Un improbable elogio de Botero: es decir, del Botero que nos gustaría ver


Reseña de la exposición 'Botero', comisariada por Cristina Carrillo de Albornoz, Lina Botero (Roma, Palazzo Bonaparte, del 17 de septiembre de 2024 al 19 de enero de 2025).

Los años en los que Fernando Botero se introdujo en el mundo del arte, es decir, finales de la década de 1940 y principios de la de 1950, estuvieron marcados para Colombia por un clima social en el que la violencia estaba a la orden del día (como ocurre hoy con el dominio de una criminalidad despiadada). Este fue el caso de la sublevación civil que estalló tras el asesinato del presidente del Partido Liberal en 1948, que ensangrentó las calles de Bogotá causando más de trescientos mil muertos. Fue precisamente entonces cuando el joven Botero de Medellín se fue a vivir a Bogotá, y entre 1951 y 1952 realizó dos exposiciones en la galería del fotógrafo Leo Matiz. Con veinte años y fascinado por el muralismo de Rivera y C., Botero alimentaba su pasión por el barroco colonial, pero miraba hacia los artistas modernos: en particular, Gauguin y Picasso. En 1953, un golpe militar derrocó al gobierno conservador de Colombia y se hizo con el poder durante unos años, hasta 1957, cuando Botero expuso por primera vez en Estados Unidos: quería ser reconocido como artista y aspiraba a la fama. Decidió entonces salir de su país con destino a España y, desde Madrid, el periplo que emprendió por Europa le llevó a París y luego a Italia, a Florencia, donde, como él mismo diría, descubrió los encantos del Renacimiento, en particular de Paolo Uccello. El hilo de la rápida biografía, sin embargo, se desenreda y la historia entra casi inmediatamente en un estancamiento repetitivo que parece perderse en una especie de tiempo indefinido, estéticamente siempre igual a sí mismo, del que su pintura “explotada” hasta dimensiones monumentales parece caricaturizar el mundo y su propio tiempo sin arañazos. Sus dones y marionetas latinoamericanas se hinchan por una especie de cura de estrógenos, todos parecen padecer retención de líquidos y disfunción adiposa. Para Botero, no se trata de un síndrome ingenuo, al contrario, es el resultado de un descubrimiento propiamente artístico.

Conozco a más de una persona que considera a Botero el artista más sobrevalorado de la historia. Al fin y al cabo, tan “descomunal” juicio se corresponde fatal y especularmente con su “inflado” arte. ¿Cuándo tuvo Botero la revelación de su estilo? Un día, mientras dibujaba una mandolina, llegó al agujero de resonancia y lo hizo demasiado pequeño en relación con el tamaño correcto, pero como las relaciones entre las partes se mantenían, se preguntó qué ley daba al conjunto una monumentalidad basada en el volumen que daba fuerza a la figura: era la proporción de las partes en razón de la cual la mandolina como objeto, aunque pintada con el mayor realismo sobre el lienzo, tenía un lenguaje propio, distinto de la mandolina que podía tocar. ¿El descubrimiento del agua caliente? Claro, pero si uno nunca había pensado en ello antes, la regla del arte como armonía es sorprendente y puede cambiarte la vida. Durante medio siglo y más, Botero se ha ceñido a la regla y a su estilo. Sin duda, la confesión del artista tiene un valor caricaturesco de lo que llamamos arte. Sobre todo porque Botero logra el kitsch cuando toma ejemplos de la historia del arte a partir de los cuales crea lo que él llama “Versiones”, cuadros que reelaboran obras famosas de la pintura según el gigantismo de Botero.

Montaje de la exposición de Botero
Montaje de la exposición de Botero. Foto: Gianfranco Fortuna
Montaje de la exposición de Botero
Montaje de la exposición de Botero. Foto: Gianfranco Fortuna

En Roma, en el Palazzo Bonaparte de Piazza Venezia, dos plantas del edificio acogen la exposición de Botero organizada por Arthemisia, que también ofrece algunas obras inspiradas en autores como Mantegna, Piero della Francesca y Velázquez. Pero Botero, explayándose sobre su medida ampliada de la forma, dice recoger las sugerencias de las calles bogotanas, las animadas por las mujeres que pasean enjaezadas y por los hombres encerrados en sus ropas de pavoneo que las acompañan, o presenciando la vida de los campesinos contrapuesta a la de los soldados, los ras, los aprovechados y los bailarines. Sería, si se quiere, un intento de crítica social. Pero ¿cómo es que esas figuras, que podrían haber nacido de la mano de un bambuquero o de un madonnaro representando una especie de teatro cómico, no afectan a nuestras retinas como quisieran, sino que se comportan como imágenes decorativas? ¿Marionetas dilatadas en la forma que cuando se mueven no mueven el aire, ni desprenden olores o vapores, no comunican los sentimientos tan humanos de vidas reales aunque imaginarias?

Nos gustaría, por una vez, ver una exposición de Botero compuesta íntegramente por obras ejecutadas entre los veinte y los treinta años, cuando el problema del pan de cada día aún podía estar entre sus prioridades, a pesar de ser hijo de tenderos, junto a la necesidad de sobresalir en la pintura. Nos gustaría entender si la relación con Colombia, todavía herida por luchas políticas y golpes militares, encontró alguna vez en su pintura una respuesta fuera de la armonía de las formas que parece haber sido la única y constante preocupación de Botero durante más de medio siglo.

En la exposición se muestran escenas de masacres, crímenes pasionales, madres llorando a sus hijos muertos, algunas escenas inspiradas en los sucesos de tortura de Abu Ghraib. Pero todo cae en la ilustración desprovista de patetismo, la sangre no mancha y el sudor no apesta, el pis y la mierda se “decantan”, faltan las toxinas que el miedo, el dolor, el terror impregnan en las secreciones humanas. ¿Cómo es posible que se preste tanta atención a Abu Ghraib, y tan poca a los cárteles de la droga de los narcos colombianos, o al comercio bananero que hace ganar miles de millones de dólares a los capos del crimen? ¿Lapsus expositivos u omisión en aras de la caridad?

La pintura de Botero siempre tiene algo de inhumano, que no deja huella en la ropa del espectador, no araña nuestras retinas. La mano hinchada de un prisionero torturado, también ejecutada como escultura de bronce, no habla el lenguaje de la tragedia, sino que cae en la trampa de representar la tortura. El mal, su horrible hambre de inocencia, su abominación sin límites ávida de injusticia, nos enfrenta a lo que los expertos en comunicación llaman “palabras negras”, sonidos sin significado aunque paradójicamente sigan siendo palabras. El mal es un vacío inexplicable, lo más parecido a la nada que el hombre puede sentir. Es un límite que la razón no puede argumentar. Pero Botero habla, habla, pinta algo que no se puede pintar, y lo expande hasta ocupar una pared, de modo que el drama se convierte en una puesta en escena decorativa.

Me pregunto si un acto de crítica en busca de sus razones no corre el riesgo fatal de caer en un elogio involuntario de Botero. Ciertamente a contrapelo, respecto al sentir de muchos críticos, aunque entre los que han pecado sobre el pintor colombiano hay autores como Fumaroli, Testori, Almansi, Restany, Daix, y -hecho a no olvidar- entre las galerías que han propuesto su obra está la Marlborough de Nueva York y Madrid, la misma que expuso a Bacon en Londres. Y lo que es más, una exposición titulada El mundo barroco de Fernando Botero aterrizó en varias sedes internacionales.

Fernando Botero, Homenaje a Mantegna (1958; óleo sobre lienzo, 200 x 170 cm; Colección particular)
Fernando Botero, Homenaje a Mantegna (1958; óleo sobre lienzo, 200 x 170 cm; Colección Privada)
Fernando Botero, La pareja Arnolfini, De Van Eyck (2006; óleo sobre lienzo, 205 x 165 cm; Colección Privada)
Fernando Botero, La pareja Arnolfini, de Van Eyck (2006; óleo sobre lienzo, 205 x 165 cm; Colección Privada)
Fernando Botero, Madre e hijo (2004; óleo sobre lienzo, 37,5 x 44 cm; Colección particular)
Fernando Botero, Madre e hijo (2004; óleo sobre lienzo, 37,5 x 44 cm; Colección Privada)

Quizá el verdadero pecado sea confundir el Barroco tal y como lo conocemos en Europa con un Barroco que no es tanto el Barroco hiperdecorativo y simbolista del mundo colonial latinoamericano del siglo XVII, sino la pasión bulímica que determinó la forma expandida de Botero con cierta mecánica. El Barroco como tal no es sólo espacio para la imaginación, no es sólo fluidez y movimiento, el hacer gran percepción a través de los cinco sentidos; es también realismo y verosimilitud que no se detiene en la representación de tipos y pensamientos. En Botero, en cambio, se convierte en cliché, en una forma de aparecer en la escena del mundo que huye de las sensaciones fuertes reales, de las pasiones profundas que hacen irreductible la vida a una forma consoladora, armoniosa en sus proporciones pero temerosa de llegar hasta el final con un arte que es el universo paralelo y dilatado de la vida.

En este horizonte, incluso la belleza se convierte en un objeto contundente, que golpea y a veces hiere, pero que nos hace tocar la grandeza de nuestra condición. Para ver el umbral de lo humano en la pintura de Botero, tal vez sea necesario remontarse a cuando, en los años setenta y ochenta, el signo gráfico y el color expresaban en la imagen la nostalgia de lo perdido. Porque no cabe duda de que la llegada del artista colombiano a Occidente coincidió con el abandono de un aire de hogar que fue paulatinamente absorbido, como ciertos desodorantes que se comen los malos olores, por la pintura limpia y ornamental de los últimos treinta años de trabajo de Botero: la imaginería es más o menos la misma, pero el signo está inequívocamente diseñado para producir obras con una imaginería reconocible e inodora: un arte, si se quiere, del showroom internacional (con las exposiciones como propulsor).

En toda historia hay siempre una grieta por la que se filtra el recuerdo de cuando la vida transmitía sus pasiones: una confirmación de ello se encuentra en el Retrato del padre de Roma , de 1990, donde aquel mundo lejano se presenta aún a la mente del artista como si la memoria impidiera a las sinapsis organizarse según un esquema formal predeterminado por el mercado de la fama.


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