La exposición Robert Doisneau, comisariada por Gabriel Bauret y producida por Roma Culture, Sovrintendenza Capitolina ai Beni Culturali, Fondazione Cassa di Risparmio di Padova e Rovigo y Silvana Editoriale, ha aterrizado en Roma, en el Museo Ara Pacis. La exposición ya tuvo un gran éxito de público en el Palazzo Roverella de Rovigo y, posteriormente, en el Centro Saint Benin de Aosta. Esta retrospectiva sobre el célebre fotógrafo francés reúne 130 imágenes procedentes de la colección del Atelier Robert Doisneau de Montrouge, donde el fotógrafo imprimió y archivó sus imágenes durante más de cincuenta años. Si esta nota, comunicada por el gabinete de prensa, hiciera pensar a quien se acerque a la fotografía que las obras expuestas son impresiones originales del artista, sería mejor señalar que no es así. Puede ser una decepción, pero es bastante habitual en las grandes exposiciones de fotografía, donde lo que realmente cuenta es la narrativa del comisario, en la que por tanto se centrará esta reseña.
Si juzgamos por el número de exposiciones celebradas en Italia, Doisneau es uno de los fotógrafos franceses más populares en nuestro país. Solo en Roma, la última fue en el Palazzo delle Esposizioni en 2013, pero en los últimos años ha habido una en Bolonia en 2020, otra en Trieste en 2019, y se podría seguir al mismo ritmo retrocediendo en el tiempo. Su fama está ligada a su foto más famosa, Le Baiser De L’Hotel De Ville (1950), que, quizá sólo a la altura del retrato del Che Guevara que hizo Alberto Korda, Guerrillero Heroico (1960), ha adornado las paredes de generaciones de adolescentes, decorado camisetas, tazas y postales. Una pareja se besa en la calle, es 1950, la guerra acaba de terminar y en esta foto está toda la belleza de ese momento: el amor, la serenidad recién descubierta, el optimismo por el futuro. Por eso se ha convertido en una foto simbólica del amor, del amor romántico y apasionado, dulce pero también posesivo. Un amor tan apasionante que detiene el tiempo en el instante del beso, mientras el mundo, detrás de los dos protagonistas, sigue moviéndose. Una foto tan emblemática que no perdió su encanto ni siquiera cuando en 1992 se descubrió que los dos amantes no eran más que actores, tal vez realmente enamorados, pero que sin embargo posaron para Doisneau, que los conoció mientras rodaba un reportaje para la revista Life en París.
Y quizá la presencia sobreabundante de esta imagen en la memoria colectiva haya impedido un conocimiento más amplio de la obra de Doisneau, considerado junto a Henri Cartier-Bresson uno de los padres fundadores de la fotografía humanista francesa. Casi sin moverse nunca de París, donde nació, captó con su objetivo la vida cotidiana de los hombres y mujeres que pueblan la ciudad y sus suburbios, captando los gestos más cotidianos y convirtiéndolos en historias universales.
Su búsqueda es fascinante, casi utópica: contar la belleza en las pequeñas cosas, el amor, la felicidad al alcance de todos. “Lo que intentaba mostrar era un mundo en el que me sintiera a gusto, en el que la gente fuera amable y en el que pudiera encontrar la ternura que anhelaba recibir. Mis fotos eran como una prueba de que ese mundo podía existir”, le dijo Doisneau a Frank Horvat en una entrevista recogida más tarde en su libro de 1990 Entre Vues. Todo un reto en unos años en los que la fotografía se había consolidado por los grandes reportajes de guerra y por la forma en que había documentado magistralmente la tragedia, la miseria y la muerte, creando así una imaginería siempre apuntalada por un sentimiento de dolor y denuncia.
La exposición comienza con una detallada biografía mural y la declaración de intenciones del comisario, que afirma en un vídeo que ésta “no pretende ser la retrospectiva al uso”. Si ha conseguido su propósito o no, lo veremos al final del recorrido. Por fin entramos en la zona de exposición, donde se abren dos pasillos paralelos. Puede que no me haya fijado en el cartel “recorrido de la exposición”, puede que nuestros instintos perceptivos occidentales nos lleven automáticamente a empezar por la izquierda, pero tomo el pasillo equivocado y visito la exposición hasta el fondo como un salmón que nada contra la corriente. Me doy cuenta de mi error sólo al cabo de un rato, porque al final esta diferencia no resta mucho a la experiencia de la visita, ya que la exposición está organizada en grupos temáticos autónomos, completamente desvinculados entre sí.
Ahí están los porteros, de la serie Concierges publicada en Vogue en 1949. Aquí no aprecio el panel que traduce Portinerie, en lugar del más correcto Portinai, porque en cambio en el centro de la investigación de Doisneau están siempre las personas, y sólo en segundo plano sus lugares. Y éste es, pues, el único rasgo de unión de las distintas partes de la exposición. Las personas que trabajan son las protagonistas de la sección Le monde du travail, que reúne las fotografías tomadas por Doisneau en los talleres Renault para los que trabajó de 1934 a 1939 y de los que dice “conocí el mundo de los que se levantan temprano”. En la sección Mode et mondanités están los personajes de la alta sociedad parisina, a los que Doisneau fotografió al servicio de Vogue en los años 1950 a 1952; un trabajo que nunca amó y del que dice "muy pocas de las fotos tomadas para Vogue resisten al paso del tiempo“. Esto demuestra que fue un error de dirección”.
Se trata de personas filmadas en la vida cotidiana, gente corriente que Doisneau eleva al rango de protagonistas de la historia, gracias también a sus pies de foto que confieren a cada uno la dignidad de una identificación precisa: Madame Titineque acampa en el muelle del Arsenal (Madame Titine campe sur le quai de l’Arsenal, París, 1950), MonsieurDubreuil que tenía una acacia en Bagnolet(L’Acacia de Monsieur Dubreuil, Bagnolet, 1957) y los habitantes de larue du Transvaal (Les Habitants de la rue du Transvaal, París, 1953).
Los primeros pasos de Doisneau en la fotografía se sitúan inexplicablemente en el centro, donde revela cómo se sentía bastante intimidado por la profesión que había elegido. Atreverse a salir con una cámara [...] en un lugar duro como la calle, en contacto con la gente", se lee en su entrevista con Sylvain Roumette en 1983. Y luego, con la experiencia, aunque el miedo haya desaparecido, esa mirada suya siempre se ha mantenido a la distancia justa, es respetuosa, nunca se acerca más allá de un medio primer plano, incluso en sus retratos de encargo.
Los paneles no ayudan a la lectura global, pero son una agradable colección de citas de Doisneau y de quienes le conocieron, que sirven de contrapunto a fragmentos del documental Robert Doisneau. The Lens of Wonders, de Clementine Deroudille, que, conste, es nieta de Doisneau, y quizás gracias a este acceso privilegiado, ha conseguido narrar (mucho más que esta exposición) la estética y el pensamiento del fotógrafo. Y entonces, como si no hubiera pasado nada, el recorrido de la exposición llega a la guerra. Un acontecimiento tan perturbador en la vida de Europa y que obligó a Doisneau a cambiar radicalmente el camino profesional que acababa de emprender. Sus fotos de la guerra, aquí en la sección Occupation et libération , son delicadas, respetuosas, como ninguna otra foto que hayamos visto de la guerra. Nunca se ve al ocupante, las escenas retratadas son las de la vida urbana parisina, el sufrimiento está ahí, pero no es explícito. Y si Robert Capa nos enseñó que "no es una buena foto si no se está lo bastante cerca", Doisneau, en cambio, demuestra que la guerra también puede contarse desde lejos: lejos del frente, lejos de la muerte trágica, entre los que se quedaron en casa y aún luchan por sobrevivir, pero también lejos del sujeto de la foto, respetando su dolor, y dándonos hoy casi una sensación de vergüenza por haber invadido una esfera tan íntima.
En resumen, si queremos recogerlos, los elementos de la estética de Doisneau están todos ahí: está la atención a las pequeñas cosas, la búsqueda de esos momentos de felicidad insignificante que también mantienen unida una vida. Y la ironía, sutil y mordaz, y tan fuerte que aún hoy nos hace sonreír, cuando miramos L’Information scolaire , París, 1956 y nos reconocemos en ese niño sentado en el pupitre distraído y tal vez soñando, o cuando en Un regard oblique, París, 1948 vemos el instinto escapando al control de las convenciones. Y luego están los detalles, siempre numerosos, que nos permiten descubrir algo nuevo en las fotos aunque las veamos mil veces.
Porque las fotografías de Doisneau no pueden entenderse a primera vista, sin correr el riesgo de trivializarlas leyendo sólo el primero de sus miles de significados. Y hoy en día estamos tan acostumbrados a estar rodeados de imágenes, que naturalmente nos resistimos a mirarlas durante más tiempo, por eso necesitamos realmente una clave que nos estimule a prestar más atención. ¿Qué clave? Este es el reto que debería haber asumido el comisario que, en cambio, parece adormecido por el éxito fácil de una colección de bellas imágenes. En resumen, parece que en el esfuerzo por no construir la “retrospectiva de siempre”, el comisario no ha construido nada. No hay un hilo conductor para crear la narrativa de la exposición (¡y eso que la he recorrido en el sentido correcto!). Cada capítulo está desligado del anterior y del siguiente, como esos juegos en los que hay que encontrar el sentido de una secuencia. Y yo, aun esforzándome mucho, no pude encontrar el significado. ¿De verdad debería ser tan difícil entender una exposición? En mi opinión no, creo que debería ser un descubrimiento agradable incluso para aquellos que no tienen las herramientas necesarias para entender los significados ocultos, o la originalidad de la colección.
El verdadero mérito de esta exposición es la atención prestada a la accesibilidad. En colaboración con el Museo Tattile Statale Omero, algunas de las obras se han transformado en dibujos en relieve para personas con discapacidad visual. Además de ser un proyecto admirable, abrió una nueva perspectiva en la percepción de las obras. Y si no hubiera sido por miedo a estropearlas y ponerlas a disposición de quienes realmente las necesitan, me habría zambullido para tocar ese Baiser De L’Hotel De Ville realizado en relieve, que ya he mirado un millón de veces, para experimentarlo al tacto, para seguir los contornos de los protagonistas, para tocar esas zonas apenas punteadas que dan la idea del desenfoque. Me habría gustado escuchar las audiodescripciones, y habría sentido curiosidad por asistir a las visitas táctiles gratuitas, guiadas por operadores especializados.
Quién sabe si un mundo más accesible no nos enseñaría también a nosotros, los discapacitados sensoriales medios, a descubrir otros nuevos, a conocer la belleza que nos rodea de otra manera. Es una pena que el camino esté aún lejos, y que estas herramientas queden relegadas al papel de “traducción” de obras de arte. Si se me permite aventurar una idea para las exposiciones del futuro: hagamos que el arte sea táctil, incluso para quienes aparentemente no lo necesitan. Y así, en el calor de este verano romano, si le apetece dejarse arrullar por un poco de belleza, sin prestar demasiada atención a la sustancia de la historia, sino simplemente para disfrutar del frescor del aire acondicionado, visite esta exposición abierta hasta el 4 de septiembre.
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