Si tenemos en cuenta que el nacimiento del cómic americano duró, aproximadamente, de 1933 a 1938, y alcanzó su punto álgido con el mito de Superman, no es de extrañar que el interés de Roberto Matta por el cómic fuera, por así decirlo, de primera hora. Y, por otra parte, resulta aún menos sorprendente que Clement Greenberg, el crítico norteamericano más importante de la época de las vanguardias, al publicar su ensayo Avant-garde and Kitsch en la “Partisan Review” en 1939, sintiera aversión por el pintor chileno precisamente por ciertas afinidades con el lenguaje del cómic, que el crítico veía como humo y espejos, considerándolo una manifestación casi total del kitsch (y una causa coadyuvante de la crisis social que de hecho fomentó la cruzada moral contra el cómic tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, como uno de los chivos expiatorios de un malestar juvenil sintomatizado por el cómic y las drogas: y dado que el 90% de los jóvenes de la época leían cómics, parecía una causa obvia de malestar social).
Matta era consciente de esta relación que el arte estaba estableciendo con el kitsch: era, de hecho, el nuevo medio que contaba historias en un lenguaje bizarro y grotesco. El kitsch que interesaba a los artistas pretendía ser un movimiento crítico hacia el mundo contemporáneo. Pero el resultado fue que, en una cultura de masas, si acatas sus reglas, te ves absorbido: es lo que ocurrió más tarde con el Pop Art, dado que la intención de Rauschenberg, Lichtenstein y Warhol era la crítica a la sociedad de consumo.
Mientras tanto, la vanguardia de Greenberg encarnaba una idea muy americana, clásica a su manera, según la cual el arte adquiere dignidad propia en la medida en que expresa un sentimiento autóctono (como es el caso de Pollock, por ejemplo), pero el mismo discurso de Greenberg podría aplicarse a Rafael, el clásico de los clásicos. Y es en esta convicción en la que el crítico norteamericano basa su batalla antiacadémica, argumentando, quizá sorprendentemente, que "lo kitsch es académico, y todo lo académico es kitsch". En esta línea estigmatiza precisamente a la retaguardia. ¿Qué intenta atestiguar Greenberg? La vergüenza de la América aristocrática de herencia europea que, partiendo de su propio gusto elitista, juzga los productos de la cultura de masas, y en este caso los cómics, la expresión de un gusto “popular, comercial, ilustrativo, bajo”. Para combatir el midcult, la vanguardia abstracta se convierte a los ojos de Greenberg en el momento clásico que niega el academicismo figurativo y se opone a la cultura de masas, porque expresa la prosaicidad estética a la que, en efecto, está expuesta toda forma que busque un espacio creativo. Moraleja, crear en una sociedad de consumo empuja incluso al artista más astuto y consciente hacia el kitsch.
Matta, recién licenciado en arquitectura, a los veintitrés años se marchó a París, donde conoció a artistas de la talla de Rafael Alberti y Federico García Lorca, entró en el estudio de Le Corbusier y se incorporó al surrealismo, donde elaboró su propio coeficiente estético a través del concepto de “morfología psicológica”. El mundo se preparaba para estallar en una nueva guerra y Matta, mientras tanto, viajaba por Europa conociendo a otros grandes protagonistas, de Moore a Dalí y Magritte, pasando por De Chirico. Poco antes de que comience la guerra, Matta decide viajar a Estados Unidos. Ser moderno parece significar abrazar un lenguaje que se niega a adherirse a la imitación de la realidad tal como se predica en las academias; o bien, que va más allá de la idea clásica de realidad, desplazando sus referencias al espacio psíquico, según los nuevos parámetros psicoanalíticos. Se multiplican los manifiestos y pensamientos que consideran académico cualquier lenguaje que se apoye en la figuración. América es el corazón, al otro lado del océano, donde se predica el nuevo verbo. Después de grabar el Armory Show, la primera exposición-feria americana de arte independiente, después de invocar para el nuevo arte una estética furiosa, que tiene su icono sagrado en el orificio de un baño público, después de montar el maletín de Bird in Space, una escultura de Brancusi detenida en la aduana delultramar para ser gravada como un artefacto común y no como una obra de arte sublime; aquí Duchamp se ha convertido en el santón de la intelligentsia americana que impondrá el nuevo mito en el cambio de las dos guerras mundiales: el arte abstracto y minimalista.
El expresionismo abstracto americano fue también desde el principio y para siempre un misticismo del arte, con momentos de verdadera espiritualidad y otros de inmanencia bruta. Pero el kitsch es algo totalmente distinto: hoy, por ejemplo, ya no es un estilo, ya no es una estética del objeto, es, podríamos decir, una cultura que ya no actúa en una perspectiva del bien y del mal (el mal gusto que corrompe), sino que celebra el presente como indiferencia al ser, porque la cultura misma ya no es más que comunicación más allá de las limitaciones morales. El modelo que más se le acerca es el Arlequín, el genio malévolo que en las sociedades primitivas y míticas destruye o desacredita para afirmar su principio subyacente: la cultura es una continua convulsión que demuele para reconstruir; socavando toda presunción de futuro y, a la inversa, obligando al ángel de la Historia a avanzar con la mirada vuelta hacia el pasado para no caer en el agujero negro.
Pero éste no es el kitsch que pretende Greenberg, todavía demasiado condicionado culturalmente por una idea opuesta de pasado y futuro. Retoma el pensamiento de Dwight Macdonald, sociólogo autor de las célebres Masscult y Midcult. El kitsch -para los dos críticos estadounidenses- es el midcult que domina cierto tipo de literatura popular, ilustraciones, publicidad, portadas de revistas (como las de Norman Rockwell, consideradas “realismo romántico”), Hollywood y, por tanto, el cómic. ¿Dónde reside el punto crítico? En la dificultad de deshacerse del kitsch porque “tiene la capacidad de contar una historia, de proponer un significado evidente e inmediato, que no requiere ningún esfuerzo por parte del espectador”. ¿Podemos decir hoy que la pintura de Roberto Matta hace tan pasivo al espectador?
Cuando Macdonald acusaba a la Unión Soviética de adiestrar a las masas en un realismo socialista cuyo portavoz sería Il’ja Repin, “máximo exponente del kitsch académico ruso en pintura”, había abierto de hecho el choque ideológico de culturas que tomaría cuerpo en la Guerra Fría, donde se mediría la capacidad de desacreditar al enemigo. Según Macdonald (y Greenberg), no, los rusos de la época no nos dicen: si las masas acudían en masa a la Galería Tret’jakov (el museo de arte ruso de Moscú -donde, por ejemplo, se exhibe la Trinidad de Andrei Rubl’ëv, el cuadro que en el Concilio Ruso de 1551 fue nombrado “el icono de los iconos”), es porque les habían lavado el cerebro para que evitaran el “formalismo” abstracto y admiraran el “realismo socialista”. Vieja historia: la CIA aplica el pensamiento crítico hacia los soviéticos apoyando a los expresionistas abstractos de la Escuela de Nueva York, los iracundos, para que contrarrestaran a los prepotentes pintores del sovietismo. Nueva Yok se prepara para convertirse en la capital planetaria del arte contemporáneo gracias a la máquina de propuestas puesta en marcha por el país líder entre los vencedores de la guerra. La Escuela de Nueva York tiene como madrina a Peggy Guggenheim, que celebra un bautizo en la galería inaugurada en 1942. Los nombres son bien conocidos: el holandés De Kooning, el ruso Mark Rothko, el armenio Arshile Gorky... Pollock, Motherwell, Clyfford Still, Baziotes, David Smith, Barnett Newman, etc. Son los años en que el grupo se da a conocer internacionalmente, y Matta, que se relaciona con ellos, ejerce su influencia sobre el propio Pollock y sobre Gorky. Motherwell dirá que, sin Matta, el grupo nunca habría existido.
La tarea con la que críticos como Greenberg se sienten investidos es la de despertar a las masas: Macdonald espera la subversión del hombre común. Pero si el kitsch, en ese momento, se manifiesta, según el crítico americano, como un producto típico de los estados totalitarios, no es sólo por las mentiras que propagan al pueblo, sino porque el kitsch ya se ha apoderado de la cultura de masas en los distintos países. Se está convirtiendo en una especie de exoesqueleto conceptual de la revolución tecnológica que se avecina. Una afirmación hiperbólica, desmentida en la época del ensayo de Greenberg por el propio debate sobre las artes en los años 30 y 40 en Italia, quizá precisamente porque aún no se había producido esa “nivelación cultural” que los regímenes se proponían y que, en cambio, alcanzarían las democracias de posguerra. Pero, en realidad, es notable la intuición que el propio Macdonald esboza ya en los años 50 de que lo que él dice se está produciendo en casa, en el Capitalismo, que se hace pasar ante el mundo por el adalid de la democracia y el sistema para resolver todos los conflictos, porque lo que ocurre es que “el progreso de la cultura, la ciencia y la industria corroe a la propia sociedad que los hizo posibles”. Se puede afirmar sin equivocarse que eso es lo que ha ocurrido en el último medio siglo en todo el mundo avanzado, democrático o no. El capitalismo ha hecho del kitsch su rostro comunicativo, su lenguaje, la máquina de sueños más eficaz para manipular a las masas: las reglas que rigen la relación indisoluble entre producción, consumo, democracia y lenguaje social conducen a la sublimación del kitsch en un “producto superior”: un estado mental que anuncia otro mundo donde lo trágico y lo lúdico se vuelven equivalentes porque todo se vuelve virtual (como está ocurriendo con ChatGPT) y la no-verdad tiene el mismo peso que la verdad, sin ningún discernimiento claro.
Antes, sin embargo, está el estadio de la pura inmanencia, que también podría prescindir del juicio crítico. Greenberg enumeró a sus campeones en el juego contra el kitsch: Picasso, Braque, Mondrian, Kandinsky, Brancusi, o más bien Klee, Matisse y Cézanne. La originalidad de su producción artística, argumenta el crítico, no reside en las historias que cuentan, sino en la organización de los espacios, las superficies, las formas y los colores. Es la inmanencia en estado puro. El arte pierde su condición de objeto a medida que la alfabetización hace menos necesario el uso de habilidades manuales y prácticas (esto es lo que ha ocurrido con el trabajo, que ha socavado un sistema de trabajo manual). El arte pierde su condición de objeto a medida que la alfabetización hace menos necesario el uso de habilidades manuales y prácticas (esto es lo que ha ocurrido con el trabajo, socavando un sistema en el que el trabajo no era sólo una necesidad para la supervivencia, sino que tenía un valor psicológico, tal vez sustitutivo pero real, de creatividad, por lo tanto motivador y fundacional del tipo de sociedad que lo expresaba). Las masas urbanizadas, alejándose del contexto rural, han perdido el gusto por la cultura popular, y han creado un nuevo mercado para el consumo masivo de productos culturales, comerciales y mercantilizados, cuyo lenguaje manipula el pensamiento del consumidor: el kitsch ya no está en las cosas, una expresión estética, sino que está dentro de cada uno de nosotros. Nuestra condición actual, anunciada ochenta años antes.
Si incluso en la pintura de Roberto Matta insiste una sospecha de kitsch programado, la retrospectiva veneciana instalada hasta el 23 de marzo en Ca’ Pesaro y presentada por Norman Rosenthal, no deja lugar a dudas de que su pintura pertenece a la vertiente vanguardista querida por Greenberg, quien, sin embargo, desde el principio le miró con recelo precisamente por la declarada atracción que Matta nunca ocultó hacia el cómic: un interés que descubrió precisamente durante su estancia en Estados Unidos de 1939 a 1948, como recuerda Gavin Parkinson (Silvana editoriale) en el catálogo de la exposición.
Las principales referencias de Matta fueron dos de los nombres más famosos del arte de vanguardia del siglo XX: Duchamp y Picasso. A ninguno de los dos se les puede acusar de academicismo, y sin embargo se percibe en la filigrana de sus poéticas la permanencia de un pensamiento clásico y al mismo tiempo una seducción hacia lo kitsch; una metafísica del ser y del no ser, soterrada bajo lo que a finales de los años treinta y principios de los cuarenta Matta llamaba, como he mencionado al principio, “morfología psicológica”. Hay muchas otras referencias, incluso literarias, que vinculan a Matta con mundos surrealistas, por ejemplo los sueños hipnóticos de Robert Desnos, así como con lo fantástico de los mundos subterráneos o los vestuarios infernales, o viceversa, con la anábasis hacia la noche cósmica; mundos que recuerdan a Edgar Allan Poe y la ciencia ficción, el surrealismo y la curiosidad por lo científico. Esto puede explicar la atracción de Matta por el Locus solus de Rymond Roussel, a principios de los años cuarenta, donde cualquier distinción entre dibujo y pintura casi desaparece en sus obras: el color está ahí pero como un fantasma cromático que recuerda a las nebulosas cósmicas, pero también algo más literario, por ejemplo el universo lúdico y los viajes de Jonathan Swift o la ciencia ficción de Verne. Los ectoplasmas de Matta salen a la luz a partir de un frottage rayado directamente en la psique, como huellas de un pasado arcaico. Y como Matta se formó en arquitectura, la morfología-estructura del signo que genera mundos habitables en la mente, los paisajes inexplorados de un cuerpo celeste aún por alcanzar, tienen la áspera porosidad de las imágenes de los astronautas cuando descienden a suelo extraterrestre. Véase la gran Virtud Negra de 1943. Entonces se manifiesta un espacio-tiempo diferente, porque se parte de otra cosa: todo el mundo se pregunta hasta qué punto se revela en estos “mundos” una especie de crítica de la civilización. El hecho es que estos homúnculos toman forma como espermatozoides en una placenta que no es la suya, como insectos aprisionados en un líquido amniótico o inmóviles dentro de una resina parecida al ámbar, pero más cambiante en luz y colores internos para soportar mejor la ficción de un mundo alternativo y desconocido. Entonces, ¿hasta qué punto Matta quiere construir mundos a los que pueda viajar la mente del espectador, o simplemente quiere sacar a la luz el malestar de los hombres que han perdido su realidad y se ven reducidos a grafitis y formas de cómic? Esto sucede sobre todo a finales de los años sesenta y a lo largo de los setenta -Los Enguelleran (1975) y El Burundu Burunda ha muerto (1975)-, que parecen anticipar, bien mirado, el giro del graffitismo neoyorquino en los años ochenta, aún más claro en Les Yeux de Baccus (1981) y Symposium y Composio (1982): El kitsch se convierte aquí en uno de los síntomas del malestar social de cuyo malestar renace la pintura sin más sueños, pero sólo llena de rebeldía. Si el graffitismo neoyorquino es un producto del malestar social subterráneo (que no es análogo a la falta de bienestar económico, porque deberíamos recordar siempre aquella frase en la que Freud escribe que “la civilización es un instrumento que hemos creado para protegernos de la infelicidad, y sin embargo es nuestra mayor fuente de infelicidad...”. y cuando Freud escribió esto, 1929, la humanidad se ahogaba en la infelicidad), la pintura de Matta sondea en cambio una dimensión que no es tanto la del malestar material como la del malestar interior en relación con el cual el pensamiento del pintor, en el cuadro de 1992 Comme Elle est Vierge ma forêt, alcanza casi una conciencia pacificada y definitiva del retorno al caos primordial.
Una última observación sobre la serie de esculturas-objetos-muebles de los años 90 que acompañan la exposición. Entre el diseño arcaico mesoamericano y el postmoderno, son, a mi juicio, muy diferentes de la pintura de Matta, que abrió un discurso nunca desarrollado del todo, el de sus orígenes en la memoria arcaica de Chile. Una intención que puede captarse desde sus primeras obras, como la estupenda Grande Fiction de 1936, con sus enclaves simbólicos que remiten a lo arcaico prehistórico y al descubrimiento de los orígenes del hombre grabados en nuestra psique.
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