En las últimas décadas, los historiadores han declinado algunas categorías históricas en plural. Así, el monolítico e imperioso Renacimiento, con mayúscula, ha empezado a descomponerse en múltiples renacimientos, donde el adjetivo regionalismo ha cobrado la fuerza de una nueva realidad sobre el nombre, más adherente a una historia parcelada y fraccionada en geografías diferentes pero más concretas, marcadas por documentos pero también por la especificidad de datos antropológicos, estéticos, con una consistencia particular en la historia local de personalidades que, a su vez, han vivido en el Renacimiento. geografías concretas marcadas por documentos pero también por la especificidad de los datos antropológicos, estéticos, con una consistencia particular en la historia local de personalidades que fueron a su manera “creadoras” en la medida en que fueron capaces de realizar lugares, momentos, ideales, aunque generalmente rastreables en una única veta caracterizada por un elemento que dio nombre a toda la época. Por mucho que haya evitado su uso en las últimas décadas debido a los impulsos separatistas de la Liga Lombarda cultivando las mitologías del Padus pater (y del Delta mater) y los rituales folclóricos de las ampollas deagua recogidas en el Po y sus afluentes, reflejo de pensamientos arcaicos traducidos en un politicismo autárquico (pero hoy romano más allá de la independencia), la idea de que existió una vertiente valle del Po de las artes en pleno y tardío Renacimiento ha resurgido en la concomitancia de dos exposiciones dedicadas al Renacimiento bresciano y al siglo XVI en Ferrara.
La idea de una nueva civilización clásica inspirada en la Antigüedad no puede ignorar el hecho de que existen filiaciones cromosómicas que, por ejemplo, ramifican el Renacimiento lombardo en “dialectos” brescianos, cremonenses y bergamascos con respecto a la lengua milanesa, sobre la que, sin embargo, la influencia veneciana también tuvo un peso no sólo político o de estilo y discurso. Este es el tema de los “dialectos” con respecto a la lengua de todo un tipo humano. Del mismo modo, el mundo ferrarés afirmó una influencia más allá de sus propias fronteras dentro de los confines del mundo boloñés, a través del “taller” del siglo XV de Ercole de’ Roberti cuyos impulsos, como las dos antenas de un maravilloso escarabajo, recogieron Antonio da Crevalcore y Lorenzo Costa.
La irradiación padana mezcla sus luces desplazándose hacia el norte y encontrando algunos vínculos no casuales con el Renacimiento lombardo; modismos particulares, personales y comunitarios, se distinguen de hecho del mundo de la influencia de Leonardo, sin negar su papel (véase, en esever, en ese ámbito, la parábola de Foppa), pero asumiendo un aspecto “dialectal” que no equivale a tosco, primitivo o prosaico, ya que es terrenal y arraigado, es decir, capaz de captar lo que puede el medio artístico. Teniendo en cuenta la evolución que la misma literatura sobre Caravaggio ha registrado en los últimos treinta años, hay que considerar el hecho de que el propio Merisi emerge contaminado por formas e ideas que lo hacen algo menos “subversivo” pero aún anticlásico, expuesto a las fronteras del naturalismo, pero atado en su formación al mismo manierismo cuya lección inhaló cuando aún era un niño e iba a la escuela con Peterzano, pero fue a la escuela con Peterzano, pero que luego meditó y resolvió diluyendo incluso el pauperismo borromeo, donde lo real y lo natural colaboran en una idea del hombre sin división de clase ni condición, en definitiva con un discurso pictórico y no ideológico como la crítica del siglo XX halo ha enjaulado; pero incluso el Caravaggio más maduro incorporó elementos de ese clasicismo que desde la Antigüedad llega hasta los gigantes de la Edad Moderna de los que tuvo en cuenta a su paso por Bolonia de camino a Roma y luego viviendo en ella.
En Cose bresciane (Cosas de Brescia), Roberto Longhi escribió en 1929 que aquella escuela era “quizá la más rica en inteligencia y en investigaciones casi secretas de que se jactaba entonces el norte de Italia. Sus relaciones incontrovertibles, y su distinción igualmente evidente de la pintura veneciana contemporánea, y su fidelidad a las tradiciones anteriores, y sus rapidísimas percepciones de lo nuevo, sus refracciones en otros lugares de tierras no demasiado lejanas, el fluir a veces por sus venas del fluido que Lotto esparcía por toda Italia según una topografía tan caprichosa como sus formas, son otras tantas deliciosas preguntas que no han sido exactamente respondidas hasta ahora”. Los nombres más destacados eran aquellos cuyas obras aún puntúan la culta retrospectiva que se celebra en el Museo di Santa Giulia de Brescia hasta el 16 de febrero (catálogo Silvana), comisariada por Roberta D’Adda, Filippo Piazza y Enrico Valseriati.
Todavía en 1935, la comisaria de la exposición dedicada a la Pintura en Brescia entre los siglos XVII y XVIII, Emma Calabi - historiadora del arte recordada en 2023 por haber pagado las consecuencias de las Leyes raciales que la obligaron a huir a Brasil, interrumpiendo una prometedora carrera - comenzó su ensayo introductorio al catálogo evocando “la gran tradición pictórica bresciana”, la “representada por Savoldo, Romanino y, con más acento local, ¡por el absorbido Moretto!”, que se había “mantenido viva durante el siglo XVI a través de la obra de Lattanzio Gambara, Luca Mombello, Richino, Agostino Galeazzi y que, antes de dar paso al manierismo multiforme de principios del siglo XVII, todavía había iluminado con una pálida luz de reflexión las mejores obras de Pietro Marone, Girolamo Rossi y Pier Maria Bagnadore”. El estudioso señaló que la coyuntura histórica hacía que estos últimos pintores que vivieron en el cambio de los dos siglos, aunque pertenecieran a un periodo ya superado, “ya anunciaban la orientación posterior del siglo XVII”. Esto ocurrió incluso sin que fueran cumbres absolutas, es más, precisó el historiador, “se redujeron a una repetición cansina de actitudes y a algunas raras y finas anotaciones cromáticas”.
Curiosamente, en su eclecticismo multiforme, los brescianos de la primera mitad del siglo XVII, encerrados en su pequeño y tranquilo mundo provinciano, parecían no darse cuenta de lo que la revolución de Caravaggio estaba llevando a los grandes centros italianos. Quizá, observó Calabi, sólo Ceruti - redescubierto precisamente en la primera mitad del siglo XX - fue capaz de renovar la plasticidad del claroscuro de Caravaggio un siglo después y “con sentimiento moderno”. Fue, al fin y al cabo, el terminus ad quem de Longhi y Testori.
Lo que maduró en Brescia con Savoldo, y luego con Romanino y Moretto -los más representados en la exposición actual- fue un “Renacimiento inquieto”. La relación civil con los venecianos fue casi de protectorado, pero también de cierto sometimiento creativo y social: el casi medio siglo transcurrido tras el Saqueo por las tropas de Gastón de Foix en 1512 fue de hecho una época de crisis económica y dependencia política, agravada dos años más tarde por la peste, con la sombra de Venecia que, para ayudar a la reconstrucción -un Plan Marshall de la época- alivió la presión fiscal de modo que parte de los ingresos se destinaron a restaurar monumentos e iglesias que en parte había contribuido a demoler con la “explanada” que duró de 1516 a 1517 con el objetivo de dificultar el avance del ejército francés. Pero esto también supuso, tras el final de la guerra, un incentivo para los encargos artísticos que favorecieron la aparición de nuevos talentos. Entre ellos, los tres “predecesores caravaggueses”: Savoldo, Romanino y Moretto.
Así pues, el Renacimiento que hoy se celebra aquí estaba impulsado por el deseo de encontrar la “concordia civil”. Rodeados como estamos a diario de imágenes de destrucción bélica que no dejan en pie más que ruinas, no debería resultarnos difícil comprender el compromiso que supuso por parte de todos, artistas incluidos, restaurar una ciudad hecha pedazos, para que fuera también símbolo de unidad gracias a una voluntad política de redimirse del hundimiento moral y material. Los retablos o el Stendardo delle sante croci de Moretto en 1520, año de la muerte de Rafael, aunque nacidos en el ámbito religioso fueron también un estímulo social y político, como ya había ocurrido con el Stendardo di Orzinuovi de Foppa, cuyo motivo era el de un exvoto civil para implorar la protección divina del pueblo de Brescia contra la peste.
La “Spianata” de los venecianos, que redujo Brescia a una inmensa ruina, sacrificando iglesias y monasterios, no fue sentida como un acto de defensa contra el enemigo común francés, sino como un vulnus intolerable por la población, que seguía afirmando la posición dominante de Venecia. Y si hasta entonces Brescia y Ferrara habían vivido culturalmente bajo la influencia de los dos grandes centros culturales del norte, a saber, Venecia y Milán, tras el conflicto las comisiones decididas por Francesco Sforza favorecieron de hecho algunas presencias importantes en Bérgamo y Brescia -. El leonardismo y el bramantismo siempre fueron vistos como un rechazo a la alta tradición, aquella que Testori llamaba los “hombres de oro” y que Longhi siempre había detestado antes que él, hasta el punto de empujar a Foppa a trabajar en la provincia a pesar de que había dejado importantes signos en Milán, como la capilla Portinari de Sant’Eustorgio.
El resurgimiento social debía seguir al final de la guerra, pero se retrasó por la peste. Poco a poco, figuras como la santa Angela Merici o el agrónomo Agostino Gallo, que renovaron las técnicas y la cultura redescubriendo el saber de los antiguos y el valor de vivir en armonía con la naturaleza, se impusieron en el imaginario colectivo. Este nuevo sentimiento, asociado a uno poético y musical, se intuye en una obra de Savoldo, el Pastor con flauta de 1525, donde el sentido arcádico-pastoral del encuentro entre naturalismo y lenguaje contempla también la dimensión dialectal del vínculo con el territorio, que en Brescia alcanzó su apogeo en la obra de Giacomo Ceruti que Testori revive en el ensayo Lingua e dialetto nella tradizione bresciana (Lengua y dialecto en la tradición bresciana ) (1966). Lo que emerge en esas páginas es una dialéctica entre centro y periferia de alto tenor cultural y político donde la lengua del pueblo contrasta con las “soberbias mitologías renacentistas” y recupera las piedras angulares del Renacimiento bresciano. Resulta que el “’cagnaroso’ Romanino” habla una lengua “desequilibrada, ’sbotasata’ y ’sgalvagnata’” (que pende con las “strangosciate” madres de Paracca en Varallo); y que: “el dialecto, el gran ’parlata’ bresciano dio, con el romanino, una sacudida confusa, desordenada, pero poderosa, como un verso gutural surgido de lo más profundo de la tierra; hasta tal punto que parecieron retroceder de la posición ya de lengua autónoma a la que les había conducido Foppa, a la, gutural y borborigmica, atascada y gigantesca, de los anónimos habitantes de los valles; o a la de los prehistóricos Camuni tomados y leídos como signos de quién sabe qué barbarie brujesca”.
Lenguaje extremo, pues, el de los brescianos, al que Testori intenta ajustarse en su estilo de escritura, como si incluso esa sentencia saliera de su pluma como un reflujo gástrico, o como un resuello que procesa la historia. Un cruce que conecta y desata al mismo tiempo, la “barbarie stregonesca” de Foppa con los trapos épicos de Ceruti sobre los que, al final de su vida, Testori había tenido, sin embargo, algunas dudas, en particular sobre su pintura religiosa, ya que el estigma que Longhi había impreso a Pitocchetto parecía perderse en una formalidad inauténtica. “Todo no era más que ’retrato’, y, por la amplitud y la humanidad total de su mirada y de su reflexión, ’retrato’ del mundo entero”, escribe Testori, “... no del ’pitocco’ como tipo; sino de ese pobre diablo, de ese desgraciado, de ese ’sobrepellizcado’”. Era una cuestión de humanidad y no, ciertamente, de conceptos. La apoteosis de la ferialidad, después de Caravaggio.
Hace años, en 2019 si no recuerdo mal, se celebró en el Museo Tosio Martinengo una exposición dedicada a los animales, y en este singular zoo bresciano destacaba como un vacío intolerable la ausencia de un lienzo que sigue siendo único y memorable en su género, y que ahora por fin podemos ver en Santa Giulia: Hablo de Cristo en el desierto con animales, que, según el imaginativo frecuentador de culturas antiguas Robert Eisler -cuyo magmático ensayo de 1953, El hombre en el lobo, que estudia la diferencia antropológica entre el hombre frugívoro y el carnívoro, se publicó también en italiano en 2011(El hombre en el lobo, Medusa, 2011)- , se inspiró en el Evangelio de Marcos 1:13. Se trata de un cuadro de la primera época de Moretto, inmediatamente posterior a la Sacco, y forma parte de las colecciones del Metropolitan Museum of Art desde 1911. Según los estudiosos, el pequeño cuadro formaba parte de una pintura mayor, cuando la pintura de Moretto estaba aún bajo influencia veneciana. Se trata de un unicum iconográfico en el que Cristo parece absorto escuchando a las bestias, casi como si hablara con ellas en un plano de interioridad mental, una imagen alejada de las tentaciones de Satán. También sería necesario aclarar quién fue el responsable de esta “reducción” del lienzo, para comprender hasta qué punto la impresión temática y estilística encaja con elelemento clásico que se delinea en un nuevo sentimiento de la naturaleza, cargado de valores líricos en su referencia a la música, como una sinfonía compuesta con las voces de los animales en el reflejo pictórico (un ámbito enfatizado en la exposición por el Joven con flauta y pastor de Savoldo, hasta el espléndido Sacerdote contemplando al profeta David de Moretto, que en lugar de laarpa exhibe una lira de brazo (entre los instrumentos expuestos se encuentran el Violín Carlos IX, con restos de la decoración que demuestran que perteneció al rey de Francia, y una espineta pentagonal, aún con el teclado en su extensión original). El desierto de Moretto, sin embargo, es casi mudo, como una película muda, como si quisiera aludir al diálogo interior de Cristo con las almas sencillas que pueblan el paisaje, convirtiéndolo en un emblema del comienzo, que, si también puede recordar el mito de Orfeo, a la inversa sugiere un recuerdo del Paraíso Perdido.
Después de la época de Cosmè Tura, Francesco del Cossa y Ercole de’ Roberti, es como cuando en una historia maravillosa, a un periodo de extraordinaria intensidad y creatividad le sucede una crisis que aspira, ante todo, a un nuevo comienzo. Esto enfrenta a Ferrara al difícil reto de un relevo de alto nivel. Una carga espinosa con la que había que medirse (esto es lo que quería Alfonso I cuando tomó el relevo de su padre Hércules), también porque lo que tiene que llenar el vacío se crió en ese periodo anterior y al mismo tiempo recogió los estímulos de una variedad de matices locales.
En esta línea “padana” ya discurrió hace dos años la exposición en el Palazzo dei Diamanti Rinascimento de Ferrara sobre Ercole de’ Roberti y Lorenzo Costa, cuya secuela es ahora ésta dedicada al siglo XVI de Mazzolino, Ortolano, Garofalo y Dosso, también en la misma sede, comisariada por Vittorio Sgarbi y Michele Danieli hasta el 16 de febrero (catálogo Skira). Ya entonces, Sgarbi dio en el clavo sobre los intercambios mutuos de los artistas de Ferrara con el contexto boloñés para una ósmosis que empujó elethos del valle del Po hacia la definición de “otro” Renacimiento y llevó al crítico a esperar una próxima exposición sobre el boloñés. El tema abarca el discurso de las macroáreas culturales, modulándolo sobre la obra pictórica de los cuatro mosqueteros y coagulándose en torno a Rafael (propicia la llegada a Bolonia en 1516 delÉxtasis de Santa Cecilia) y Tiziano (con el Políptico Averoldi en 1522 en Brescia), contactos que en Ferrara encontraron la conexión entre Brescia y Cremona, y con Pavía, o en Módena la de Milán. Un lenguaje del valle del Po que Sgarbi revive y que encuentra en Dosso Dossi, el más dotado y culto del cuarteto, el pintor que Alfonso favoreció, el trait-d’union entre Rafael y Tiziano.
Y fue precisamente durante el reinado de Alfonso I d’Este cuando maduró este nuevo sentimiento por el arte ferrarés, siendo las fuentes clásicas las que inspiraron quizá el cuadro más célebre de Dosso, también un unicum pictórico, el de Júpiter pintor de mariposas, Mercurio y Virtud ejecutado entre 1523 y 1524. Convertido en mecenas de una nueva generación de artistas, el duque emergió como un gobernante moderno que también ejercía el poder a través de la gestión de las imágenes. Era la época en que, entre Bolonia y Ferrara, se desarrollaba una cultura cuyos tonos, aunque fueran los de un “renacimiento humilde”, no dejaban de valorizar toda la tradición ferrarense y del valle del Po, con un mapa que desde la “periferia” afirmaba los valores queridos por Roberto Longhi en abierta polémica con la supremacía florentina, es decir, también una búsqueda libre de las ataduras del viático veneciano.
Al mismo tiempo, en Brescia surgió también un tipo humano que aspiraba a una “autonomía” diferente, simbolizada por la imagen de Fortunato Martinengo, vástago de una de las familias aristocráticas más influyentes del siglo XVI. del siglo pasado tras numerosas tentativas y reconocimientos con otros personajes- concierne ante todo la pose del brazo que sostiene la cabeza con el rostro absorto en profundos pensamientos típicos del melancólico y el refinamiento de la indumentaria, que ha llevado también a evocar vínculos pictóricos con Lotto; una elegancia que se corresponde bien con la inclinación de Fortunato por las “letras”. De hecho, no siguió ni una carrera eclesiástica ni militar, ni se esforzó mucho por los bienes familiares: su verdadero interés residía en la cultura en el sentido más amplio, desde la literatura a la música, desde las artes plásticas a la filosofía y las obras del espíritu; no obstante, fue protagonista del enfrentamiento de la época entre la Reforma y la Contrarreforma, aunque, al morir prematuramente, no pudo ver el final del Concilio de Trento y sus efectos inmediatos.
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