Quienes tengan ganas de ir o volver a ver, a finales de mes, el gran ciclo que Anselm Kiefer ha realizado para la Sala dello Scrutinio del Palacio Ducal, pueden hacer un ejercicio: registrar los comentarios de los visitantes que, tras pasar por la Sala del Maggior Consiglio, se detienen primero en la Sala della Quarantia Civil Nuova, donde Kiefer ha montado una especie de introibo a la gran instalación, y luego se arremolinan en la sala contigua, y se encuentran con las terribles visiones del artista alemán. Lo que surge es un mosaico de adjetivos en todos los idiomas que darán cuenta sobre todo de la potencia visual de Estos escritos, cuando se quemen, arrojarán por fin algo de luz (éste es el título de la obra, una cita del filósofo Andrea Emo Capodilista): “emocionante”, “apocalíptica”, “cautivadora”, “imponente”, “extraordinaria”, “grandiosa”. Algunos la llaman “experiencia inmersiva”, locución que suele utilizarse para indicar esos espectáculos de proyecciones de vídeo y fondos musicales que intentan conmover las obras de un Caravaggio o un Van Gogh. Es difícil, por no decir imposible, pronunciar el término quizá más adecuado: “angustioso”. Algunos llegarán quizás a sentir un poco de inquietud, pero es difícil que esta impresión se convierta en la sensación de opresión que se deriva de las cuestiones existenciales que plantea el arte de Kiefer.
Puesto que no existe una única verdad, ninguna verdad objetiva (y en este sentido el arte de Kiefer adopta los contornos de una contrapartida en imágenes al pensamiento de Andrea Emo, donde la filósofa escribió que “la verdad es siempre doble y ambigua es siempre doble y ambigua” y que “nada es menos sincero, simple, unívoco, idéntico y evidente que la verdad”), tampoco puede haber una interpretación unívoca para sus obras: Matthew Biro ha señalado que la indecidibilidad hermenéutica de las obras de Kiefer, consecuencia inevitable del pensamiento que siempre ha animado su arte, sugiere que para el artista alemán cualquier definición del mundo necesita ser “atemperada por el debate con otros en su propia comunidad...”, y que, en consecuencia, “el arte no puede ser interpretado de forma unívoca”.“y que, por consiguiente, ”el arte sólo puede inspirar un debate que conduzca al concepto de un posible sujeto colectivo, y no puede producir un sujeto per se“. Por el contrario, es a partir del conflicto de interpretaciones como la obra, según Kiefer, llega a construir una esfera pública. En la Sala dello Scrutinio, la ambigüedad de Kiefer opera a través de la translocación de la historia de Venecia: los textos que Janne Sirén, comisaria de la exposición junto con Gabriella Belli, ha preparado para describir las ocho obras monumentales dispuestas a lo largo de los laterales de la sala narran un ”Ciclo de Venecia“ que se quisiera sin principio y sin final preciso, pero facilitan una lectura que parte de una laguna deshabitada, refugio de los primeros pescadores que se establecieron aquí a finales de la Antigüedad, pasando por los momentos de gloria, opulencia y riqueza (los carritos de la compra, nos informan las tarjetas, son una metáfora de la sucesión de los dux, y luego vemos formas submarinas que recuerdan los barcos que surcaban el Adriático desde la ciudad), y luego Luego vemos formas submarinas que evocan las naves que surcaban el Adriático desde la ciudad, y de nuevo el perfil del Palacio Ducal, el estandarte del León de San Marcos ondeando al viento), y pasando por la Venecia moderna de los turistas (cerca del Palacio Ducal vemos los perfiles de viajeros con mochilas al hombro) llegamos a una especie de epifanía final que, en completa abstracción, ”no representa nada y todo".
En el arte de Kiefer siempre ha existido un vínculo indisoluble entre destrucción y creación, que la no nueva yuxtaposición con Andrea Emo ha hecho más evidente. El filósofo veneciano escribió que “el ars magna, que es el patrón de todo arte, de toda fe, de toda sabiduría, es la destrucción de las imágenes - de las imágenes de las que somos prisioneros cuando no somos más que un espejo de ellas y que resucitan como la imagen de nuestra liberación cuando las hemos destruido”. La misma cita colocada en el título de la exposición recuerda un conocido fragmento de Heráclito (“Este orden universal, que es el mismo para todos, no fue hecho por ningún dios ni por ningún hombre, sino que siempre fue, es y será fuego vivo, que se enciende y se apaga según su justa medida”) en el que ocupa un lugar central el elemento fuego, elemento también querido por Andrea Emo, entidad mutable y constante, y según Heráclito principio de todas las cosas. Al hacer del fuego el elemento fundador de su instalación, Kiefer, además de la obvia referencia al incendio que destruyó esta parte del Palacio Ducal en 1577 y dio lugar a la creación de las nuevas decoraciones de la Sala del Maggior Consiglio (de aquellas llamas surgió una de las obras maestras de arte más impresionantes del mundo), también hace del fuego un elemento central de su instalación. obras maestras impresionantes del arte moderno, el Paraíso de Tintoretto) y la propia Sala de Escrutinio, también pretende señalar a sí mismo y al público algunos problemas importantes de la creación artística, que incluyen las dimensiones de la negación y la transformación.
Por eso las obras de Kiefer aparecen, podría decirse, como la negación de sí mismas. Aquí y allá, elementos surgidos de una redacción anterior aparecen como atrapados por las groseras superfetaciones que Kiefer añade continuamente a lo que había elaborado antes. A veces la superficie de las pinturas (suponiendo que sea posible considerarlas como tales) aparece oxidada, hasta el punto de oscurecer la visión de todo lo que existía antes. Las propias imágenes están descoloridas, desgastadas, fantasmales: la sombra del Palacio Ducal, el estandarte rasgado, la procesión de los muertos, una suma de motivos que, según sugiere Janne Sirén al público, representa el énfasis más inmediato de la visión nihilista que Kiefer tiene de la historia, un ciclo continuo de ascenso y caída de las civilizaciones. Siempre refiriéndose a Emo: “La metamorfosis es siempre una transformación de la forma. Toda nuestra vida opera en este sentido y la historia parece tener este propósito de la transformación de lo real en forma; toda nuestra vida es una metamorfosis. La metamorfosis no es el paso de una forma a otra, sino el paso de lo informe, de lo inmediato, a la forma”. Este es el proceso al que Kiefer ha intentado dar forma en las salas del Palacio Ducal, un ciclo continuo de nacimiento, transformación, regeneración que se origina en la materia pura y perece inexorablemente a través de diferentes etapas: aplicar este pensamiento a la historia de Venecia significa, para Kiefer, adoptar una actitud crítica hacia el pasado (y también hacia el futuro). Una actitud no exenta de ambigüedad en un momento en que la dialéctica del artista alemán oscila constantemente entre la destrucción y la generación. Y, por último, una actitud que no descubrimos en la Sala del Escrutinio. Si es cierto lo que decía el propio Emo, a saber, que no hay novedad más que en la memoria y que lo nuevo nace cuando sabemos renunciar a lo nuevo, hay que subrayar con una pizca de ironía que es en la ausencia de novedad donde reside el resultado más interesante, íntimamente filosófico y supremamente coherente del ciclo de Kiefer.
Encontramos en el ciclo del Palacio Ducal elementos que han hecho estragos en el arte de Kiefer desde al menos los años setenta. Los campos calcinados y desolados, con sus altos horizontes, consiguen captar al espectador y sugerirle la sensación de que se mueve dentro del mundo de Kiefer (una sensación que, según escribió de nuevo Biro, “crea una fuerte sensación de ’lugar’ o ’posicionamiento’ en relación con el campo descrito en el cuadro y, por tanto, engendra potencialmente la conciencia por parte del espectador”). La idea de un paisaje sobre el que intervienen elementos que lo transforman hasta disolverlo en la nada, como ocurría en una obra de 1974, Ausbrennen des Landkreises Buchen, y donde, además, el elemento en cuestión era el fuego. Un paisaje de ruinas donde Kiefer se presenta, paradójicamente, “a la vez como fuente y como objeto de violencia estética” (de nuevo Biro). Las propias imágenes traen a la memoria la serie de obras que Kiefer había expuesto en 2018 en Thaddaeus Ropac de París para la exposición Für Andrea Emo: intrincados paisajes de ramas secas, madera, resina, objetos, paja, ceniza con virtuosismos variados (como las pinceladas que sugieren el movimiento fluido del agua) se alinearon en el gran cobertizo de Pantin, a las afueras de la capital francesa, para traducir en imágenes el pensamiento nihilista de Andrea Emo, dando pleno contenido a la idea de que una imagen siempre borra una anterior. Por eso Massimo Donà, el “descubridor” de Andrea Emo, señalaba con acierto en un libro reciente que, para Kiefer, el mayor iconoclasta es el propio pintor, y que para él el arte “no aspira a la definición acabada de la obra, o más bien a su perfección definitiva”: uno de los principales méritos de Kiefer sería, por tanto, el de haber madurado esta conciencia, y en consecuencia sus obras “son todas una interrogación”, escribe Donà, condición que revela, cabría añadir, el inmediato contraste con un presente hecho de polarizaciones y esquematismos, donde aparentemente no hay espacio para la indecisión kieferiana, y donde por tanto la única posibilidad que queda es probablemente limitarse a sentir alguna forma de éxtasis atónito ante el torbellino de imágenes que Kiefer dispone en el interior de la Sala de Escrutinio.
El aspecto más interesante de la operación, sin embargo, se refiere a la reflexión que el ciclo impone sobre el papel que el arte debe desempeñar de cara al público. Los hechos: durante seis meses, la obra de Kiefer cubre las pinturas de la Sala dello Scrutinio, la sala donde se celebraban los escrutinios electorales para el nombramiento del dux. La decoración, ejecutada por algunos de los principales artistas activos en Venecia entre los siglos XVI y XVII (Tintoretto, Palma el Joven, Andrea Vicentino, Pietro Liberi, Pietro Bellotti, Antonio Aliense, Sante Peranda), relata ocho siglos de batallas ganadas por los venecianos desde 809 hasta 1656. Durante seis meses, el público no puede verlas: la comisión, es decir, la dirección de la Fondazione Musei Civici di Venezia, ha impuesto perentoriamente el ciclo de Kiefer. En la presentación de la exposición se habla de un “gran desafío”, consistente por una parte en “devolver la pintura, aunque sea temporalmente, después de casi trescientos años”, a las salas del Palacio Ducal, y por otra en trabajar “junto a los grandes pintores del pasado llamados por el Senado de la República para volver a pintar en las paredes de la Sala dello Scrutinio, tras el devastador incendio de 1577, la gloria de Venecia, por mar y por tierra”. Pero, ¿cuál es el reto? Llevar obras de uno de los artistas más aclamados del mundo a uno de los museos más visitados de Italia, visitado cada día por cientos de turistas que no dudan en pagar una cuantiosa entrada (30 euros la entrada completa) sólo para admirar el esplendor de la República de Venecia, no es un reto: el resultado es fácil, seguro, garantizado, se da por descontado. Un espléndido escaparate para Gagosian, se podría añadir de forma un tanto populista: de hecho, el espacio público (porque así es el Palacio Ducal) se convierte durante seis meses en una especie de prolongación de su galería. Habría sido entonces más desafiante, e incluso más innovador, traer a Kiefer a Mestre. El gran artista aceptando el reto de medirse con la periferia (y sin duda habría sido capaz de hacerlo), porque medirse con Tintoretto y el Palacio Ducal no requiere mucho: para un artista como Kiefer, la presencia es suficiente.
En segundo lugar, cabría recordar que el Palacio Ducal no es un museo, o al menos no en el sentido que habita en el imaginario colectivo, el de una colección de objetos que, en un momento preciso o en diversas etapas de la historia, han conformado una colección que ahora se muestra al público. Aunque la lógica de consumo del Palacio Ducal sea la de un espacio museístico (se hace cola para entrar, se paga una entrada, hay carteles explicativos de salas y obras de arte, hay custodios y guías, se termina la visita en una tienda donde se venden libros temáticos y recuerdos), el Palacio Ducal no es un museo: es una antigua sede institucional que ha permanecido prácticamente inalterada desde el año en que Venecia perdió su independencia. Un lugar intacto. Y se podría decir entonces, sin miedo a transmitir otro pensamiento que pudiera percibirse como marcado por alguna vena populista, que si ese lugar ha permanecido intacto, entonces quizás debería seguir siéndolo, independientemente de que la intervención de Kiefer sea temporal (aunque no faltan ocasionales comentaristas en las redes sociales que piden que se prolongue la duración de la exposición): si la Sala de Escrutinio sigue siendo la misma desde hace tres siglos, nos gustaría poder seguir contemplando el resultado de esta conservación sin impedimentos, sobre todo teniendo en cuenta que Kiefer nunca ha ocultado su amor por Tintoretto, declaradamente su artista favorito. Si una intervención como la de Kiefer podría admitirse para un museo, donde las obras suelen trasladarse continuamente (aunque incluso dentro de los museos hay muchos contextos que podemos considerar historiados), la digestión se hace decididamente más atormentada ante cualquier entrada en las salas del Palacio Ducal, sobre todo si el resultado interfiere con las estancias.
¿Cuál es entonces la importancia, más que de la obra en sí, de haberla encargado? ¿Es posible que el ciclo de Venecia active alguna forma de reflexión sobre el significado del “arte público”, como defiende Salvatore Settis al hablar de la exposición en las páginas de Engramma, preguntándose si el arte debe reflejar preocupaciones políticas o culturales elegidas por el comisario, presentarse como una suma de valores, actuar como un manifiesto? ¿O no es más que otro truco efímero hecho para coincidir con la Bienal de Venecia? ¿Consigue el ciclo de Venecia inculcar en el público la necesidad y la urgencia de esa actividad que, según Settis, escasea hoy en día, a saber, “pararse a pensar”? Dejando a un lado por el momento las consideraciones sobre la relevancia (o irrelevancia) del artista visual en el debate público, la obra de Kiefer probablemente no tenga más éxito bajo este prisma que Venecia por sí misma: esa historia de nacimiento, esplendor y caída que Kiefer despliega en sus ocho paneles es la misma que se respira al pasear por la ciudad, tanto de día, cuando las multitudes de turistas que la recorren a lo largo y ancho muestran su lado más genuina y parlanchina de la Venecia actual, como por la noche, cuando las voces se apagan y las sombras de su pasado inspiran actitudes meditativas al reflejarse en esa agua donde, según Brodskij, también está impreso el futuro de Venecia y su función en el universo.
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