Quienes visitan habitualmente Génova y están familiarizados con sus tesoros sentirán sin duda una sensación insólita en cuanto entren en las Scuderie del Quirinale para sumergirse en el Superbarocco genovés, como reza el título de la exposición que reúne, frente a la Presidencia de la República, algunos de los frutos más deliciosos y brillantes de aquella fructífera temporada, de más de un siglo, que hizo de Génova una de las capitales del arte más espléndidas del mundo. El título, sólo aparentemente pop e impensado, juega con la crasis entre la definición, célebre hasta el estereotipo, que Petrarca utilizó en su Itinerarium para describir Génova (“ciudad regia, recostada sobre una colina alpina, soberbia por hombres y murallas, cuya sola apariencia la muestra señora del mar”), y la excepcionalidad del material recogido. Y es ante las piezas que los comisarios Jonathan Bober, Piero Boccardo y Franco Boggero han reunido en la Scuderie donde se percibe una sensación de extrañeza, si uno lleva mucho tiempo acostumbrado a ver esas obras entre las iglesias, palacios y museos de su ciudad, a veces dentro de sus contextos originales. Es como ver a un grupo de amigos, muy apegados a su ciudad, de viaje en Roma, y encontrarse con ellos en la Scuderie es como estar con ellos de viaje: permítanme la más que trivial, pero sincera comparación.
Sin embargo, los comisarios de Superbarocco han tenido sumo cuidado no sólo en reunir una selección bien representativa de lo que fueron las artes en Génova desde principios del siglo XVII hasta mediados del XVIII (el arco temporal de la exposición abarca desde las visitas de Rubens a Génova, la primera de las cuales se remonta a febrero de 1604, hasta la muerte de Alessandro Magnasco en 1749), sino también en no dejar desprotegida a la ciudad de origen: En primer lugar, porque es cierto que en las Scuderie se pueden admirar algunos hitos, pero los conservadores han trabajado para que Génova no quede desprovista de testimonios igualmente fundamentales. Y luego, porque a orillas del mar de Liguria se ha montado un colgante de Superbarocco, la exposición del Palazzo Ducale titulada Le forme della meraviglia, que ha traído a la ciudad obras raras de ver, bien porque se ocultan en colecciones privadas, bien porque se guardan en lugares lejanos. Así, si el San Ignacio de Rubens se ha trasladado temporalmente a Roma, la Circuncisión ha permanecido en su lugar. Si el Trattenimento in un giardino d’Albaro de Magnasco fue a parar a las Scuderie del Quirinale, dos obras suyas fundamentales fueron a parar al Palacio Ducal: los convictos de Burdeos y los frailes de Bassano. Por un Giovanni Andrea De Ferrari que se va,La embriaguez de Noé de la Accademia Ligustica, hay uno que llega (y qué llegada: elAbraham del Museo de Arte de San Luis prestado a Génova es una de sus mejores obras). Y también han llegado a Génova obras aún más importantes que las de Roma: pensemos en las pinturas del Museo Ringling de Domenico Fiasella. Además, en toda Liguria se ha organizado un rico programa de exposiciones destinadas a profundizar en el periodo superbarroco, lo que ha motivado repetidos regresos. En definitiva, un importante proyecto científico para hacer balance del siglo XVII en Génova, un gran instrumento de divulgación de gran alcance, que aunque se encontró a faltar, debido a las medidas de contención de la pandemia, desde su primera etapa, la exposición Superbarroco que exportó obras y juegos de palabras a la National Gallery de Washington, museo con el que se construyó la exposición romana, sigue siendo una obra de gran calidad y un catálogo, el de la exposición estadounidense cancelada, para dar cuenta de lo que el público habría visto al otro lado del océano.
El proyecto, explican los comisarios, nace también de la constatación de que pocos estudiosos de la historia no genoveses se han ocupado del siglo XVII en Génova, y de que ha habido pocas ocasiones de dar a conocer este patrimonio fuera de su contexto territorial: la última exposición sobre el tema se celebró en Fráncfort en 1992(Kunst in der Republik Genua 1528-1815). Por otra parte, también es cierto que los estudios locales sobre las artes en Génova en el siglo XVIII eran densos y repletos de resultados de alto nivel: A los nombres de grandes estudiosos como Ezia Gavazza y Ennio Poleggi, por citar sólo los dos primeros que me vienen a la mente, se han unido a lo largo de los años generaciones de estudiosos más jóvenes (algunos de los cuales han colaborado en Superbarocco), y se está formando una clase de estudiosos muy jóvenes con la misma pasión, impulsados también por las numerosas iniciativas (baste citar las Jornadas Rolli) y las numerosas exposiciones que, (exposiciones monográficas sobre artistas como Domenico Fiasella, Luciano Borzone, Sinibaldo Scorza, Domenico Piola, Anton Maria Maragliano, Alessandro Magnasco, etc., y las pequeñas pero muy densas exposiciones temáticas del Palazzo Spinola, el Palazzo Nicolosio Lomellino y muchos otros). En Génova existe, por tanto, y desde hace años, una efervescencia muy fuerte que ha dado resultados tangibles: los más evidentes son la vasta producción científica y divulgativa (monografías, catálogos, libros, ensayos, artículos) que ha surgido sobre el siglo XVII genovés y, elemento que ciertamente no hace daño, el número de viajeros que acuden a Génova específicamente para ver las obras del Siglo de los genoveses. Hoy, esta temporada continúa así con un proyecto internacional de gran alcance, que sin duda ampliará el público de los admiradores de las artes del siglo XVII en Génova, y que sienta las bases para una ampliación de la comprensión del Barroco genovés, que, según escriben los comisarios en el prefacio del catálogo, “casi nunca ha sido suficientemente comprendido o apreciado”.
El explosivo comienzo de la exposición se inicia con una sala que sitúa dos obras maestras de Rubens (Los milagros de San Ignacio de la iglesia del Gesù y el Retrato de Giovan Carlo Doria a caballo del palacio Spinola) junto al Sacrificio de Isaac de Orazio Gentileschi, y dos pinturas unÉxtasis de la Magdalena de Giulio Cesare Procaccini y un San Sebastián cuidado por Santa Irene de Simon Vouet, que indican inmediatamente la procedencia de algunas de las obras de la exposición fuera de Génova (es decir, de colecciones privadas, como el cuadro del francés, y de Estados Unidos, como el lienzo de Washington). Es una apertura que comunica inmediatamente al visitante una de las características típicas del barroco genovés: el hecho de estar abierto al mundo e influenciado por las enseñanzas de diferentes partes de Italia y Europa. Del mismo modo que la manera emiliana del siglo XVI había adquirido una dimensión internacional a partir de los intercambios entre los artistas activos entre Parma y Bolonia que trabajaban en Francia y los franceses que difundían las innovaciones de Fontainebleau en Italia, el siglo XVII en Génova se nutrió de los artistas flamencos que permanecieron en la ciudad (algunos de ellos como Cornelis de Wael, se instalarían más tarde aquí), de los pintores caravaggistas que pasaban por Génova (el propio Caravaggio, además, se alojó en la ciudad), de los propios genoveses que habían estado en Roma y habían traído de vuelta a Liguria las innovaciones que habían aprendido en tierras pontificias. La llegada de Rubens, en particular, fue chocante: “el contraste con el estilo local dominante, más bien abstracto y homogéneo”, escribe Bober en el catálogo, “fue realmente grande”, hasta el punto de que “los colegas genoveses apenas supieron reaccionar y ninguno le siguió en sentido estricto, aunque con el tiempo algunos asimilaron aspectos concretos de su estilo”. Es cierto que en Génova no hubo seguidores cercanos de Rubens, pero también lo es que todos se dieron cuenta, prosigue Bober, “de la grandiosidad de sus cuadros, del dinamismo y la inmediatez con que golpeaban los sentidos del observador”: los Milagros de San Ignacio y el propio retrato de Giovan Carlo Doria son dos manifiestos de este torbellino de novedad que llegó a Liguria desde Amberes.
Si en la primera sala se reúnen artistas de procedencias diferentes, pero que tenían en común el hecho de ser todos “extranjeros” (a los nombres antes citados hay que añadir al menos el de Bartolomeo Cavarozzi de Viterbo, no presente en la exposición, que desempeñó un papel importante en la difusión de las instancias de Caravaggio en Génova, papel que fue objeto de una de las exposiciones en profundidad en el Palazzo Spinola antes citadas), en la segunda sala empezamos a ver el efecto que la lección de los maestros extranjeros tuvo en la escuela local: Se presentan así dos artistas, Bernardo Strozzi y Gioacchino Assereto, bastante distantes en el tiempo, al estar separados por una diferencia de edad de dieciocho años, pero que transmiten bien la reacción de Génova ante el caravaggismo importado por Gentileschi y los ligures que habían estado en Roma, empezando por ejemplo por Fiasella de Sarzano, muy cercano a Merisi en la primera parte de su carrera. El tema de la recepción del caravaggismo en Génova fue abordado en profundidad por una gran exposición, El último Caravaggio, celebrada en 2018 en la Gallerie d’Italia de Milán, en la que estuvieron presentes tanto Strozzi como Assereto. El problema del caravaggismo de Strozzi ha llenado páginas muy interesantes de los estudios sobre el Barroco genovés, y si Franco Renzo Pesenti lo incluyó entre los responsables del “primer momento del caravaggismo en Génova”, Alessandro Morandotti en cambio consideró mucho más decisiva la influencia que Giulio Cesare Procaccini había ejercido sobre el capuchino, mientras que el costumbrismo caravaggesco se refería sobre todo a aspectos externos. Las Scuderie del Quirinale subrayaron de nuevo su “impronta marcadamente caravaggesca”, recordando también el hecho de que Strozzi copiaba obras de Caravaggio, aunque el artista se decantaría más tarde por el arte flamenco. Se mire como se mire, el resultado es una síntesis muy personal: véase la Virgen con el Niño y San Juan del Palazzo Rosso, con el bodegón del ángulo inferior derecho que recuerda al mejor Caravaggio, y con las típicas figuras llenas y sonrojadas que comunican la profunda meditación del artista sobre las lecciones de la Toscana de finales del siglo XVI, empezando por la de su maestro, Pietro Sorri. El caravaggismo subyacente de Gioacchino Assereto, uno de los pintores genoveses más “realistas” de principios del siglo XVII, está impregnado de una teatralidad lombarda: Así lo demuestran elAlejandro y el Diógenes llegados de la Gemäldegalerie de Berlín, y quizá aún más la Muerte de Catón que se encuentra en la quinta sala, obra posterior que se ve influida por el conocimiento de los efectos luministas de Matthias Stomer, artista que en Génova, aún deseoso de seguir a Morandotti, habría producido mayores disturbios que Caravaggio (aunque la lección de Merisi, como hemos dicho, fue ampliamente difundida en Liguria por sus seguidores).
Antes de pasar revista a las formas que adoptó el siglo XVII en Liguria hacia mediados de siglo, hay que visitar, por supuesto, la sala dedicada a Antoon van Dyck, uno de los pasajes más bellos de la exposición de Roma. De las obras maestras llegadas de fuera de Italia, su Retrato de Elena Grimaldi y la Diana de Valerio Castello, que llega dos salas más tarde, son sin duda las mejores piezas, que casi merecen toda la visita. El retrato de la noble, acompañada por un paje africano que sostiene su paraguas, se pone en diálogo con el de Paolina Adorno Brignole Sale, con el de Agostino Pallavicino y con otro símbolo del retrato de Van Dyck, el Anton Giulio Brignole Sale a caballo, que abarca casi diez años de la obra del artista flamenco, cuya lección fue perturbadora (casi todo el retrato genovés del siglo XVII siguió mirándole incluso décadas después), más incluso que la de Rubens: La poderosa pintura de Rubens fue diluida por Van Dyck de una manera más compuesta, apuntalada por “un dibujo refinado y una elegancia complaciente”, escribe Bober, que resultaban así más acordes con el gusto local, tanto para los artistas como para los clientes. Junto a las obras de Van Dyck, las de Cornelis de Wael atestiguan cómo también se recurría a Flandes para la pintura de género (las escenas especialmente concurridas de De Wael eran muy populares) y de paisaje.
También las naturalezas muertas, que se van encontrando a medida que avanza el recorrido, recuerdan las corrientes típicas del arte nórdico: las conexiones entre Génova y Flandes surgen de la Dispensa de Giacomo Legi, pintor de evidente origen flamenco pero del que sólo conocemos el nombre italianizado, cuya abundancia de frutas, verduras y aves de corral descritas con extrema minuciosidad nos remite a los bodegones de su compatriota Jan Roos, presente con una Entrada de animales en el Arca, y también un importante punto de referencia para la similar Dispensación de Anton Maria Vassallo, una especie de Rubens de todos nosotros (fue sin duda, entre los genoveses, el más cercano al gran pintor barroco) que destacó en temas religiosos y mitológicos, pero que no desdeñó las naturalezas muertas y, de hecho, como atestigua el cuadro de la National Gallery de Washington, también probó suerte en este género con gran provecho. Y Flandes también habría sido la fuente de esa particular vena animalista que sedujo a muchos excelentes pintores, empezando por el primero de la lista, Sinibaldo Scorza, al que se puede ver en la planta superior de la exposición con un asombroso dibujo a pluma y tinta procedente del Rijksmuseum de Ámsterdam, en la sala donde se ha instalado toda la producción sobre papel de la exposición y del que se hablará más adelante, y terminando por Grechetto, o Giovanni Benedetto Castiglione que, aunque conocido sobre todo por sus cuadros aunque conocido sobre todo por sus pinturas de animales, fue un artista viajero y ecléctico, capaz de producir obras maestras de gran verosimilitud cuando se trataba de insertar a sus queridos animales en las más diversas escenas que requerían una presencia conspicua de bestias (ejemplar es el Sacrificio a Pan con la oveja y la vaca que llegan por la derecha y que parecen vivas), pero también capaz de medirse con géneros considerados más desafiantes.
Y es precisamente Grechetto el protagonista de uno de los momentos más intensos de la exposición, laAdoración de los pastores de la iglesia de San Luca de Génova, verdadera síntesis de su talento, una composición diagonal, que recuerda las invenciones de Tiziano, una escena tumultuosa con referencias correggianas (la Virgen con el Niño, una pieza de una delicadeza extraordinaria), con un remolino de ángeles que todavía mira a Rubens, con la inserción de bodegones que un especialista como Castiglione no podía omitir, con el pastor que toca el fagot y que, escribe Bober, “parece un personaje de bacanal”. Junto a la que es una de las pinturas más conmovedoras que se pueden encontrar en las iglesias genovesas, hay un desfile de valiosos cuadros que narran los rumbos que tomaron los lenguajes de la Génova del siglo XVII en los años treinta: Van desde el naturalismo suavizado por vetas clasicistas que caracteriza la manera de Domenico Fiasella (Laimperturbabilidad de Anassarco) a la más esencial y emotiva de Giovanni Andrea De Ferrari (Laembriaguez de Noé), pasando por la gramática inmediata y a menudo dramática de Luciano Borzone, que injerta su caravaggismo en un sustrato cambiasco (El banquete de Rosmunda) y la intemperancia ya plenamente barroca de Valerio Castello, verdadero protagonista de la siguiente sección.
Es evidente, a estas alturas de la exposición, que no existe un único Barroco genovés: hay más de uno. La estructura republicana del Estado genovés y, por consiguiente, la ausencia de corte, impidieron la afirmación de un gusto unívoco y, por el contrario, facilitaron la difusión de un pluralismo que tiene pocos iguales, de una multitud de corrientes que nunca vieron prevalecer un pensamiento sobre otro: una situación extremadamente compuesta que, sin embargo, estaba en la base de la incomprensión que, a lo largo de los siglos, no facilitó la afirmación del arte que se producía en la ciudad (las razones, sin embargo, eran también otras: baste pensar en el hecho de que las artes del siglo XVII en Génova se expresaban sobre todo en privado, justo lo contrario de lo que sucedía en Roma). La proximidad de las obras de Valerio Castello a las de Fiasella, De Ferrari y Borzone es la imagen más evidente de esta pluralidad. Valerio, hijo del arte (su padre Bernardo también había sido un pintor de talento), miró primero hacia atrás, hacia Parmigianino y los grandes frescos de Perin del Vaga, se benefició de las lecciones de los maestros a los que se acercó (incluidos los propios Fiasella y De Ferrari), y se modeló sobre la fuerza de Rubens y la luz de Van Dyck para producir algunas de las obras más exuberantes y visionarias de su tiempo: su arte, como se ve en la espléndida Diana y Acteón con Pan y Syrinx llegada de West Palm Beach, es una mezcla de movimiento y refinamiento, de gran libertad compositiva y momentos de delicada dulzura. El suyo es uno de los lenguajes más revolucionarios de la época y arraigaría en muchos colegas: prueba de ello es, por ejemplo, laAdoración de los Magos de Bartolomeo Biscaino. La visita a la planta baja concluye con otro momento denso: pasamos de la figura particular de un pintor aislado, en muchos sentidos aún por descubrir y comprender, como Giulio Benso, presente con la singular, arremolinada, imaginativa y poco convencional Tentaciones de San Antonio de Pieve di Teco, una pintura difícil, animada por un “auténtico espíritu de contradicción” (así Franco Boggero), a las obras de Domenico Piola, que se convirtió en el líder de la escuela genovesa tras la peste de 1656 que redujo a la mitad la población de la ciudad, acabando también con los artistas (entre ellos el propio Valerio Castello) y cuyo arte pasó por varias temporadas (expuestos un lienzo juvenil, Job y sus hijos, y una obra maestra de su madurez, laAnunciación de la basílica del Vastato), hasta el primer gran escultor genovés del siglo XVII, el francés Pierre Puget, que llevó a Liguria las novedades de la gran escultura barroca romana, apreciables en el Rapto de Helena.
Subiendo las escaleras, en la primera sala nos encontramos con uno de los protagonistas más interesantes y quizá más olvidados de la segunda mitad del siglo XVII en Liguria, Bartolomeo Guidobono de Savona, que comenzó su carrera como ceramista, pero luego se distinguió como pintor admirable. Basta admirar dos obras llegadas del Palazzo Rosso, Lot embriagado por sus hijas y Abraham convite a los tres ángeles, que el historiador Carlo Giuseppe Ratti consideró entre los cuadros “de lo mejor que hizo”, opinando que los fuertes contrastes de claroscuro y los efectos de luz las hacían equívocas para obras de Guercino, “tanto son con fuerte y vigoroso impasto adombrati”. La síntesis muy particular de Guidobono, que combina “la gracia y la sensualidad de Correggio” (así Raffaella Besta) en la representación de las hijas de Lot y los ángeles de Abraham, reminiscencias del Véneto de principios del siglo XVII y “un interés específico por Castiglione , en una especie de afinidad estilística con todos aquellos pintores, en primer lugar Rubens, que reelaboraron la tradición colorista en un sentido barroco”, desembocaría después, en el cambio de siglo (véase el Céfiro y la Flora) en una pintura de tonos más delicados que ya anticipaba el siglo XVIII. En la sala siguiente no falta el gusto por la escultura: en el centro de la sala destaca una de las muchas máquinas del real, el gran campeón de la escultura en madera del siglo XVIII en Liguria, Anton Maria Maragliano, a quien se dedicó recientemente una importante exposición monográfica en Génova, en el Teatro del Falcone del Palazzo Reale. Se trata del Bautismo de Cristo, prestado por el Oratorio de San Juan Bautista de Pieve di Teco, una de las numerosas iglesias de las dos riberas ligures donde se encuentran los grupos procesionales de Maragliano: a su alrededor, obras de Pierre Puget, Alessandro Algardi y Domenico Guidi se alinean con los nombres de quienes renovaron la escultura local, que durante mucho tiempo fue a la zaga de la pintura.
Como ya se ha dicho, se ha dedicado una sala especial a la producción gráfica de los pintores genoveses del siglo XVII: es aquí donde el público puede observar algunas hojas preparatorias para los grandes frescos que siguen asombrando a los visitantes del Palazzi dei Rolli hasta el día de hoy. El Barroco genovés, como hemos dicho, fue un fenómeno principalmente privado, y es entre las casas de la aristocracia de la ciudad donde se encuentran algunos de los puntos culminantes de esta temporada: Los bocetos y dibujos de las Scuderie del Quirinale permiten al visitante imaginar el esplendor de estas suntuosas residencias (cabe mencionar también el ensayo de Giulio Sommariva sobre la imagen de los palacios genoveses en el catálogo), aunque no faltan láminas ajenas a este tipo de actividad, y el magnífico dibujo de Sinibaldo Scorza antes mencionado es quizá el mejor ejemplo de ello. No sólo láminas, sino también maquetas: ahí están, por ejemplo, las de Giovanni Battista Carlone para los frescos de San Siro, que ocupan casi una sala entera. Está la rapaz Apoteosis de la República de Génova, boceto de Domenico Piola para el fresco destinado a la Sala del Maggior Consiglio Ducale del Palacio Ducal, y colocado junto al ejecutado por su hijo Paolo Gerolamo. También está el boceto de Gregorio De Ferrari para el Solsticio de Verano en el Palazzo Rosso: así es como llega a Roma el encanto de una de las residencias más bellas de Génova. Y en una conexión ideal entre Génova y Roma está también el modelo del Triunfo del Nombre de Jesús en la Iglesia del Gesù de Roma, no lejos del Quirinal: su autor, como sabemos, es un genovés, ese Giovan Battista Gaulli que, devastado por la peste de 1656 porque perdió allí a toda su familia, decidió abandonar inmediatamente la ciudad e irse a Roma, para no volver nunca más a su patria. El Triunfo del Nombre de Jesús, inconcebible sin las experiencias previas de Piola y Castello, aunque puede considerarse la contrapartida pictórica de la escultura de Bernini, es una especie de pieza de Liguria en Roma.
Pasada la sala dedicada al “suntuoso barroco” de principios del siglo XVIII, con obras de altísima calidad de Paolo Gerolamo Piola de Marattesco y Domenico Parodi y Mulinaretto, artistas estos últimos que ya miraban más allá de los Alpes tras la entrada de Génova en la esfera de influencia de Francia, admiramos un paisaje de Carlo Antonio Tavella y llegamos al epílogo: la sala dedicada al “imprevisible” Alessandro Magnasco, un artista libre, inconformista, extraño, independiente, alejado de cualquier esquema y, por tanto, difícil de encasillar. Genovés de nacimiento, pasó en realidad la mayor parte de su vida en Milán y se nutrió de las fuentes más variadas: recurrió a la tradición local, a los Bamboccianti, a Salvator Rosa, a Giuseppe Maria Crespi, a los venecianos, y el resultado fue una pintura sin igual, tan rápida que parece casi improvisada, hecha de pinceladas vertiginosas, figuras apenas esbozadas y composiciones convulsas. Típico de su modus operandi es el San Agustín y el Niño, obra a cuatro manos con el paisajista Antonio Francesco Peruzzini, donde vuelve el motivo del mar tempestuoso, que se encuentra en muchas obras de Lissandrino, y donde las figuras de los dos protagonistas, diminutas en comparación con el paisaje y casi anticipando el gusto por lo sublime, se muestran con esa inmediatez casi abocetada que distingue el lenguaje de Magnasco. La verdadera obra maestra, sin embargo, es Trattenimento in un giardino di Albaro, préstamo excepcional del Palazzo Bianco, que pone punto final a la exposición: cuando la centenaria historia de la República de Génova tocaba a su fin, Magnasco pintó una recepción de aristócratas en las colinas de Albaro, en una opresiva vista hacia la llanura del Bisagno, donde no se ve el mar, pero se distinguen claramente esas figuritas de aristócratas que, como comediantes espectrales e inconscientes, se enfrentan a su ruina final.
Acompaña a la exposición un folleto de “Cinquanta parole superbe” (Cincuenta palabras magníficas), que se distribuye gratuitamente al público en la taquilla, y que proporciona una idea más amplia del contexto que produjo un Barroco tan polifónico como el de Génova. El folleto contiene pequeños resúmenes sobre la realidad social, cultural, económica y financiera que caracterizaba a la República de Génova en el periodo de la exposición, y que Andrea Zanini examina con más detalle en el ensayo de apertura del catálogo, una contribución que es un placer leer por la cantidad de información histórica interesante que consigue transmitir. Por otra parte, sería imposible entender el siglo XVII en Génova sin comprender lo que sucedía en el territorio de una República que, apretada entre los Apeninos y la costa ligur, pobre en recursos y materias primas debido a la geografía de un territorio impermeable y cicatero, supo basar su riqueza primero en el tráfico marítimo y después, cuando las rutas del comercio mundial se desplazaron del Mediterráneo al océano Atlántico, en las finanzas y la industria transformadora, sobre todo la de la seda. En este contexto actuó ese “patriciado activo y emprendedor” (así Zanini) capaz de intervenir en diversos sectores de la economía, lo suficientemente sagaz como para comprender que ciertas formas de Estado del bienestar eran indispensables para el bienestar de la república, mientras que una astuta política exterior de equilibrio y neutralidad lo era para su supervivencia. La “Civilización de los Palacios”, como la llamó Ennio Poleggi, repleta de aquellas obras de arte que darían vida al Barroco genovés, es la imagen más elocuente que nos queda hoy de aquel periodo histórico.
Por último, el catálogo es una herramienta sumamente eficaz que condensa en cinco ensayos útiles y concisos el estado de la cuestión sobre el periodo que examina la exposición: Además de la contribución de Zanini mencionada anteriormente y la de Sommariva sobre la arquitectura del siglo XVII, también hay ensayos sobre las relaciones entre artistas y mecenas, una contribución en cuatro partes de Boccardo y Boggero, un denso ensayo sobre la situación económica y laboral de los artistas en la República de Génova de Peter Lukehart, y un ensayo resumido sobre los “estilos barrocos genoveses” de Jonathan Bober. Las precisas entradas no contienen resúmenes bibliográficos, pero son densas en notas que remiten a la bibliografía general: nótese que las de las obras más conocidas prefieren centrarse en algunos aspectos peculiares, y para las más generales o conocidas remiten a publicaciones anteriores, citadas ampliamente y recogidas en el rico registro que concluye el volumen. En definitiva, para Génova, Superbarocco es un proyecto de gran valor, así como una importante oportunidad para promocionarse. Para el público de Italia y del mundo, es la primera vez en exactamente treinta años que la mayor parte de las perlas de aquella temporada se reúnen en un lugar distinto de su ciudad, en una exposición que parte de lo adquirido en los años noventa y atraviesa tres décadas de intensa y amplia investigación para llevar al Quirinale un itinerario actualizado y de alto nivel. Con el doble objetivo de dar a conocer los genoveses del siglo XVII al mayor número de personas posible, y de fomentar nuevos y aún más amplios estudios sobre el tema.
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