palabras: el estilo del deseo es la eternidad". La nostalgia es probablemente algo parecido. Un sentimiento que une todos los recuerdos, todas las esperanzas, el pasado, el presente y tal vez incluso el futuro, en la luz dorada y borrosa de un tiempo que nunca termina.
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