1968 fue un año de gran importancia para la ciudad de Lucca: se abrieron al público las puertas del Museo Nacional de Villa Guinigi, adquirido por el Estado veinte años antes y sometido durante dos décadas a los necesarios trabajos de restauración y ordenación de las colecciones. Al mismo tiempo, se publicó el primer catálogo de la colección, y en ese volumen fundamental, Silvia Meloni Trkulja, en la parte dedicada a la pintura del siglo XVII que ella misma dirigió, pudo escribir que en la revalorización de la pintura italiana del siglo XVII, Pietro Paolini había pasado a “ocupar un lugar más que honroso, por su formación y dominio pictórico mucho más allá de un nivel provincial, por la actualidad y la amplitud razonada de su cultura”. En la Italia de los años cincuenta y sesenta, que investigaba sus raíces con admirable celo, que abría museos incluso en los pueblos más remotos y que redescubría a los grandes pintores locales del pasado, Lucca había encontrado a uno de sus campeones, Pietro Paolini, que había estado en Roma durante los años en que el lenguaje de Caravaggio guiaba las elecciones de los mecenas y las inclinaciones de los artistas, que había completado su aprendizaje en el taller de Angelo Caroselli y regresado a casa enriquecido por experiencias que harían de él el “bizarro caravaggesco”, como lo definió Nikita de Vernejoul, haciéndose eco del juicio que de él hizo Filippo Baldinucci, todavía capaz de suscitar vivo asombro en cualquiera que, encontrándose en el interior de una iglesia o de un museo de Lucca, acabe en presencia de sus cuadros.
En efecto, en aquellos años, Paolini vivió una temporada de densos estudios y auténticos redescubrimientos, él, que aparecía en la Storia pittorica d’Italia del abad Lanzi, que había obtenido el privilegio de una biografía en las Notizie de’ professori del disegno de Baldinucci (es el gran historiador florentino quien lo llamaba “pintor de gran excentricidad y noble invención”, acostumbrado a pintar ’con gran paciencia y estudio’), que había esparcido sus cuadros por toda la ciudad, que aparecía mencionado en todas las guías de eruditos locales ya en el siglo XVIII y que incluso empezaba a aparecer en publicaciones odeportivas. Además, es imposible visitar Lucca sin toparse con una obra de Pietro Paolini. Antes de que Meloni Trkulja hablara de un Paolini revalorizado, Anna Ottani Cavina y Alessandro Marabottini Marabotti habían escrito sobre él, ayudando a enmarcar su carrera, y más tarde, en 1987, Patrizia Giusti Maccari editaría la primera y, hasta ahora, única monografía sobre el pintor de Lucca. Después de esto, poco más que contar: el interés por él quedó confinado al ámbito local. Y nunca antes Pietro Paolini había disfrutado de su propia exposición monográfica. Que llegó a finales de 2021, disfrazada: el comisario, Vittorio Sgarbi, la tituló I pittori della luce. De Caravaggio a Paolini. Un título ciertamente adulatorio, todo concentrado en embaucar al público reservando al gran protagonista de la exposición sólo la octava palabra, la última, de la que se compone, y alardeando del nombre de Caravaggio, presente en verdad sólo en la primera sala, además con una reproducción y con dos obras que nunca han sentado bien a toda la crítica. Las colas a las puertas del Cavallerizza de Lucca son la prueba más icastica y tangible del éxito de la operación. Pero si la intención, muy noble, es dar a conocer a Pietro Paolini al público nacional (pero también a los propios lucchese), también merece la pena uno de esos títulos acariciadores que horrorizan a los puristas.
¿Cuáles son las razones de la desgracia expositiva de Pietro Paolini? Probablemente una sola razón: el hecho de que el tratamiento que la crítica ha hecho de él nunca haya traspasado las murallas de la ciudad. “El nombre de Pietro Paolini”, escribe Sgarbi, “nunca ha sido evocado, por ejemplo, por Berenson, Longhi y Voss, que no reconocieron la talla que le correspondía, dedicándole atención y consideración”. La monografía de Giusti Maccari, precedida por un ensayo de Elisabetta Giffi publicado en Prospettiva en 1986 (en el que la estudiosa lamentaba el silencio en el que se había sumido de nuevo el artista), abrió efectivamente el camino a otra temporada de estudios sobre Paolini, que culminó con la exposición sobre los inicios del siglo XVII en Lucca en 1994-1995, comisariada por Maria Teresa Filieri, en la que, sin embargo, se tuvo en cuenta todo el fértil ambiente artístico de Lucca en aquella época, y continuó con trabajos recientes de estudiosos como Gianni Papi, la propia Nikita de Vernejoul, Stefania Macioce y Paola Betti. Paolini, sin embargo, no ha sido tan afortunado como un Orazio Gentileschi, un Valentin de Boulogne, un José de Ribera, pero también, más banalmente, un Battistello Caracciolo o un Giovanni Serodine, por citar sólo algunos. Y en las exposiciones dedicadas a los pintores caravaggiescos, Paolini, siempre suponiendo que estuviera presente, ni siquiera conseguía un papel secundario. La exposición de Sgarbi suple por tanto esta carencia, y lo hace con un itinerario impecablemente ordenado, con un desarrollo lineal, acompañando al visitante primero por la Roma marcada por la estrella de Caravaggio, en los años inmediatamente posteriores a su muerte, después por Lucca, donde creció y se consolidó el genio de Paolini, y finalmente por el vivo legado del maestro, dando amplio espacio a los acontecimientos de Girolamo Scaglia y Giovanni Domenico Lombardi, los dos pintores que más se fijaron en Paolini. Y no sólo a ellos.
El itinerario del visitante comienza en una sala que, a modo de introibo, fija los puntos cardinales en los que hay que situar el recorrido de Pietro Paolini. Nada más entrar, uno se encuentra ante laAdoración de los pastores de Pieter Paul Rubens, procedente de la Pinacoteca Civica di Fermo: un préstamo muy feliz para la exposición, un maravilloso nocturno de 1608 que transporta al visitante a las atmósferas de la pintura de la época (hay que captar el vínculo histórico que une a Rubens con Caravaggio, ya que fue el gran artista flamenco quien señaló la Muerte de la Virgen del lombardo a Vincenzo I Gonzaga, duque de Mantua, que la adquirió) y que introduce ese gusto neoveneciano al que el propio Paolini no era inmune. Y la Natividad de Fermo está cronológicamente próxima a la Madonna della Vallicella de Rubens, un cuadro que, según escribió Giusti Maccari en su monografía sobre Paolini, fue aceptado “como una reacción al clasicismo boloñés”, y que tomó de los pintores venecianos “los aspectos más llamativos, como el rico empaste de la materia, la felicidad de la invención, la inmediatez de la ejecución”. En la misma sala, además del facsímil del Seppellimento di santa Lucia de Caravaggio, presente para dar cuenta al público de las fases extremas de su actividad, se pueden admirar dos obras controvertidas, el Ragazzo che monda un frutto y los Cavadenti, colocados frente a un Sansón y Dalila del lucchese Pietro Sigismondi, incluido aquí para mostrar lo que se producía en Lucca en el mismo momento en que Caravaggio abandonó Roma para siempre (la obra de Sigismondi, manierista tardío, data de 1606). Particularmente sugestiva es la presencia de Cavadenti, que tiende a hacer evidente esa relación de “filiación directa con Caravaggio” (como escribió Giffi en su ensayo de 1986) que revelan ciertas obras de Pietro Paolini (sobre todo, como se verá, los dos grandes mártires hoy en el Museo Nacional de Villa Guinigi) en las que el pintor de Lucca abarrota “los espacios estrechos con miradas repentinas, gestos convulsos y expresiones desesperadas”. Y no es ocioso recordar cómo Giffi puso en tela de juicio, para explicar estas relaciones de ascendencia, precisamente a Cavadenti para quien Carlo Volpe, en 1970, llegó a proponer el nombre de un pintor cercano a Paolini para la ejecución de las figuras centrales.
El ensayo de Elisabetta Giffi ahondaba en los méritos de los vínculos entre Pietro Paolini y su maestro romano, Angelo Caroselli: la formación del artista lucchés con él está atestiguada por la literatura, pero no por los papeles, y queda obviamente atestiguada por las similitudes estilísticas. Antes de llegar a Caroselli, sin embargo, la exposición se detiene durante una o dos salas en la Roma que se vio atronada por la estrella fulgurante de Caravaggio, captando su alcance revolucionario: una contextualización necesaria para comprender la respuesta de los artistas a ese último Caravaggio “todo con luz artificial”, señala Sgarbi en la introducción del catálogo. Los artistas más cercanos al artista milanés son investigados en primer lugar: Spadarino que revisita el tradicional tema iconográfico del Ángel de la Guarda en una sofisticada composición toda ella orquestada sobre las gradaciones del blanco, ese Giovanni Baglione demasiado a menudo apresuradamente reducido al más enconado rival de Caravaggio pero en realidad un pintor que respondió inmediatamente al realismo de Merisi actualizando su lenguaje (está presente con una Madonna coronada), el tesinés Giovanni Serodine que medita sobre las relaciones entre luz y sombra, así como sobre las expresiones de los personajes, con su Cristo burlado, y uno de los primeros pintores caravaggiescos, Giovanni Francesco Guerrieri de las Marcas, presente en Lucca en su dimensión de refinado inventor, sagrado y profano, de composiciones que declinan el naturalismo caravaggiesco “con refinadas elegancias mundanas y ornamentales que remiten a los ejemplos más modernos, suntuosos y coloristas de pintores como Angelo Caroselli y Pietro Paolini” (en palabras de Pietro Di Natale). No se pasan por alto todas las ramas que serían fundamentales para Paolini, y que el pintor de Lucca pudo estudiar durante su larga estancia en Roma. Una de las réplicas delAmore vincitore de Orazio Riminaldi (“cualitativamente comparable al arquetipo caravaggesco”, escribe Pierluigi Carofano en el catálogo) es la demostración más viva de la línea caravaggista, a menudo descuidada, que también se difundió en Toscana, tema sobre el que el propio Carofano, que es uno de los mayores expertos en la materia, interviene con un ensayo. Cabe mencionar también, para seguir con el tema, una bella obra inédita de Rutilio Manetti, una Captura de San Pedro estudiada para la ocasión por Marco Ciampolini y el propio Sgarbi. El realismo tan preciso como exagerado de los napolitanos encuentra un ejemplo más que elocuente en el San Jerónimo de José de Ribera, de la Fundación Cavallini Sgarbi. Están las meditaciones a la luz de las velas de los maestros nórdicos: de ahí el delicado contraluz de Cupido despertado por Psique, de Trophime Bigot.
La aproximación a Pietro Paolini alcanza su clímax con el trío compuesto por Valentin de Boulogne, Paolo Guidotti y Bartolomeo Manfredi, antes de llegar, por supuesto, a Angelo Caroselli. “Valentin de Boulogne”, escribió Nikita de Vernejoul, “es el artista al que Paolini se acerca más, estilística y conceptualmente. Debieron de cruzarse en la calle, en talleres de pintores o en casas de marchantes. Paolini adopta el encuadre apretado que centra la atención en lo esencial, los volúmenes plenos de las figuras recortadas, las pinceladas gordas y la iluminación lateral que despega los rostros del fondo”. Justo a tiempo llegan el San Jerónimo y el San Juan Bautista de Camerino, obras maestras del realismo epidérmico que, junto con los Girolamis de Ribera y Paolo Biancucci de Lucca, constituyen uno de los puntos culminantes de la exposición. Paolo Guidotti, conocido como Cavalier Borghese, es quien trajo a Lucca “el primer viento procaravaggesco”, según una eficaz expresión de Paola Betti: el artista regresó a la ciudad en 1611 y a él se debe la primacía de haber traído las novedades a Lucca. He aquí un Caín y Abel suyo con un atrevido escorzo. Bartolomeo Manfredi, por su parte, está presente para transmitir la idea de un Paolini que es uno de los intérpretes más originales de su manera fundada en el verismo, la frescura y la pulcritud apoyada en un dibujo preciso: "Manfredi Manier" lo había llamado Joachim von Sandrart, y "Manfredi methodus " se traduciría más tarde Manfrediana methodus, expresión que, sin embargo, fue impugnada recientemente por Gianni Papi por engañosa, ya que corría el riesgo de convertir al cremonés en una especie de líder de la escuela que quizá nunca fue. Sea como fuere, esta entonación está sin embargo representada en la exposición por dos cuadros del taller de Manfredi: los Jugadores de cartas atestiguan vivamente el éxito que tuvo el género inventado por Manfredi. Por último, Caroselli, también partidario de un extraño caravaggismo (véase el Negromante en la Pinacoteca Civica de Ancona), también seguidor de la manera de Manfredi, pero también atraído por la delicadeza toscana de Orazio Gentileschi, y cuya fisonomía de maestro de Paolini está bien reconstruida por Marta Rossetti en el catálogo.
El recorrido por las salas dedicadas a Paolini puede comenzar con la Virgen del Rosario con Santo Domingo y Santa Catalina, cedida por el Museo Nacional de Villa Guinigi, junto con los dos grandes mártires expuestos a poca distancia. Obra de juventud, fechada en 1626, la Virgen del Rosario conserva un gusto del siglo XVI en el esquema compositivo, tomado de las Madonnas de Andrea del Sarto, pero los fuertes contrastes de claroscuro derivados de la modulación de la luz son inéditos para la Toscana de la época: soluciones que, como señala Giusti Maccari en la descripción del cuadro, reflejan las experiencias naturalistas de Paolini durante su estancia en Roma, de donde había regresado temporalmente ese año. El Nigromante expuesto en la pared contigua dialoga con el cuadro del mismo tema (aunque femenino) de Caroselli que el visitante vio en la sala anterior: la relación con el maestro se hace explícita en la evidencia fisonómica del personaje (pero lo mismo puede decirse de la Madonna del Rosario), así como en el acento bizarro común que emerge con fuerza del cuadro de la Fundación Cavallini Sgarbi. Muy refinadas son Las tres edades de la vida, que puede admirarse justo al lado de El Nigromante: obra procedente de una colección privada, restituye una dimensión más de Pietro Paolini, que también se revela como un artista capaz de componer sofisticadas alegorías, realzadas por la extraordinaria calidad de las naturalezas muertas a las que se confía la tarea de transmitir el contenido simbólico del cuadro, una compleja reflexión sobre la fugacidad de la vida que comienza y termina con el anciano que se ve a la izquierda, una de las figuras más conmovedoras de la pintura de Paolini.
Casi merecedoras de una exposición propia son las dos paredes opuestas, donde se puede observar a Paolini en su momento más agitado, el del Martirio de San Bartolomé, el Martirio de San Ponciano y laMasacre de los oficiales del general Wallenstein. Los dos martirios son quizá las obras más famosas de Paolini, y son también probablemente las dos obras más abiertamente caravaggiescas de toda su carrera: el joven de Lucca recuerda bien, sobre todo en el Martirio de San Bartolomé, el precedente del Martirio de San Mateo de Caravaggio, y aquí se muestra movido por la intención de reverberar en su patria la altísima lección aprendida en Roma, con dos cuadros animados por destellos de luz que asumen funciones narrativas, por un estudiado verismo (no hay más que ver la trágica figura de San Ponciano, o la del esbirro que grita a voz en grito a San Bartolomé), por composiciones arremolinadas que, con su furioso caos, aumentan la participación del espectador. Todo apunta aquí a la implicación emocional del espectador, y las hábiles modulaciones de la luz realzan el drama que se desarrolla. Y sin recurrir a detalles especialmente sangrientos: la fuerza del pincel de Pietro Paolini y la inteligencia de sus efectos bastan para atraernos hacia sus invenciones. Singular es elEccidio de la pared contigua, un hapax que recuerda un acontecimiento de la época: una pintura política, por tanto, encargada a Paolini en 1634 por la familia Diodati para demostrar su lealtad al imperio (y, por extensión, la lealtad de la República de Lucca: la estabilidad del pequeño Estado se basaba también en la astucia de las relaciones internacionales). De hecho, fue el emperador Fernando II quien inspiró la conspiración que el 25 de enero de 1634, en Bohemia, condujo al asesinato del general Albrecht von Wallenstein, que se había vuelto incómodo: Giulio y Fabio Diodati, miembros destacados de la familia, habían servido a Wallenstein y apoyado la conspiración. Aquí Paolini introduce algunas novedades tras su estancia en Venecia: hay una ejecución más espontánea, las pinceladas se vuelven más melosas, los colores son más vivos, la luz se hace más cálida. Sin embargo, no faltan los recuerdos romanos: la espléndida pieza de la columna iluminada por una tenue luz está ahí para recordárnoslo.
Siguiendo adelante, uno se encuentra con otros luminosos ejemplos del arte de Paolini y recorre las obras de su madurez. Uno se detiene ante el Cantore utilizado para la imagen coordinada de la exposición y el Ritratto d’uomo che scrive al lume di una lucerna (Retrato de un hombre que escribe a la luz de una lámpara), quizás un autorretrato del artista, que responde a las pinturas a la luz de las velas de los pintores nórdicos que Paolini había observado en Roma. En la misma sala se encuentra el Concerto a cinque figure (Concierto con cinco figuras), que se expuso en un club nocturno de Roma, el Open Gate Club, en los años ochenta, y en el que amplios y repentinos destellos de luz rompen la oscuridad para investir los rostros de las figuras, en este caso todos varones empeñados en tocar y cantar. Del Palazzo Mansi procede una obra maestra del tenebrismo como laAlegoría de la vida y de la muerte, y luego volvemos a las pinturas alegóricas con una obra de los años cincuenta, el Banchetto musicale cargado de significados simbólicos, y singular por los detalles que emergen del marco. El Cupido durmiente de la Fondazione Cassa di Risparmio di Lucca recuerda el conocido precedente de Caravaggio, mientras que las Bolsas de huevos ofrecen pruebas de una veta en la que Paolini fue muy activo, la de las escenas de género: los dos ejemplos más interesantes en este sentido, el Pollarolo y el Mondinaro, no están expuestos, pero se encuentran a poca distancia, en el Palazzo Mansi. Por otra parte, los Compratrici son también el viático que conduce al visitante hacia el final de la exposición, ya que se trata de una obra que Paolini ejecutó junto a su discípulo Simone del Tintore (a quien se deben las piezas naturamortistica) y permite así una visión más amplia de los acontecimientos de la pintura de Lucca después de Paolini, con la que se cierra la exposición.
Común a los artistas que siguieron a Paolini es la técnica bien descrita por Paola Betti en su ensayo: una técnica "que podemos definir como patchwork, consistente en tomar porciones de una composición y trasladarlas igualmente dentro de otras, porciones que luego encontramos reproducidas de manera palpable en más de una obra del mismo pintor". Un ejemplo de este modus operandi es el Zampognaro de Simone del Tintore, con sus dos protagonistas, el jugador y la anciana, que vuelven de diversas maneras en otros cuadros conocidos del artista (aunque no en la exposición), uno de los más fieles seguidores de Paolini. Más compleja es la personalidad de Pietro Ricchi, viajero infatigable y siempre abierto a nuevas ideas: se fija en el luminismo de los nórdicos (como demuestra Judith con la cabeza de Holofernes, del castillo Buonconsiglio de Trento), acoge a veces un realismo popular y devoto de inspiración lombarda (Descanso en la huida a Egipto, también de Trento), introduce refinadas irisaciones y se vuelve más inmediato tras su encuentro con el arte véneto(La reina Tomiri con la cabeza del rey Ciro).
Es entonces el turno del meticuloso Girolamo Scaglia, otra de las creaciones de Paolini y muy cercano a él: La reducción de la violencia al mínimo en Judith, obra en la que el artista pretende insistir en la ferocidad del contraste entre la belleza color marfil de la heroína y la vejez de la sierva, atestigua su capacidad para interpretar de forma original los temas de la pintura contemporánea, al igual que en la Caducità della vita e del potere terreno, un memento mori “de considerable fuerza expresiva y simbólica, marcado por una rápida redacción que revela un pleno dominio de los medios pictóricos” (Paola Betti). La misma fuerza puede admirarse en el regio y poderoso David, procedente de una colección privada. Por último, la exposición se cierra con el verdadero dominus de la pintura de Lucca a principios del siglo XVIII, Giovanni Domenico Lombardi conocido como l’Ometto, a quien, escribe de nuevo Betti, hay que “reconocer una posición de relieve igual a la ocupada por Paolini en el siglo anterior tanto por el nivel de calidad alcanzado como por la riqueza de una producción que tocaba todos los géneros temáticos”. Lombardi, como Ricchi, es también un artista de cultura variada y compuesta: así, pasamos del clasicismo del Martirio de los santos Juan y Pablo a la abarrotadísima Muerte de Virginia, donde la larga onda del eco de Caravaggio se atenúa por la pastosidad de la pintura veneciana, pasamos por escenas de género de gusto todavía diecisieteañero como la Escena de la seducción y el engaño, hasta llegar a una sorprendente Adoración de los pastores neocorreggesca.
No cabe duda de que Pietro Paolini fue uno de los intérpretes más originales y versátiles del verbum caravaggesco, y de que es un artista que bien puede elevarse a la categoría de los maestros toscanos más importantes del siglo XVII: Esto es bien sabido por los estudiosos (y la exposición comisariada por Vittorio Sgarbi ha reunido un equipo de muy alto nivel, incluidos los que firman los textos del catálogo, es decir, los ya citados Betti, de Vernejoul, Carofano, Giusti Maccari y Rossetti, junto con Alberto Ambrosini y Roberto Rapuano, y los que compilaron las descripciones de las obras: todos los expertos en la materia están presentes), y con I pittori della luce ahora también el público en general puede al menos hacerse una idea, tras haber visitado una de las exposiciones más significativas sobre el siglo XVII en Italia en los últimos años. Los visitantes deben prepararse para la visita a una exposición basada en un proyecto científico de alto nivel y que se presenta con una disposición que es cualquier cosa menos convencional: una luz que bien puede describirse como caravaggesca y que también incita a un enfoque contemplativo, totalmente ausente de paneles de sala (típico de las exposiciones comisariadas por Vittorio Sgarbi: Para los que lleguen con la intención de saber más, la audioguía será un accesorio ineludible), las grandes esculturas de Cesare Inzerillo y Marilena Manzella (los fans de Sgarbi ya las han visto en los distintos “museos de la locura”) que magnifican ciertos detalles recurrentes en los cuadros de la época (una vela, una pera, un sudario, una violeta) y que a su vez se repiten asomándose entre una sala y otra. También hay, cosa rara en las exposiciones de arte antiguo, sonido de fondo, con música original compuesta por Lello Analfino.
Y están, por supuesto, las obras: un centenar, con una selección cuidadosamente calibrada. Sí, faltan algunas obras importantes de Paolini conservadas en colecciones internacionales, empezando por laAlegoría de los cinco sentidos del Walters Art Museum de Baltimore y la adquisición más reciente del catálogo de Paolini, la Penélope atribuida al artista por Marco Ciampolini cuando salió a subasta en 2016, y luego publicada por Massimo Francucci el año pasado, después de haber sido expuesta en la muestra Ulises de Forlì. Pero son ausencias que no minan el sólido andamiaje de la exposición. I pittori della luce es una exposición certera, que llena un vacío y escribe una página relevante en los estudios sobre la pintura del siglo XVII en Toscana, componiendo un itinerario que ahonda en la figura de Pietro Paolini y evalúa sus consecuencias en las artes de Lucca. La selección procede en su mayor parte de colecciones particulares, pero no omite varias obras fundamentales de museos del territorio y de fuera de él, sin por ello empobrecerla. Quien quiera, por tanto, ir a Villa Guinigi para asombrarse ante el enorme Convito di san Gregorio Papa, profundizar en el pintor de género Paolini en el Palazzo Mansi, llegar hasta la iglesia de Gattaiola para descubrir un retablo del artista en su hábitat, entrar en San Michele in Foro para contemplar la obra maestra del Martirio de San Andrés, adentrarse en el templo de la Lucca del siglo XVII, el Oratorio de los Ángeles Custodios, una joya recientemente restaurada donde se pueden admirar las pinturas de muchos de los artistas que trabajaron en la ciudad en la segunda mitad del siglo. La propia exposición es la mejor invitación.
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