Scipione, que fue el pintor más atormentado, poético y apasionado de la Escuela Romana de los años treinta, firmó una de las páginas de crítica sobre El Greco más intensas que se hayan escrito jamás. Se le puede reprochar a Scipione falta de originalidad, pues escribió sobre El Greco lo que todo el mundo pensaba y todos pensamos hoy, y se le puede reprochar haber escrito casi por impulso, pero no se puede decir que no sintiera profundamente lo que escribía sobre un artista que le había precedido en trescientos años: "El Greco es para nosotros un visionario, con su pintura inquieta las mentes, las iglesias se pueblan de pesadillas religiosas, levanta imágenes y, transfigurándolas, las lleva a un plano irreal, confundiendo los dos elementos, pintando todo en el cuadro presente y con la misma intensidad. Sus figuras son fantasmas que se concretan con una terrible realidad táctil; sus figuras son finas mallas porque no se acaban. La belleza intangible de las figuras divinas deforma, corrompe, para advertir a la gente’. El Greco es un pintor que ha consumido todos los adjetivos posibles. Cada una de sus obras es como una alucinación. Cada cuadro un viaje. Y cada exposición, por tanto, se convierte en un acontecimiento. El Greco es uno de esos artistas de los que es difícil cansarse, y cuando hay una exposición sobre él se suele tender a un juicio positivo, porque uno se queda embelesado con sus remolinos, sus colores irreales, los espectros que pueblan sus atrevidas composiciones.
Juan Antonio García Castro y Palma Martínez-Burgos García, comisarios de la exposición El Greco. Un pintor en el laberinto, que se exhibe hasta el 11 de febrero de 2024 en Milán, en las salas del Palazzo Reale. El Greco es un pintor cautivador, y necesitaban una exposición que cautivara, una exposición escenográfica, una exposición que aturdiera al público (ya desde la introducción se podía maliciar, con las reproducciones íntegras de los saludos institucionales del catálogo colocados en los paneles de apertura). Basta con reunir un buen número de obras representativas y disponer en torno a ellas un montaje cautivador, aunque algo tortuoso, como el diseñado por Corrado Anselmi, y la exposición se crea a sí misma. El resto parece casi superfluo: el hecho de que no haya innovaciones sustanciales, salvo una reinterpretación de los modelos italianos con los que El Greco tuvo que medirse, y luego las comparaciones a veces un poco forzadas, el revestimiento poco emocionante, el tema demasiado débil (el “laberinto” del título que quiere ser una alegoría de las vicisitudes de su vida así como una referencia simbólica a la complejidad de su vida), el hecho de que la exposición no sea un éxito total. referencia simbólica a la complejidad de su pintura, y por supuesto una referencia demasiado obvia a los orígenes cretenses de Doménikos Theotokópoulos, conocido como “El Greco”, con un artículo en español y un apodo en italiano casi como para resumir las dos tierras que le acogieron). El proyecto, en definitiva, no es el mejor. Sin embargo, los comisarios han conseguido reunir un núcleo de obras del más alto nivel, tanto en cantidad como en calidad: quien quiera saber más sobre El Greco en el mundo quizá debería ir a Milán en lugar de a Toledo hasta febrero, dado que las principales obras de Toledo están de gira en el Palazzo Reale. Y la selección de los museos italianos también es abundante: prácticamente todo lo de El Greco que se conserva en nuestros museos está ahora en Lombardía, cedido a la exposición milanesa.
Ha habido otras exposiciones sobre El Greco en suelo italiano en el pasado. La última fue hace no más de ocho años, en la Casa dei Carraresi de Treviso: una exposición comisariada por Lionello Puppi centrada en los años “italianos” de El Greco, el periodo que Theotokópoulos pasó entre Venecia y Roma, entre 1567 y 1576. Más atrás, en 1999, se había celebrado una exposición monográfica en el Palazzo delle Esposizioni de Roma, una gran exposición itinerante fruto de la colaboración entre Italia, España y Grecia (la primera parada había sido en el Thyssen-Bornemisza de Madrid, la segunda en Roma y la tercera en la Pinacoteca Nacional de Atenas, todas ellas comisariadas por José Álvarez Lopera, María del Mar Borobia, Nicos Hadjinicolau y Claudia Terenzi), un proyecto que permitió conocer toda la trayectoria del pintor griego a través de muchas de sus obras maestras más conocidas, mediante un itinerario compuesto por 78 obras, frente a las 54 de la exposición del Palazzo Reale. Y el principal motivo para visitar la exposición de Milán es precisamente la posibilidad de ver tantas obras de El Greco reunidas en un mismo lugar, casi un cuarto de siglo después de la última vez que ocurrió en Italia.
La inauguración de la exposición nos presenta a un joven Doménikos Theotokópoulos que abandona su isla natal y desembarca en Venecia, donde comienza a olvidar su propia formación para pintar, él que se había formado entre iconos ortodoxos, al estilo occidental: dos iconos cretenses de artistas desconocidos recuerdan la Dormitio de la iglesia de Ermópolis, en la isla de Syros, una obra rara del periodo “griego” de El Greco, descubierta en 1983 y desgraciadamente ausente de la exposición (sin embargo, es evocada por una Dormición postbizantina de principios de del siglo XVI), y acompaña al retablo portátil de Módena, primer préstamo “de lujo” de la exposición milanesa, y obra fundamental en la carrera de El Greco por ser el primer cuadro en el que se aprecia el abandono de todo el sustrato cretense (la “manera griega”, en esencia) en dirección a la pintura veneciana. De hecho, la laguna fue la primera parada de El Greco en Italia: llegó a Venecia en 1567 y enseguida empezó a fijarse en las obras de los grandes venecianos, especialmente Tintoretto, que contribuyó de inmediato a orientar su pintura. El tríptico de Módena, firmado “Cheir Domenikou”, o “por la mano de Domenico”, es un ejemplo temprano de ello. Es el espectáculo de El Greco contenido en apenas treinta y siete centímetros: LaAlegoría de la Coronación del Caballero que puede admirarse en el compartimento central del retablo es ya una visión impetuosa, con los ángeles aferrados a los haces de luz que vienen del cielo, el monstruo infernal al fondo, Cirsto alzándose victorioso sobre la muerte y coronando al caballero arrodillado ante él, símbolo del miles Christi, el “soldado cristiano” que lucha contra las fuerzas del mal. Menos rapaz, pero ya presagiando evoluciones posteriores en el arte de El Greco, es la escena con laAnunciación que puede verse (mal, porque en la exposición el tríptico está inclinado, quizá demasiado) en el reverso.
En la sala siguiente, el visitante sigue efectivamente al Greco en su llegada a Venecia: la pequeña tabla con el Bautismo de Cristo procedente del Museo Histórico de Creta en Heraclión, y la gran Anunciación de la Fundación Julio Muñoz Ramonet de Barcelona, frente a la obra homóloga del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, recuerdan las escenas relacionadas del retablo de Módena, revelando aún más los modelos occidentales. El Bautismo de Cristo es descrito en el catálogo por José Redondo Cuesta, con cierta eficacia, como el “primer ’vagito’ artístico de un pintor neófito en el arte occidental -aunque ya treintañero- inmerso en el complejo aprendizaje del nuevo código artístico del Renacimiento”. Doménikos Theotokópoulos, como veneciano adquirido, podríamos decir, pinta a la manera veneciana: el dibujo aún no está en sus acordes, la composición se rige por un color ya casi opalescente, animado por deslumbrantes pinceladas de luz, sobre todo en los cortinajes, que casi parecen de metal cromado. En laAnunciación, el modelo de la composición es Tintoretto, mientras que el color es tizianesco, pero la irisación de los paños, constante en esta fase del arte de El Greco, se parece más bien a Veronés. Nos encontramos ante un pintor que aún no ha desarrollado plenamente su autonomía compositiva y que, por tanto, prefiere seguir la lección de los grandes maestros de la laguna, aunque tratando de experimentar y contaminar sus puntos de referencia, y a pesar de que esta obra fue pintada cuando el artista ya se había trasladado a Roma (de hecho, pueden fecharse poco antes de su traslado definitivo a España). Podemos suponer razonablemente que el artista había llegado a Roma en 1570, puesto que ya en 1865 se publicó una carta de ese año del mayor el mayor miniaturista de la época, el croata Giulio Clovio, en la que pedía ayuda al cardenal Alessandro Farnesio para acoger a un “joven Candiotto discípulo de Tiziano” que acababa de llegar a la Urbe (en el catálogo, además, un sustancioso ensayo de Giulio Zavatta y Alessandra Bigi Iotti reconstruye la presencia de El Greco en Roma y sus relaciones con la familia Farnesio).
La siguiente sección está dedicada al “italiano” Doménikos Theotokópoulos y se basa en comparaciones entre las obras de El Greco y las de sus modelos. Comienza con la pequeña Última Cena de la Pinacoteca Nazionale de Bolonia (única obra conocida con este tema del pintor cretense, en un formato, por otra parte, decididamente inusual para un tema iconográfico de este tipo), que se expone junto a una obra del taller de Tintoretto: La comparación permite observar los puntos en común (la disposición de la composición con la mesa central y las figuras dispuestas en torno a ella, los gestos de ciertos personajes, como el del apóstol que salta de su taburete asombrado mientras se agarra a la mesa, la forma misma de los taburetes, la solemnidad de la figura de Cristo). De Parma, en cambio, procede una obra maestra como la Curación del ciego, colocada junto a una Consegna delle chiavi de Giovanni Battista Castello (ya atribuida a Giulio Clovio), comparación un tanto forzada, justificada por el recurso común a los modelos de Miguel Ángel: la Curación, además, es una de las obras de El Greco registradas en los antiguos inventarios del Farnesio (en 1662 la obra fue entregada a Tintoretto, lo que demuestra cómo el cretense se fijó en la pintura de la laguna durante sus años italianos), y con toda probabilidad fue encargada directamente por el Farnesio. En la ambientación, el cuadro insinúa ya la actualización por El Greco de los modelos centrales italianos, como se aprecia al observar la plaza porticada, escorzada en perspectiva. El Cristo agonizante con Toledo al fondo data de los años españoles y se encuentra en una sala algo apartada (cuidado con saltársela durante la visita): obra que muestra ya todas las características de la madurez de El Greco, no desdeña sin embargo la comparación con Miguel Ángel, sobre todo en la ambientación y la pose (se compara con un Cristo Crucificado del círculo de Marcello Venusti, directamente derivado de un arquetipo de Miguel Ángel, y con un Crucifijo de plata del taller de Guglielmo della Porta). También pertenece al periodo español laOración en el Huerto de la iglesia parroquial de Santa María la Mayor de Andújar: un cuadro alienante en el que el episodio evangélico aparece como podría aparecer en un sueño, con las figuras alargadas propias de la producción madura de El Greco, los destellos como briznas de luz cortando las nubes, el paisaje deformado y casi totalmente desprovisto de referencias, los ropajes de los apóstoles que casi parecen vivir una vida propia. Por alguna razón, la obra ha sido comparada con una Deposición de Jacopo Bassano (se identifica una referencia no especificada, pero difícil de discernir). una de las obras más conocidas de El Greco y una de las más destacadas de la exposición, y la obra homóloga de Jacopo Bassano, mientras que la comparación entre el tenue San Juan Bautista de Theotokópoulos y el de Tiziano en la Gallerie dell’Accademia parece más oportuna: el santo del griego ya no es el imperioso atleta de Tiziano, que no parece afectado en lo más mínimo por las andanzas del desierto, y al que El Greco tal vez tenía en mente cuando pintó su Juan Bautista, sino que es un hombre visiblemente sufriente, demacrado, asolado por las privaciones, privado de fuerza, a pesar de la solemnidad de su figura silueteada contra un paisaje en el que se divisa a lo lejos la silueta del Escorial (era típico del Greco pintar vistas reales en sus obras).
La comparación, aparentemente menos lógica, entre la Sagrada Familia con Santa Ana de El Greco y la Madonna Bolognini de Correggio, cedida por el Castello Sforzesco, merece un análisis aparte. El ensayo de Zavatta y Bigi Iotti en el catálogo atribuye a Doménikos Theotokópoulos un interés particular por el arte de Correggio, como demuestra una copia, actualmente desaparecida, de la Noche de Antonio Allegri en la Gemäldegalerie de Dresde. Esta copia, que presupone una visión directa del original de Correggio, también sería útil para establecer de forma convincente una estancia en Emilia del pintor cretense, hasta ahora hipotetizada por gran parte de la crítica pero no documentada. La copia de una obra de Correggio refuerza la idea de que El Greco pasó una temporada entre Parma y Reggio Emilia, y también podríamos decir que corrobora en cierta medida la idea de que el pintor griego se sintió de algún modo fascinado por el arte de Correggio. Sin embargo, es difícil ir más allá, es difícil encontrar elementos de Correggio en sus cuadros, y la comparación entre las dos obras no ayuda, a menos que queramos quedarnos en un nivel genérico. El pie de foto de la exposición habla de una obra en la que “El Greco despliega un lenguaje de profunda delicadeza, intimidad y ternura”: Aparte de que esta escena, tan íntima y tan amorosa en su tratamiento del tema de la maternidad, representa un hapax en la producción de El Greco (era un género que no le convenía, evidentemente), hay que considerar también que, si damos por buena la fecha más temprana, sigue a un período de quince años después de la También hay que tener en cuenta que, si damos por buena la fecha más temprana, ésta se sitúa unos quince años después de su salida de Italia, y es difícil imaginar que el recuerdo de su estancia en Parma pudiera pasarle por la cabeza tanto tiempo después, sobre todo porque Correggio no fue un punto de referencia constante para su producción como lo fueron Tintoretto, Tiziano, Bassano o Veronés.
Tras un pasaje que aborda con cierta precipitación el tema del retrato griego (en cambio, se desarrolla con mucha mayor profundidad en el catálogo, con un ensayo de José Redondo Cuesta), pasamos a las dos salas más espectaculares de la exposición milanesa, dedicadas a la producción religiosa de El Greco, leída a la luz de su contexto histórico. Toledo, nos recuerdan los paneles de la exposición, fue la primera ciudad en aplicar los decretos del Concilio de Trento: la Contrarreforma, en España, llegó por tanto a esta ciudad antes que a otras. El Greco puso en escena un teatro sacro visionario y loco, hecho de representaciones dramáticas e intensas, destinado a buscar la máxima implicación de los fieles, que debían sentirse parte de la propia escena: Esto es lo que se siente al observar, por ejemplo, el Expolio de Cristo, que proyecta al espectador en la escena arrojándolo a la multitud que rodea a Cristo, seráfico y digno, totalmente ajeno a lo que sucede a su alrededor, a pesar de la opresiva multitud que ocupa todos los espacios, impidiendo ver el más mínimo trozo de paisaje, y permitiendo apenas vislumbrar el cielo a lo lejos. Uno casi tiene la sensación de estar allí, de estar presente, de haberse colocado frente al Cristo que avanza, atado y arrastrado por sus torturadores, pero sin descomponerse: es una obra que aún conserva un cierto grado de naturalismo, a pesar del alargamiento de las figuras, a pesar de la coloración cerosa de los rostros, a pesar de los pliegues metálicos de las túnicas. No se puede decir lo mismo de las obras que la rodean, empezando por el gran Bautismo de Cristo, comenzado hacia 1608, dejado inacabado por El Greco y terminado en 1621 por sus ayudantes de taller. El Greco crea aquí un mundo completamente artificial, las figuras son ahora presencias impalpables, el cielo y la tierra se funden, ya no se respeta ninguna ley de la física: lo que vemos en el lienzo es puro artificio, pura visión mental, puro éxtasis. La solemnidad, la distancia sideral de los iconos bizantinos perviven en el teatro sagrado de la Contrarreforma católica: ahí reside, quizá, la cumbre de la originalidad del arte de El Greco. LaEncarnación prestada por el Thyssen-Bornemisza también adquiere los tonos de una epifanía mística, unos veinte años después de su estancia en Italia (es una obra de 1596-1660). una obra de 1596-1600), y que aborda el tema sagrado devolviéndolo en forma de una fantasía mística sobrecogedora en la que parecemos absorbidos, engullidos por la vorágine de nubes y querubines, con la paloma del Espíritu Santo abalanzándose, los ángeles haciendo estragos, el aire y el cielo invadiendo el espacio. ¿De dónde viene semejante sobrecarga visual? Es interesante lo que escribe Palma Martínez-Burgos García en su ensayo, situando el arte de El Greco en dos polos, el de la elocuencia y el de la devoción, en el contexto de la Contrarreforma y de las renovadas exigencias ideológicas tras el Concilio de Trento. “El Greco”, escribe Martínez-Burgos García, “fue el primer maestro en el ámbito hispánico que combinó magistralmente las fórmulas emocionales para ponerlas al servicio de la fe”, elaborando un lenguaje singular en el que los gestos, la mímica y las poses de los personajes adquieren una importancia central al funcionar para hacer efectiva la retórica grequiana. A ello se añade el hecho de que, reelaborando lo aprendido en Venecia, “El Greco asombra en el manejo de la luz y la sombra en la más rigurosa tradición veneciana y antivasariana”, aplicando el color con pinceladas inconexas que amplifican “el sentido psicológico de lo inacabado”, creando potentes efectos lumínicos que enfatizan y refuerzan el significado religioso de sus complejas figuraciones.
La exposición continúa con una pequeña sección dedicada al rostro de la Virgen, resuelta con unas intensas pinturas de tema mariano: en la misma pared, una obra maestra como la Virgen con el Niño y las Santas Martina e Inés de la National Gallery de Washington (hay un curioso detalle de las iniciales de Doménikos Theotokópoulos en la cabeza del león en la parte inferior), y la delicada Sagrada Familia con Santa Isabel y San Juan llegada de Toledo, obra en la que, escribe Juan Antonio García Castro, “la técnica pictórica de El Greco se manifiesta en toda su plenitud: desde las nubes del fondo que revelan la preparación del lienzo hasta la veladura final, pasando por las modificaciones de la idea original -reveladas por las imágenes radiológicas- y el empleo de artificios estéticos como las densas pinceladas pastosas o los contornos ejecutados con negro orgánico para dar volumen o crear sensación de separación [....], un sofisticado efecto por el que el recién nacido parece levitar sobre el regazo de su madre”. A continuación, el impresionante óvalo con laCoronación de la Virgen nos introduce en las últimas salas, donde desfilan los santos del panteón de El Greco, desde el monumental San Sebastián de la Catedral de Palencia, pintado poco después de la llegada del pintor a España, y por tanto cuando aún tenía en mente las estatuas antiguas vistas en Roma, hasta la fascinante Magdalena de Sitges, pasando por San Juan Evangelista y San Francisco de los Uffizi. En la penúltima sala, en cambio, se han reunido los santos de la madurez tardía de El Greco, periodo en el que el pintor recupera la hieraticidad de los iconos griegos en los que se había formado, proponiendo imágenes de santos en pose frontal, solemnes, sin elementos adicionales que perturben el diálogo con el tema. Admirando obras como los cuadros de la serie del Apostolado, o el Cristo llevando la cruz de Olot, nos encontramos ante un pintor que suaviza su instinto visionario en favor de imágenes más intimistas, más meditadas psicológicamente, quizá incluso más sufridas, que pretenden tocar de un modo nuevo los sentimientos de los fieles. El sorprendente final está reservado al Laocoonte: único lienzo de tema mitológico pintado por El Greco, se trata de una obra realizada por el pintor al final de su carrera, colocada justo antes de los créditos finales para devolver al espectador a los vínculos entre el pintor e Italia, a lo que El Greco pudo haber visto en Roma. La referencia es al grupo del Laocoonte, encontrado en 1506, en el que evidentemente se inspira la imagen de El Greco, ambigua y capaz de desviarse del mito, con la introducción de algunas figuras difíciles de interpretar, y todo ello ambientado, como siempre, en el paisaje de Toledo, que vemos representado al fondo, una imagen de su ciudad de adopción que vuelve repetidamente en las visiones de Doménikos.
El Laocoonte es una especie de giro final en un itinerario que consigue desconcertar al visitante con la fuerza de las imágenes de El Greco, hasta el punto de hacer casi imperceptible el desdibujamiento del recorrido. A partir de entonces, cambia de registro repentinamente, invirtiendo el itinerario en una sucesión de salas temáticas, con el resultado de que cuesta entender quién es el pintor que sale de Italia y, una vez llegado a España, tarda poco en cambiar por completo su forma de pintar. Es, esencialmente, un artista que aprende a pintar entre Venecia y Roma, pero que probablemente siente que trabajar en Italia es demasiado difícil para un griego que pinta en la vena de los venecianos y que ha quedado profundamente marcado por el arte de Miguel Ángel. Tal vez su arte transcurra mejor en España, pero no en el Madrid de Felipe II, sino en la culta pero más periférica Toledo, donde está solo, donde no siente presión, donde no siente el peso de la comparación con aquellos que tal vez considera inalcanzables, donde no tiene limitaciones, donde es más libre para experimentar. Solo en un contexto así podría haber germinado un artista tan revolucionario, un artista que, como recordó la exposición de Treviso de 2015, encontró su genio en la fusión de la cultura ortodoxa y la católica romana consiguiendo no renegar de ninguna de las dos lenguas. De ahí su inconformismo que, sin embargo, no niega el clasicismo: lo absorbe, lo relee, incluso lo trastorna, pero nunca lo niega. Uno admira aquí a ese artista tan moderno que sedujo a tantos de los grandes del siglo XX.
Es difícil, por ejemplo, contemplar una obra de El Greco y no pensar en Cézanne. O en Picasso. O en los expresionistas: en 1911 se organizó en Múnich una exposición de la colección del coleccionista húngaro Marczell Nemes, que incluía una docena de cuadros de El Greco. Y cien años después, en Düsseldorf, se organizó una exposición que, partiendo de aquella muestra, exploraba las formas en que los artistas de principios del siglo XX entraron en contacto con El Greco. Kandinsky, Macke, Kokoschka, más tarde también Max Ernst. En los primeros años del siglo XX, El Greco era admirado por su capacidad para construir formas sostenidas por una poderosa fuerza emocional, por su antinaturalismo, como artista que asentaba sus composiciones sobre ritmos y estructuras primordialmente interiores. El Greco, en esencia, había abierto un camino que se seguiría trescientos años después.
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