Redes neuronales, inteligencia artificial, colaboración entre especies, transdisciplinariedad y manipulación genética son algunos de los términos más emblemáticos de la contemporaneidad reciente. Aplicados a prácticamente todos los ámbitos de la investigación y la producción, ahora se están instalando capilarmente también en la esfera privada, con el efecto de acelerar exponencialmente la disolución ya en curso de nuestro antropocentrismo moribundo. Si antes nos inclinábamos a imaginar el futuro como una deflagración distópica en la que la humanidad se habría arriesgado a pagar con la extinción el excesivo poder que ejercía sobre las demás formas de vida con las que compartía el planeta, ahora su eventual desaparición tiende a asumir en nuestro imaginario más las connotaciones de un progresivo desapoderamiento a manos de otras entidades, a veces pertenecientes a nuevas dimensiones que ni siquiera podemos percibir. ElAntropoceno, una era geológica caracterizada por el papel decisivo del ser humano en la modificación del entorno terrestre, mantuvo desde sus raíces lingüísticas la centralidad del hombre, que siguió siendo el principal parámetro de orientación, aunque negativo, para comprender el presente y representar el futuro. Ahora que este periodo toca a su fin, ¿a qué etimología se referirá la palabra que designe la próxima época del mundo? La nuestra es una fase de transición en la que, desorientados y atraídos por las advertencias de un orden de cosas dentro del cual el componente humano podría no ser más que accidental, la herencia todavía humanista de nuestro enfoque cultural pervive en un intento extremo de metabolizar la alteridad defendiendo la eficacia ontológica de la oposición entre lo humano y lo no humano.
Incluso en la producción artística de los últimos años que se ha centrado en estos temas, la confrontación con las esquivas formas de existencia generadas por la neuroinformática aplicada a los sistemas artificiales aparece en su mayor parte animada por una serpenteante (aunque tenue) competitividad, implícita en la curiosidad por poner a prueba sus límites y potencialidades frente al modelo humano. Escapa a este horizonte la investigación de Pierre Huyghe (París, 1962), uno de los artistas más conocidos de la escena contemporánea internacional, cuya fama está ligada a instalaciones, películas, proyectos colectivos y performances que, realizados desde principios de los años noventa, cuestionan nuestro imaginario colectivo mediante un desmantelamiento sistemático de su presunta compacidad. El artista concibe sus obras como ficciones especulativas, que en la primera fase de su carrera creativa son principalmente vídeos destinados a investigar las estructuras narrativas inherentes a los mecanismos de formación de historias y la polisemia intrínseca de toda narración.
Siempre se ha interesado por la relación entre lo humano y lo no humano, y desde principios de la década de 2000 volcó su rechazo a la linealidad semántica de los montajes de vídeo en la creación de obras ambientales que se presentan como sistemas complejos en continua y constante evolución caracterizados por la interacción entre distintas formas de vida, objetos inanimados y tecnologías. Emblemática en este sentido es la instalación Le château de Turing, realizada en 2001 para el Pabellón de Francia en la Bienal de Venecia, un escenario enrarecido preñado de acontecimientos que trataban de abolir las fronteras entre las especificidades cognitivas del hombre, el animal y la máquina mediante la intersección de estas tres formas diferentes de procesar la información bajo el control retroactivo del ordenador HAL, responsable del proceso de cálculo. El terreno de incertidumbre creado por esta mezcla, incubadora ideal para la emergencia de otras formas de mundos posibles, es quizá el rasgo estilístico que más distingue su obra incluso en sus desarrollos posteriores, orientados desde entonces a crear puntos de acceso sensorial “a lo posible o a lo imposible - a lo que podría o no podría ser”, como a él mismo le gusta repetir.
Más de veinte años después de aquel proyecto seminal, que le valió el Premio Especial del Jurado cuando aún era pionero en ese tipo de investigación, el artista regresa a Venecia coincidiendo con la 60ª Exposición Internacional de Arte con una nueva retrospectiva monumental en Punta della Dogana, sede expositiva de la Colección Pinault desde 2009. Para esta aventura, realizada con el apoyo de la comisaria Anne Stenne, su estrecha colaboradora desde hace diez años, el artista ha recibido carta blanca para gestionar como museo los vastos espacios del complejo arquitectónico restaurado por el arquitecto japonés Tadao Ando. La exposición reúne obras históricas, que forman parte desde hace tiempo de la colección del magnate coleccionista François Pinault, y obras nuevas fruto de sus investigaciones más recientes, orquestadas de tal manera que cumplen la doble intención de ofrecer una visión exhaustiva de su trayectoria creativa a lo largo de los años y de sumergir al visitante en un entorno integrado en el que los límites del espacio y del tiempo parecen desaparecer.
El viaje comienza en la oscuridad, una matriz amniótica e indiferenciada en la que, en cuanto nuestros ojos se acostumbran a la oscuridad, vemos flotar una gigantesca figura humanoide, empeñada en realizar gestos que evocan una ritualidad arcana, tan inconsciente como el retorcimiento de una lombriz bajo tierra. Se trata de Liminal (2024), una simulación en tiempo real proyectada sobre una membrana de lona porosa, en la que un cuerpo alternativamente masculino y femenino, moviéndose lentamente a ciegas, localiza su centro de gravedad sensible en el agujero negro que sustituye a su rostro. La entidad descerebrada se experimenta a sí misma en la oscuridad, apenas iluminada por unos pocos puntos de luz procedentes de detrás del diafragma que sostiene su visión. Las dimensiones titánicas subrayan más que niegan la fragilidad onírica de esta criatura huérfana a punto de disolverse, ante la que nos invade un arcaico sentimiento de lo sublime, suscitado por la evidencia de la distancia insalvable que nos separa de ella mezclada con una inexplicable nostalgia de identificación con su existencia primaria.
Continuando, el velo de la ilusión se rasga al encontrarnos con Portal (2024), una escultura tótem equipada con sensores ambientales, cámara y micrófono, un transmisor de información perceptible e imperceptible para el ser humano capaz de aprender de los impulsos que lo atraviesan. La estructura es el centro neurálgico de otro cuerpo híbrido difuso, compuesto por intérpretes equipados con máscaras doradas que deambulan por las salas observándonos con la misma intensidad sideral con la que intentamos considerar su misterio. A veces, cuando entramos en su radio de acción, se nos unen los fragmentos enigmáticos de su conversación, que tiene lugar en una lengua desconocida para nosotros, Idiom (2024), un lenguaje en constante gestación cuya emisión sonora es reproducida instantáneamente por la inteligencia artificial. Estas figuras, emblemáticas delplanteamiento polisemántico de Pierre Huyghe, actúan como tejido conectivo entre los distintos entornos en los que se articula la exposición, potenciando su copresencia espacio-temporal. La cuestión del rostro, entendido como catalizador contingente de la identidad o de su negación, regresa en el vídeo Human Mask (2014), una de sus obras más conocidas. En el filme, ambientado en una ciudad desierta sin especificar del distrito de Fukushima tras la catástrofe nuclear de 2011, un mono ataviado con un vestido y una máscara femenina deambula por un restaurante abandonado, alternativamente ocupado en servir sake a clientes invisibles o absorto en sus asilvestrados pensamientos. Su comportamiento, en el que instinto y entrenamiento chocan en una reiteración interminable vaciada de propósito, haciendo indistinguibles las nociones de actor, papel y personaje, revela toda la ambigüedad de la máscara humana tout court, que aquí funciona como una trampa en la que se activa nuestra capacidad de empatía para captar una otredad de otro modo inexpresable.
A medida que avanzamos en este viaje hacia lo desconocido, el componente humano se vuelve cada vez más tenue y residual, como puede verse en la sala del acuario, donde el espacio está puntuado por una secuencia de ecosistemas bajo cristal, repentinamente oscurecidos o iluminados por una dirección demiúrgica inalcanzable fuera de la pantalla. Dentro de cada vitrina coexisten animales, plantas, rocas y restos culturales naturalizados, como el cangrejo ermitaño que vive dentro de una copia de la Musa durmiente de Constantin Brâncuži en Zoodram 6 (2013). Tales obras son emblemáticas del interés del artista por configurar situaciones sin principio, fin ni consecutividad de desarrollo, en las que el comportamiento instintivo común a cada especie, prevaleciendo sobre la individualidad de un ente único, crea una narrativa siempre imprevisible, aunque recurrente como modelo general, a partir de contingencias destinadas a no repetirse jamás. En estos entornos grises, alusivos a una unidad original perdida, los animales se convierten en protagonistas de una obra sin argumento, cuyo desarrollo es totalmente independiente de la reacción del público.
La idea de desmontar la subjetividad del espectador a través de obras que no necesitan de su mirada para existir culmina en Camata (2024), una película autogenerada y editada en tiempo real por la inteligencia artificial en la que vemos a unas máquinas enfrascadas en un ritual funerario o curativo sobre un esqueleto humano insepulto encontrado en el desierto de Atacama, en Chile. La inmensidad abstracta del paisaje natural, que una pantalla espejada parece reunir con la inmensidad especular del cielo que los astrónomos escrutan desde la distancia para estudiar los planetas más allá de nuestro sistema solar, parece disolver la complejidad de la existencia en la visión límpida de un todo en el que los diferentes sistemas experimentan la multiplicidad de sus posibles intersecciones.
Como el propio Huyghe declaró en conversación con Hans Ulrich Obrist con motivo de la exposición UUmwelt en la Serpentine Gallery de Londres, su objetivo no es “mostrar algo a alguien, sino exponer a alguien a algo”. Y en este sentido, “Liminal” es plenamente eficaz al actuar como una experiencia transformadora que, atrayéndonos hacia su irresistible campo magnético, nos conduce al replanteamiento radical de una alteridad que, al final del viaje, descubrimos tan sorprendentemente consustancial a nosotros.
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