El error más grave que se puede cometer al montar una exposición de arte que debería tener la ironía como hilo conductor, es explicar dónde se esconde abrumándola con palabras y reflexiones. Pero, por otro lado, ¿qué hacer? La ironía es una “máquina célibe”, no admite explicaciones porque quitarle a la ironía el velo que la hace ambigua y hasta contradictoria significa doblegarla a la racionalidad, que desmonta la “máquina” en tantas piezas, pero al hacerlo dispersa en el aire el genio que la hizo ser lo que fue: una paradoja. En la ironía, sobre todo cuando se plasma en las formas del arte, el elemento verbal está casi siempre por encima de la “inutilidad” funcional de esta extraña manera de decir en la que se piensa lo contrario de lo que se afirma (tal vez). Quitarle el velo a la ironía es una broma de mal gusto. Como también nos recuerda Francesco Poli en un reciente libro suyo, L’ironia è una cosa seria (Johan & Levi): la ironía nunca debe ser enunciada, es decir, señalada o explicada, porque su modo de ser es suscitar la duda sobre lo que propone. Todos nos hemos dado cuenta de ello al menos una vez, cuando en público hemos oído a alguien hacer una afirmación e inmediatamente después decir que era “irónica”, por miedo a ser malinterpretados: pero la incomprensión forma parte de la ironía, y un mal uso de la retórica de la negación que le pertenece devalúa también la inteligencia del prójimo.
Los textos que explican las razones de una exposición sobre la ironía deberían limitarse al puro didactismo, en el que sólo se dice al espectador que se mueve en el interior de una cámara en la que no todo lo que ve es lo que parece. Y punto. Si uno se enfrenta entonces a un libro, la única vía, en mi opinión, sigue siendo laecfrasis, la analogía verbal que habla del concepto sublime en una obra sin nombrarlo jamás. Razonar, especular más allá del puro didactismo, traiciona el sentido mismo de la ironía, que debe considerarse, duchampianamente, un sinsentido irreductible a la lógica del rebus. Como el ready-made del gran bromista, el ilusionista supremo o le Grand fictif, como lo definió Jean Clair hace medio siglo.
Entonces, ¿cuántas preguntas plantea la exposición Facile ironia, inaugurada hace unos días en el MAMbo de Bolonia? ¿Hay más preguntas o prevalece la intención de explicar lo que escapa a la lógica racional? ¿Cómo se revela esta intención irónica? Hace mucho tiempo, uno de los grandes filósofos modernos, Vladimir Jankélévitch, escribió que la ironía consiste en plantear preguntas para hacer salir al adversario que quiere imponerse gracias a una especie de razonabilidad hipócrita: “la ironía -de hecho- es la mala conciencia de la hipocresía”.
Al comenzar su investigación sobre la ironía en el arte contemporáneo, Poli se pregunta por qué a menudo ha sido objeto de estudios filosóficos, estéticos, literarios y lingüísticos, “pero son inexplicablemente escasas las contribuciones críticas de cierto relieve que se centran en la incidencia de este fascinante y esquivo modo de expresión en las artes visuales”. Jankélévitch, en el que probablemente sea el estudio más importante sobre la ironía de los últimos siglos, publicado en 1936 y ampliado posteriormente en 1950 con el título L’ironie ou la Bonne conscience, ensayo que fue también un palimpsesto programático de toda su investigación filosófica, llega a afirmar que la especulación y el arte no son irónicos porque “carecen de la oscilación entre los extremos y del movimiento dialéctico de ida y vuelta de lo contrario a lo contrario”.
El discurso es un tanto elíptico, como lo es la ironía al fin y al cabo; para entenderlo hay que adentrarse primero, aunque sea brevemente, en la historia de este gran pensador francés. Nacido en el seno de una familia de judíos rusos emigrados a Francia, siempre fue fiel a sus raíces, aunque no era judío observante (a mediados de los años sesenta reprochó a Heidegger su apoyo al ataque alemán y nazi contra Rusia, suscitando una fuerte polémica). Profesor en varias universidades y en la Sorbona, donde ocupó la cátedra de Filosofía Moral (en 1968 figuró entre los catedráticos que apoyaron el Mayo francés), también demostró ser un notable musicólogo y pianista (escribió memorables ensayos sobre Debussy y lo inefable y sobre Liszt). Discípulo de Henri Bergson, a quien dedicó una exitosa monografía en 1931, fue un perspicaz intérprete del concepto de Je-ne-sais-quoi et le Presque-rien (el no-qué y el casi-nada), el instante que pone a prueba el ser, lo inefable, lo que no se puede decir. Jankélévitch lo llama charme: el “principio” de los “entes”, sin ser él mismo un ente, es decir, algo localizable en el espacio y en el tiempo, porque es más bien el testigo de la gratuidad total de lo real. La ironía se convierte en su dispositivo revelador porque en sí misma carece de finalidad, y cuando uno quiere reducirla a la crítica, se da cuenta de que en esencia se niega a sí misma una tarea que no le pertenece. La ironía, como bien observa Poli, “opera en el nivel de las estructuras lingüísticas, afectando al nivel de los significantes antes que al de los significados”. En el “cómo” antes que en el “qué”. Si la ironía, “la verdadera ironía... no necesita ser declarada”, MAMbo ha asumido una ardua tarea y paradójicamente ha querido declarar desde el título lo que la ironía no es ni puede ser: “fácil”. ¿Un título que funciona como un oxímoron?
Pero volvamos a Jankélévitch. No se atrinchera en el falso esquema de la ironía como hermana aristocrática del cómico o del bromista, sino que estudia la negación irreductible de la propia ironía a algo que hace reír: Severe ludit, porque “la ironía juega en serio”. En cambio, las reflexiones de Jankélévitch sobre las cualidades de la ironía son muy claras: “es lacónica, es discontinua, la ironía es una braquiología. Su estilo es elíptico”. Y citando a otro gran francés, Remy de Gourmont, la ironía es disolvente de estereotipos, es disociadora porque hace reaccionar las idées reçues con algo que allí y entonces nos parece “extraño”; que no es brutal sino sutil, ligero, antitrágico. La ironía es el arma fundamental de quien, como Sócrates, sabe que no sabe; “el arma del fuerte”, escribe Jankélévitch, “es la paciencia de un dios disfrazado de mendigo”. Esta metáfora del disimulo es una idea que podría descender del que fue considerado como un Sócrates prusiano, Johann Georg Hamann, también conocido como el “Mago del Norte”, gran pensador y crítico de la Ilustración, amigo en concordia discors de Kant. Hamann aborda el abandono de Dios en el Gólgota según una idea de la necedad que contiene en sí misma la ironía socrática: ’su ignorancia y su locura’. ¿Qué suprema ironía morir como hombre siendo también Dios? Pero para comprender esta misteriosa ’negligencia’ hay que ser capaz de ver debajo de ’todos los harapos y la basura divina’, argumentó Hamann. Y quizá el intérprete más agudo de esta paradoja fue Nietzsche cuando nos invita a pensar como si estuviéramos en una condición de extraña ceguera: “el ojo derecho no debe confiar en el izquierdo, y la luz se llamará oscuridad durante algún tiempo”. La finalidad de la ironía, en definitiva, es la ironía misma, no puede ser esclavizada como medio para librar batallas ideológicas; es un viático para el desenmascaramiento, una especie de retórica o juego lingüístico y una prueba de la sospecha que genera nuestro desencanto ante la ambigüedad de la realidad.
Asimismo, adentrándose en la problemática del arte, Poli sostiene que "una operación irónica tiene una auténtica función artística cuando no es un fin en sí misma, sino que logra socavar esquemas formales e iconográficos homologados. La vocación de desordenar las cartas vincula la ironía con un mito que viene de lejos, el del pícaro divino (véase Paul Radin) que en la mitología folclórica recibe el nombre de embaucador, literalmente “tramposo”, “estafador”, cuya amoralidad es proporcional a la misión de romper los estereotipos culturales para generar un nuevo orden de conocimiento. Un “timo” que se vuelve contra el autor si no se puede resistir la tentación de confesarlo. Por ejemplo, Ulises: es la imagen de la astucia, y la función del recurso irónico queda al descubierto en el episodio en que Odiseo ante el cíclope Polifemo dice llamarse Nadie; gracias a este engaño consigue escapar con sus hombres. Habiendo zarpado con la nave, Odiseo comete sin embargo el error de querer revelar la ironía que le ha salvado y, fanfarrón, grita al Cíclope que si está interesado en saber quién le ha engañado, pues que sepa que ha sido él, y que se llama Odiseo, el hijo de Laertes de Ítaca. Como sabemos, esta imprudencia le mete en muchos problemas. Desentrañar la ironía, pues, puede llegar a ser bastante serio.
El libro de Francesco Poli ofrece una panorámica de los principales registros de la ironía: humorístico, satírico, dramático, trágico, trascendental, lírico, melancólico, nihilista, paradójico. El hecho es que la ironía es todas estas cosas y ninguna de ellas. En la exposición del MAMbo, sin embargo, la “inefabilidad” parece volverse incluso superflua en unas obras que se descubren en una condición difícil precisamente porque forman parte de un contenedor que se dirige al espectador diciéndole todo lo que ves es irónico (empezando por los vivos colores de las paredes, diseñadas por Filippo Bisagni, como revelación del “fantasma rossiano”: el edificio, de hecho, es el resultado inacabado de la renovación de la Sala delle Ciminiere diseñada por Aldo Rossi).
La Mozzarella in carrozza de De Dominicis, obra de 1968-1970, deconstruye una realidad-metáfora y la reduce a una evidencia antifrástica con esa lustrosa mozzarella blanca que parece recién salida de su baño amniótico para “sentarse” graciosamente en el asiento del carruaje. Pero, ¿es esto realmente irónico, o se queda en el nivel del sarcasmo intelectual? Tal vez tenga algo que ver con los cantables que repetía cada noche en los cabarets de Montmartre la genialidad de los blagueursimprovisados activos en grupos con nombres cialtronescos como “Idrópatas”, “Incoherentes”, “Hirsutos” que animaban el París de finales del siglo XIX. Pero la ironía se pone de manifiesto en el mecanismo lingüístico que cuestiona los lugares comunes que circulan en la sociedad, y tal vez incluso atrae la crítica de los espectadores. Como en Le Déjeuner en fourrure, de Meret Oppenheim, que, con motivo de la exposición Fantastic Art, Dada, Surrealism celebrada en el Moma en 1936-1937, el entonces director Alfred Barr calificó de Service à thé en fourrure, confesando que “encarna la improbabilidad más extrema y extraña”: tan irritante es esa ironía para el respetable público de la época que -admite Barr- “decenas de miles de estadounidenses expresaron su ira, risa, disgusto o alegría”. Pero esto confirma que la ironía en la obra de arte es algo “irreductible” que provoca reacciones opuestas entre los espectadores, haciendo de su paradoja una sustancia que produce alergia.
¿Es irónica la Merda d’artista de Piero Manzoni? La descripción del producto, declarada externamente en la etiqueta pegada a la lata, es ciertamente irónica: “Contenido neto gr. 30. Conservado sin abrir. Conservado sin abrir. Producido y enlatado en mayo de 1961”. Pero la ironía permanece intacta siempre que se crea al artista que, con el gesto eclatante de la mierda enlatada, en realidad sólo pretende explicitar la gran hipocresía de la sociedad de consumo (es decir, la redistribución de la riqueza mediante un acceso más amplio a los bienes). La única manera de anular la ironía de Manzoni es coger un abrelatas y ver lo que contiene la lata. Pero para entonces el burgués de masas se habrá refutado a sí mismo aniquilando el excedente económico de la obra de arte (el kitsch convive aquí con el realismo capitalista de “ver para creer”).
Quizá el juego más interesante que nos proponen Lorenzo Balbi y Caterina Molteni, comisarios de la exposición del MAMbo (hasta el 7 de septiembre, catálogo Allemandi) sea poner a prueba la declarada “facilidad” trastocando su significado: pero laautoreversión del sentido se atasca en obras que quieren ser irónicas provocando la risa y el sarcasmo contra alguien. Como ocurre, por ejemplo, en el juego trivial provocado por la obra de Monica Bonvicini: la escultura en bronce de un antebrazo y una mano en el acto de agarrar-pesar algo sale de la pared a la altura de la entrepierna y pretende, como sugiere el título Prendili per le palle (que ya está explícito en la obra para ser pleonástico), criticar la trivialidad de Donald Trump y todo lo que representa: ironía fácil, en efecto. Menos divertido, sin embargo, que un famoso y grotesco cuento difundido quizás para contrarrestar otro bulo, el de la papa Juana. Según esta leyenda, todos los papas elegidos debían someterse a una “prueba de hombría” para certificar su masculinidad y evitar que una mujer acabara en la silla petrina. La mano de una persona encargada de la surrealista tarea -como la de Bonvicini- debía atestiguar que el recién elegido “habet testicolos duos, et bene pendentes!”. Una leyenda absurda (y completamente falsa), pero ¿quién puede decir que no inspiró también a Bonvincini su ironía antitrumpiana?
En varias secciones, la exposición desarrolla los diferentes modos de ironía artística: la ironía como paradoja, como juego, como crítica feminista, como instrumento de movilización política, como crítica institucional, como disparate. He aquí algunos ejemplos. De carácter más clásico e interno a cuestiones de forma artística son algunas obras que tienen su origen en momentos ya historiados del siglo pasado: El Gran Reptil de Pino Pascali, elAutorretrato de Vincenzo Agnetti con la inscripción “Cuando me vi no estaba allí” sustituyendo a la imagen del rostro, el melancólico Manichino pittore de Giorgio De Chirico, la lápida de Salvo con la inscripción “Salvo ha muerto”; mientras que instalaciones más contemporáneas como las palomas de Maurizio Cattelan o el oso polar de Paola Pivi parecen dirigidas a una crítica “lúdica” de situaciones emblemáticas de la actualidad (laaversión irreductible a las palomas que esparcen guano por todas partes en nuestras ciudades, pero que son contratadas por los turistas, igualmente irreductibles, para hacerse fotos en la Piazza Duomo de Milán o Venecia; o, la solidaridad con campañas de protección como “que nadie toque al oso”, polar o de los bosques, impulsadas por la actualidad, donde al oso, gracias al arte, le ha salido un pelaje amarillento parecido al plumaje de un pájaro).
Todavía del siglo pasado encontramos a Savinio, que hace volar sobre la alfombra una montaña de sus juguetes fantasmagóricos; y a Donghi con L’ammaestratrice di cani: ambos pertenecientes a la vertiente poética de la ironía, al igual que el “lienzo con manchas de aceite” de Bruno Munari, un verdadero calvario estético, así como la “Quadrettature” de Aldo Mondino; mientras que la sutil paradoja de los signos de colores de Lisa Ponti -una de las obras más irónicas de la exposición-, se convierte en una divertida crítica de los lenguajes artísticos heredados. Por el contrario, las secciones diseñadas con una función de crítica social y política pierden, en mi opinión, esa ironía específica que en el arte debería permanecer interna al pensamiento formalista y a la crítica de los lenguajes expresivos (un equilibrio que aún resiste, por ejemplo, en los collages sobre páginas de periódicos que Nanni Balestrini dedica a la sociedad italiana de los años sesenta), pero que a menudo se convierte en un medio de lucha política, perdiendo esa inefabilidad que es la ironía específica.
El secreto de todo esto se encierra en la ley de Duchamp: “n’importe quoi”. La “nada”, que sin embargo oculta algo. En esta paradoja que no depende de un significado explícito, sino que abre una puerta a la creatividad del hombre común, “todos somos artistas”, la ironía actúa como un purgante administrado a una idea académica del arte; por mucho que se convierta en una mistificación en gran parte del miserable arte conceptual actual, en Duchamp resiste la prueba al poner en escena diferentes canulares. En eso consiste el ready-made, lo ya hecho, que para Duchamp es un correlato objetivo de la ironía. Y es irónico porque niega lo que Duchamp afirma: “n’importe quoi”. Todo importa a Duchamp, y eso es lo que he intentado demostrar en el libro Out of Order. Notas para el mantenimiento de Marcel Duchamp, escrito en el 50 aniversario de su muerte. Cada obra del Grand Fictif parte de un trasfondo biográfico-existencial y la ironía se convierte en el caballo de Troya que introduce entre los muros de la sociedad hipócrita, haciendo del ready-made un enigma corrosivo para la mente. Y es el mismo disolvente que durante siglos ha diluido el pensamiento de tantos que se han encontrado frente a la Gioconda, figura enigmática que “sonríe bajo un bigote” que materialmente no tiene, pero que Duchamp le ha proporcionado interpretando el dicho popular. Treinta años antes, un famoso caricaturista, Sapeck, había dibujado a la Gioconda mientras fumaba en pipa en la exposición Arts Incohérents de 1883, no sólo ganándole la partida al pobre Duchamp, sino demostrando, podríamos decir hoy con retrospectiva, la diferencia entre humor e ironía. Y es al genio del pensador romántico Friedrich Schlegel a quien debemos esta aclaración fundamental de no reducir la ironía a un chiste, ya que casi siempre desprende un matiz trágico: “La ironía no significa otra cosa que la autodiversión del espíritu pensante, que a menudo se traduce en una sonrisa silenciosa; pero incluso esta sonrisa del espíritu esconde, sin embargo, un significado más profundo, otro significado más elevado que, no pocas veces, encierra en sí mismo una seriedad más sublime bajo una superficie serena”.
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