La Roma de la primera mitad del siglo XIV asistió al inicio de una “revolución lenta y compleja”, escribe Eloisa Dodero en el catálogo de la exposición Reciclando la belleza, la revisión que la Fondazione Prada de Milán, en los espacios del Podium y la Cisterna, dedica al tema de la reutilización de antigüedades griegas y romanas en diferentes contextos temporales. Se puede discutir largo y tendido sobre el término con el que clasificar el conjunto de procesos que han llevado al “rescate y reinterpretación de los testimonios artísticos de una civilización desaparecida” y cuyos orígenes pueden encontrarse en una larga lista de razones históricas, culturales, sociales, económicas, políticas, ideológicas y estéticas: Lo cierto es que la imagen de Roma, a lo largo de los siglos, también se ha formado estableciendo relaciones inéditas con un pasado que ha sido continuamente reutilizado, releído, reinterpretado, y que por estas razones ha podido sobrevivir hasta nuestros días. Al menos desde la década de 1940, la crítica no ha dejado de examinar los múltiples aspectos de la reutilización de los materiales del pasado, una práctica que, en contextos posteriores a la Antigüedad, ha estado impulsada por las necesidades más diversas, aunque sólo en los últimos años el debate se ha intensificado y ha comenzado a iluminar un objeto de estudio lastrado por el sombrío manto de una vulgata para la que la reutilización debía entenderse "como un brutal expolio debido a la pérdida del saber hacer", en palabras de Dodero. Y aunque no han faltado exposiciones en el pasado que han abordado el tema de la reutilización de antigüedades (aunque la mayoría en el marco de exposiciones sobre temas más amplios: me viene a la mente, por poner sólo un ejemplo, la gran exposición Aurea Roma organizada con motivo del Jubileo del año 2000, que contaba con una sección sobre la transición de las iconografías clásicas a las cristianas), la exposición de la Fondazione Prada representa la primera revisión importante que ofrece una visión sistemática de las múltiples formas en que esta práctica tuvo lugar desde la Antigüedad tardía en adelante.
La reutilización del pasado, escribe Salvatore Settis, comisario de Recycling Beauty junto con Anna Anguissola y Denise La Monica, en su ensayo del catálogo, “implica la coexistencia de diferentes temporalidades, donde la distancia histórica y la simultaneidad narrativa y emocional se entrelazan constantemente”: Por ello, a pesar de que los mármoles antiguos pertenecen “al mismo horizonte cultural que quienes los reutilizan, y por tanto apropiarse de ellos se siente como algo natural”, existe una dimensión temporal que “escapa a la secuencia calendárica; es inestable, puede es inestable, puede manipularse y doblarse complicando el tiempo, reactivando antepasados prestigiosos, comparando acontecimientos de distintas épocas, fabricando recuerdos”, con la consecuencia de que “el reciclaje genera sentido” al crear “una red intertextual o interobjetiva, que contiene a sus componentes pero no coincide con ninguno de ellos”. Por lo tanto, la reutilización, dice Settis, no es un tema que pertenezca al pasado, no es un tema que deba observarse con desapego: habla, si acaso, al futuro y habla del futuro. Este debería ser el sentido más elevado de la exposición, que también tiene el objetivo declarado de centrarse en la importancia del pasado para nuestra concepción de la “modernidad”, ya que algunos valores, algunas categorías, algunos modelos perviven a lo largo de los siglos, y a menudo lo antiguo se convierte en la clave para interpretar el mundo contemporáneo y sus muy diversas culturas.
La consecución de este doble objetivo, por una parte eminentemente histórico-artístico y, por otra, casi de lectura antropológica de la práctica de la reutilización, parece, sin embargo, obstaculizada, si no frustrada, en primer lugar por la disposición de Rem Koolhas y Giulio Margheri, que utilizan el Podium como lo que es: un gran espacio abierto en el que el visitante goza de total libertad de movimiento, con la consecuencia de favorecer un acercamiento más personal al material expuesto, pero también con el desafortunado efecto de dejar al visitante a merced del equipamiento diseñado por los dos arquitectos, debido también a la ausencia casi total (con la excepción de un pequeño, pero no del todo Esto se debe también a la ausencia casi total (a excepción de una introducción con declaraciones de intenciones, y de un folleto con un resumen del ensayo de Settis en el catálogo) de aparatos ilustrativos que permitan enmarcar el material expuesto y que no se limiten a una breve historia de cada uno de los objetos.
Los riesgos de un montaje como el imaginado para Reciclando la belleza son varios: el primero, y más evidente, es que la exposición se esfuerza por proporcionar al visitante un contexto, un marco, unas claves de interpretación, y viceversa, acaba por caer en lo anecdótico. El segundo es el riesgo de no poner suficientemente en valor las obras: tomemos por ejemplo las obras de Nicolas Cordier, uno de los puntos culminantes de la exposición, ya que se reunieron después de mucho tiempo dos obras, la Zingarella y el Moro, que pertenecieron a la colección de Scipione Borghese. Se expusieron junto con el Camillus que inspiró el Moro Borghese, pero demasiado cerca de la pared impide una visión de conjunto. Se podría seguir con el truco de exponer las obras encima de los escritorios en un intento de transmitir al visitante la idea del flujo temporal que invade los fragmentos del pasado: obliga a asumir puntos de vista antinaturales y, además, si uno albergara la idea de sentarse en posición de oficina, con los codos apoyados en el escritorio, se encontraría invariablemente con la presencia del vigilante de seguridad que le pediría que colocara la silla de trabajo a una distancia prudencial. No son las únicas obras difíciles de apreciar: basta con ver la Mensa Isiaca, colocada bajo un altar que refleja las luces del techo haciendo imposible verla sin molestias. Y luego está el riesgo de incurrir en el efecto parque de atracciones, sobre todo en la Cisterna, donde se expone la reconstrucción del Coloso de Constantino (completa con una pequeña terraza desde la que se asoman los visitantes), donde la Copa Farnesio está colocada en un ojo de buey con vistas a las salas siguientes (y para ver el reverso del camafeo, disputado, por otra parte, con las Gallerie d’Italia porque el MANN de Nápoles dispuso, quizá por un descuido, prestarlo al mismo tiempo a la Fundación Prada y al museo de Piazza Scala, hay que esperar a atravesar dos salas: una idea fuera de toda lógica), donde los tronos de Rávena encuentran espacio en un largo zócalo poligonal que no facilita la visión de las obras. Pero lo mismo podría decirse del Podium, que desde el exterior, cuando las paredes acristaladas no están cerradas como para la exposición monográfica de Domenico Gnoli, da siempre la apariencia de ser un gran acuario: puede ser interesante para ciertas exposiciones de arte contemporáneo, pero parece fuera de lugar para una exposición ambiciosa como la de Reciclaje de la belleza.
Habría sido interesante, por ejemplo, volver a proponer en la exposición las díadas conceptuales en las que se basan los ensayos del catálogo (utilidad frente a ostentación, destrucción frente a interpretación, dispersión frente a concentración, forma frente a sentido, política frente a estética, real frente a virtual, prácticas frente a conceptos), y que proporcionan una primera herramienta muy útil para familiarizarse con el tema de la reutilización. Aquí, pues, descubriríamos cómo los pavos reales de bronce dorado que en su día formaron parte del mausoleo de Adriano (sólo se conservan dos, uno de los cuales se expone en Milán) y que posteriormente fueron reutilizados para decorar el cantharos Paradisi, la “fuente del Paraíso” situada frente a la antigua basílica de San Pedro, pueden considerarse un ejemplo de “reutilización ostentosa”, por utilizar la expresión que da título al ensayo de Giandomenico Spinola: Reutilizadas por su significado alegórico alusivo al renacimiento, se consideraron “muy apropiadas”, explica Spinola, “para decorar la fuente que debía acoger y refrescar a los peregrinos en la cuna del cristianismo romano”. La propia Tazza Farnese, aunque se exhibe aislada del resto de la exposición, respondía, según Spinola, a similares necesidades de ostentación, vinculadas en este caso a funciones de propaganda personal, cuando la preciosa obra fue adquirida por Federico II en 1239. Si la Copa Farnesio es un caso excepcional de supervivencia de un artefacto frágil que ha permanecido sustancialmente intacto desde la antigüedad hasta nuestros días, los restos del Coloso de Constantino son, en cambio, la prueba más llamativa de un caso de destrucción: La enorme estatua, de la que la exposición propone una idea de reconstrucción (significativo es el hecho de que el enorme fetiche de yeso, resina y poliestireno atraiga al público más que los restos reales, los que conmovieron hasta las lágrimas a Füssli: en Milán es posible admirar la mano y el pie procedentes de los Museos Capitolinos), fue destruida en un momento indeterminado. Posiblemente dañada ya en la Antigüedad tardía, la estatua fue entonces probablemente explotada como material de desecho, y sus fragmentos fueron hallados en 1486 y llevados al Campidoglio, en el Palacio de los Conservadores, debido a su importancia, que fue reconocida de inmediato. Los paneles de la sala se limitan a mencionar que originalmente el coloso “tal vez representaba a un emperador anterior o (más probablemente) a un dios”, y se presenta la hipótesis de que en la antigüedad el coloso podría haber sido la estatua de Júpiter Optimus Maximus de la colina Capitolina: por tanto, no se detalla más la posibilidad, apoyada por críticos autorizados, de que Constantino hubiera hecho reelaborar una estatua original dedicada a su predecesor derrotado, Majencio, hipótesis que habría introducido el tema de la damnatio memoriae: aunque la idea de una identificación con Majencio fue descartada hace tiempo por Paul Zanker (y con ocasión del Reciclaje de la Belleza, Claudio Parisi Presicce retoma el tema para retomar el punto de Zanker según el cual la cabeza no era originalmente la de Majencio sino la de una divinidadParisi Presicce escribió en 2006: "la dedicación de la colosal estatua al emperador, representado según una tradición pagana en la transposición heroica del tipo de Júpiter sentado, sólo puede atribuirse al Senado, quizá para legitimar su victoria sobre Majencio. Una victoria cuya consecuencia fue una damnatio que, aunque no sancionada oficialmente, se sustanció en la transmisión de un recuerdo negativo de Majencio, ya desde la inscripción del Arco de Constantino que califica a su oponente de tirano.
Además, los aparatos, que enumeran todas las piezas supervivientes del coloso, no mencionan el hecho de que el cuello es un añadido moderno: fue esculpido en mármol de Carrara (las partes antiguas son en cambio de mármol de Pariano) por Ruggero Bascapè a finales del siglo XVI, cuando la cabeza del coloso fue colocada en el Campidoglio, en la parte superior de la exposición de la fuente construida en torno a la estatua de Marforio. La exposición reúne numerosos ejemplos de estatuas antiguas integradas en la modernidad, en algunos casos de tal forma que se llega a obras casi totalmente nuevas: es el caso de las obras ya citadas de Nicolas Cordier, el Moro Borghese, compuesto por una cabeza antigua de mármol negro y otros fragmentos a los que el artista francés ha añadido brazos, piernas y cuello para obtener una estatua completamente nueva, al igual que la Zingarella (cuya cabeza es una invención de Cordier, al igual que la mano y los pies derechos), que se reúne con el Moro por primera vez tras su separación de éste. La posibilidad de ver juntos al camilo (joven destinado a funciones cultuales) y al moro, ya que Cordier se inspiró claramente para su obra en la estatua de los Museos Capitolinos, que figura entre las donadas por Sixto IV al pueblo de Roma (la escritura dio origen al primer núcleo de los museos), constituye uno de los momentos más interesantes y logrados de la exposición.
Si, como se ha dicho, los restos del Coloso son un ejemplo de destrucción, la exposición, en cambio, abunda en casos de interpretatio christiana, tema abordado en el catálogo por Maria Lidova, que cita como ejemplos los antiguos sarcófagos que a menudo fueron conservados y reutilizados por artistas cristianos, en algunos casos sufriendo cambios radicales, y en otros permanecieron sustancialmente intactos, proporcionando inspiración y fuentes de inspiración. Así, se expone el sarcófago del siglo II d.C., cedido por el Museo Diocesano de Cortona, que representa una batalla de Dionisio, y que en 1247 fue reutilizado como sepulcro del beato Guido Vagnottelli da Cortona (se dice que fue admirado por Filippo Brunelleschi, que fue a Cortona a propósito para dibujarlo: De hecho, fue una obra muy famosa durante el Renacimiento), y después una urna etrusca con el mito de Pélope e Hipodamia, utilizada como relicario para los restos de San Félix, y finalmente un interesante oscillum, un disco de mármol que se colgaba como regalo votivo en época romana, con la escena del transporte de un soldado herido, modificada posteriormente en época cristiana con la adición de aureolas alrededor de las cabezas de los personajes para transformar la historia en una Deposición de Cristo. Por otra parte, la dicotomía entre forma y significado queda bien expresada por algunas obras que, manteniendo formas idénticas a las del pasado, han sufrido cambios radicales de significado, a veces puestos de manifiesto simplemente con la adición de algunas inscripciones para explicitarlos: Es el caso del relieve Santacroce, una escultura con tres retratos de difuntos, del siglo I a.C., a la que en el siglo XV se añadieron las inscripciones “Amor”, “Veritas” y “Honor” para convertirlas en alegorías de las virtudes de la familia Santacroce, que rebautizó el fragmento como “Fidei simulacrum”. Siguiendo el mismo principio, en el siglo XV se colocaron siete retratos antiguos en la fachada del Palacio Trinci de Foligno para simbolizar las siete edades del hombre: todos están expuestos encima de un escritorio. A veces la incorporación era más compleja, como demuestra la estatua de Antonino Pío como San José, prestada por la Ny Carlsberg Glyptotek de Copenhague: un retrato del emperador Antonino Pío se instaló en el cuerpo de un sacerdote de hacia 150-200 d.C. y la estatua se transformó después en efigie de San José con la simple adición de una vara florecida (atestiguada a finales del siglo XIX, luego dispersada), su atributo iconográfico. Otro cambio de significado, aunque en clave política, lo demuestra el famoso León mordiendo a un caballo, escultura griega del siglo IV a.C. que originalmente formaba parte quizá de una representación de Alejandro Magno cazando, y que en la Edad Media se colocó en el Capitolio para simbolizar el poder de Roma y su buen gobierno.
Un rincón del Podio se ha reservado a una serie de objetos modernos que en su día fueron confundidos con productos de la Antigüedad, dada su similitud con obras de la época romana. Se puede empezar por los Lottatori Aldobrandini, dos relieves que representan el combate de boxeo entre el siracusano Entellus y el troyano Daretes, relatado por Virgilio enla Eneida. Atestiguados en la Villa Aldobrandini del Quirinale, llegaron al Vaticano en 1812 y aún se exponen en los Museos Vaticanos. Hasta hace pocos años se creía que eran antiguas (durante mucho tiempo se siguió creyendo en una hipótesis del siglo XIX según la cual se habían encontrado en el Foro de Trajano), tras lo cual se identificaron como obra de un artista desconocido del siglo XVI. También se creía antigua la escultura que decoraba una de las agujas de la catedral de Milán hasta 1885 y que fue prestada a la exposición por el Museo del Duomo: con ocasión del Reciclaje de la Belleza, se estudió mejor y así se pudo demostrar que se trata de una obra moderna en mármol de Candoglia, material nunca utilizado en época romana. Por último, la sección culmina con el Protome Carafa de Donatello, la enorme cabeza de caballo que el artista florentino ejecutó en la década de 1550 con vistas a la creación de un monumento ecuestre, nunca terminado, para Alfonso V de Aragón: Vasari, en sus Vidas, ya la describía como una escultura “tan bella que muchos creen que es antigua”. Y a pesar de este testimonio autorizado, incluso en el siglo XVI hubo quien refutó al historiador aretino al seguir considerando helenística la obra de Donatello. La práctica del desguace para crear nuevos artefactos, motivada sobre todo por razones económicas, ya que era más práctico explotar las ruinas de la antigua Roma como canteras que extraer nuevo material (Anna Anguissola habla ampliamente de este tema en su ensayo del catálogo), queda en cambio atestiguada por las losas cosmatescas de la catedral de Anagni, que por alguna razón no se exponen juntas, sino dispersas por el Podio: Se hicieron rompiendo obras más antiguas de mármol.
La exposición finaliza en la Cisterna, donde, además de los citados restos del Coloso, también están los mencionados tronos de Rávena, que por primera vez se reúnen en un solo lugar, aunque cuatro de ellos están presentes en vaciados. Se trata de trece fragmentos de mármol que muy probablemente formaban parte de un único monumento que se erigía en Rávena, del que representan todo lo que queda: son losas que comparten un mismo tema iconográfico (que podemos apreciar en su totalidad a partir de la única losa intacta, conservada hoy en el Louvre), es decir, un entorno en cuyo interior se representa un trono vacío, cubierto por un paño, con parejas de putti alados que lo sostienen. Algunos de los tronos conservan los atributos de las divinidades que debían tomar posesión de ellos: se supone que originalmente había doce tronos, uno para cada uno de los dioses olímpicos. No sabemos a qué contexto pertenecían: todo lo que sabemos de esta obra de la Antigüedad es posterior a su dispersión. “La ’biografía’ y la geografía de cada losa”, escribe Chiara Franceschini en el catálogo, “constituyen un capítulo de un libro imaginario, que aún no se ha escrito”. La exposición lo resume con un panel en el que se muestran al público los movimientos de los distintos fragmentos. Por último, aún queda tiempo para un rápido epílogo: se levanta la vista y se admira el gran friso con delfines procedente de la basílica de Neptuno de Roma, y colocado más tarde en la catedral de Pisa (fue retocado en el reverso en el siglo XII para hacer una transena con incrustaciones).
La exposición de la Fondazione Prada tiene, pues, los mismos méritos y defectos que la operación más importante que la precedió, la exposición monográfica de Domenico Gnoli: Como en aquella ocasión, Belleza recicladora se presenta con una cantidad importante de material extraordinario, de muy alto nivel, pero con una disposición y unos aparatos que no están a la altura de las piezas expuestas, no ayudan a orientarse entre las obras, no invitan a profundizar en ellas y no ponen al visitante en condiciones de conocer algo más que la historia resumida de cada una de las obras expuestas. Para obtener una visión más completa, es necesario recurrir al catálogo, para el que se han tomado otras decisiones cuestionables, empezando por el precio desorbitado que, por desgracia, es típico de los catálogos de la Fundación Prada (y estamos hablando de un producto que probablemente esté destinado, debido a su tipografía poco atractiva, a acabar como los ejemplares dejados en exposición para su consulta): de hecho, el volumen sólo está disponible en inglés, con una versión en italiano sólo de los ensayos (colocados al final del volumen, con la relativa pérdida de la relación con las imágenes) y no de las fichas, a pesar de que la mayoría de los autores son italianos.
Aun así, sorprende negativamente la ausencia de referencias al mundo contemporáneo, a pesar de la premisa declarada de querer presentar lo clásico “no sólo como un legado del pasado, sino como un elemento vital capaz de afectar a nuestro presente y futuro”. Desde luego, es sumamente interesante, útil y loable que una marca de lujo como Prada se haya planteado el problema de querer abordar la cuestión de la reutilización y el reciclaje: Estamos hablando de una empresa que produce bienes orientados al consumidor, cuyos procesos industriales conllevan obviamente externalidades de cierto tipo sobre el medio ambiente, y la idea de llamar la atención de todos sobre temas que ya forman parte de nuestra vida cotidiana en lo que se refiere a sostenibilidad y respeto por el mundo que nos rodea no puede sino ser bienvenida. Una marca de lujo que habla de reciclaje, ¡cuando en el imaginario colectivo el lujo es sinónimo de despilfarro, derroche y contaminación! Es una postura que marca una época. Sin embargo, el problema es que de la exposición no se desprende ningún razonamiento, ni siquiera superficial, sobre esta cuestión. Si acaso, los expositores ofrecen las mismas sensaciones que se tienen al entrar en una boutique de lujo: una especie de enorme escaparate. No basta con constatar que “los antiguos también reciclaban” para revestir la Belleza Reciclante de una pátina de actualidad que, sin embargo, no profundiza: ¿qué lección debemos aprender los contemporáneos de lo que vemos expuesto, si es cierto que lo clásico sigue siendo un elemento vital? ¿Y por qué es un elemento vital que afecta a nuestro presente y a nuestro futuro? ¿Quién, en el mundo contemporáneo, se fija en los temas de la reutilización y el reciclaje para crear obras, objetos, productos que sean realmente capaces de afectar al presente y difundir nuevas ideas, nuevos pensamientos, nuevos argumentos? Son preguntas que siguen sin respuesta.
Por último, una idea interesante: el folleto distribuido a la entrada, el que contiene el resumen del ensayo de Salvatore Settis, enumera también una serie de lugares seleccionados por el comité curatorial “como ejemplos de alteración y conservación de la antigüedad egipcia, etrusca, griega y romana a escala urbana”. Los lugares están repartidos por toda Italia: es una pena que para Milán la guía sólo mencione las columnas de San Lorenzo y los arcos de Porta Nuova. Hubiera sido interesante invitar a los visitantes a un recorrido más profundo entre los contextos reutilizados que se encuentran diseminados por la ciudad, al menos los principales. El altar de San Celso, tallado a partir del sarcófago que contenía las reliquias del santo. El portal de mármol de Carrara de la Capilla de San Aquilino, del siglo I, reutilizado de un edificio anterior. El lapidario del Castello Sforzesco, en el que abunda material similar. La columna del diablo junto a la basílica de Sant’Ambrogio, y el mismo copón ottoniano de Sant’Ambrogio con sus columnas de pórfido desnudo, o la serpiente de bronce, singular artefacto helenístico que, según la tradición, fue traído a Milán en 1002 desde Constantinopla (la leyenda lo identifica con la serpiente forjada por Moisés en el desierto, y los milaneses le atribuían poderes taumatúrgicos). El gran sarcófago romano de Sant’Eustorgio, que según la tradición albergaba los restos de los Reyes Magos, con una inscripción del siglo XVIII que lo convirtió en el “sepulcrum trium magorum”. Las obras antiguas reutilizadas que se encuentran por todo Milán también tienen mucho que contar. Es una pena que uno salga de la Fondazione Prada sin conocerla.
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