La exposición dedicada en Florencia a Verrocchio como maestro de Leonardo (Palazzo Strozzi, 9 de marzo - 14 de julio de 2019) es de tamaño contenido, bien legible, sobria en su disposición y apoyada por un conciso comentario verbal. Fue emocionante para mí encontrarme entre viejos “amigos”, y ver por fin en contacto directo muchas de las piezas que en el pasado había tenido que relacionar idealmente, superando con dificultad las dificultades del tiempo, la distancia y las condiciones de visión. Por muy gastado que esté el esquema de comentario que comienza con las convencionales palabras de acuerdo y reserva el disenso para el final del discurso, en este caso merece la pena destacar desde el principio la claridad de la disposición de la exposición: la equilibrada distribución escultura-pintura, las integraciones que ofrecen los dibujos, a menudo limitados en número por las peculiares exigencias de la exposición, la alta calidad del conjunto.
Las presentaciones iniciales de ciertas agrupaciones seriadas, como los Bustos femeninos, los Retratos heroicos, luego la tipología de la Virgen con el Niño, yuxtaponiendo pinturas, dibujos, esculturas de terracota y de mármol, son muy eficaces. Con algunas cimas, como la valorización de los Perfiles de Heroínas entre Desiderio y Andrea (Caglioti), la reveladora comparación entre el Giuliano de Medici de Verrocchio y el Lorenzo Neroni de Pollaiolo (al que se dedica una ficha de rara incisividad, G. Amato), y algunas pegas: en el juicio sobreAlejandro Magno (Washington) sigue pesando mucho la huella de las devaluaciones anteriores, mientras que, en mi opinión, el mármol es representativo de esa redundancia protobarroca que es una de las dos “caras” decisivas de Andrea (pero esto pertenece a mi idea personal de la personalidad de Verrocchio).
La referencia a las tablas de Perusa con Historias de San Bernardino, aquí efectivamente descompuestas, es muy acertada, y aún más importantes son las “pausas de reflexión” que rodean al David, al Putto con delfín y al Candelabro de Amsterdam, protagonistas del tema “escultura maestra del espacio”, y puntualmente contextualizadas por las cartas. No obstante, hay algunas perplejidades: la elección de exponer el Putto melancólico de Desiderio (Washington) en lugar del Putto risueño de Viena (aunque mencionado por Caglioti), que muestra la lengua entre los dientes, sugiere que la intención era evitar una comparación con el Niño Jesús de la Madonna de Victoria y Alberto, cuya risa evoca la impronta dionisíaca de los infantes de Donatello... Y algunas oportunidades perdidas: Me fijo en el pequeño y precioso conjunto de relieves en terracota que incluye, con razón, el molde para la Deposición de Berlín, desgraciadamente destruido; me refiero concretamente a los dos paneles en relieve con ángeles que sostienen el Louvre, en mi opinión manifiesta y significativamente diferentes. El ángel de la derecha, cuyas piernas se ven claramente bajo los paños, y que gira la cabeza hacia fuera mostrando su rostro algo remilgado y su elaborado peinado, es abiertamente verrococó, tanto si lo modeló Andrea como un colaborador; el otro muestra esa intolerancia a la tradición que caracteriza a Leonardo desde la juventud hasta la vejez: todo está colocado en diagonal, en escorzo, y flota en el viento, gracias a la percepción de esa densidad del aire que tanto fascinaba a Vinci (pienso en el “presentimiento” del helicóptero). En mi opinión, ésta fue la contribución voladora de Vinci a la atormentada realización del Monumento a Forteguerri.
Dicho esto, cabe señalar que el criterio rector de los dos comisarios estuvo (al menos en esta ocasión), marcado por un trabajo de “reordenación”. Recurriendo raramente al signo de interrogación, las obras se califican sobre todo desde el punto de vista de la atribución, a veces corrigiendo, en otras confirmando posiciones ya expresadas por la crítica, pero siempre mirando sobre todo al tema de fondo del autor de la obra. Y con un punto álgido innovador en la propuesta de la autoría de Leonardo para la ya famosa terracota del Victoria and Albert Museum. Una premisa arriesgada, pues no cabe duda de que el taller de Verrocchio era un centro polivalente donde se compartía, colaboraba e intercambiaba ampliamente.
Y así, a pesar de que los ensayos introductorios de los dos editores y las entradas individuales contienen muchas aclaraciones históricas e historiográficas, el tema de la “autoría” es dominante, y a él debe dedicarse una reflexión inicial. Cualquiera que se asome a la densa serie de estudios dedicados al arte medieval (anterior al siglo XIII) sabe que la obra de arte, dibujada/pintada/esculpida/miniaturizada, es una estructura que ofrece amplias posibilidades de estudio incluso en ausencia del nombre de la persona que la produjo. Esto es aún más cierto para una gran parte de los estudios dedicados a la historia de la literatura y a la historia de la música, donde la autoría de las obras rara vez se cuestiona y donde la investigación se basa principalmente en el análisis textual. Por lo tanto, es cuestionable un enfoque metódico en el que la lectura estilística -tal vez literariamente valiosa, y no por ello menos fluida- se canalice principalmente hacia la búsqueda de un nombre, apoyándose a menudo en la sensibilidad visual y táctil del crítico. El lugar en un contexto histórico preciso, la relación con el público, la adhesión o el contraste con la circulación cultural no pueden situarse en segundo plano respecto a la identificación de un artista, ya que la fuerza y la densidad de la imagen se expresan incluso más allá de la identidad del autor.
Se trata de afirmaciones obvias, y generalmente desatendidas, que sin embargo intentaré matizar a través de otros segmentos de la exposición.
La cuestión del Verrocchio pintor. El hecho de que en el denso asunto crítico puedan distinguirse dos bandos, que ofrecen interpretaciones diferentes de la figura del maestro, ya debería invitar a la cautela. Por un lado, se reconoce a Andrea como una personalidad polifacética, poseedora de un amplio abanico de habilidades y destrezas manuales adecuadas a diferentes formas de elaboración, atribuyendo implícitamente a la misma persona un conjunto de obras realmente impresionante (y ésta parece ser la postura de los comisarios de la exposición). Por otra parte, la lentitud en el trabajo atestiguada por los documentos, los incumplimientos y las obras inacabadas prestan apoyo a una reconstrucción diferente de la personalidad que se revela culta, viva, pero también de orientación variable; promotora autorizada de soluciones anicónicas e incluso abstractas (las dos tumbas de los Médicis en San Lorenzo), pero también autora de una estructura fuertemente figurativa y tumultuosamente modelada como laIncredulidad de Santo Tomás. Una alternativa que ve a Verrocchio dedicado principalmente al trabajo del mármol, la tierra y el metal, pero también a un empresario ocupado y astuto, capaz de asegurarse el trabajo de colaboradores temporales para cumplir encargos pictóricos. En la exposición no hay claridad sobre este punto: siguiendo criterios de atribución ligados a opiniones personales, se da espacio a la presencia de Perugino y Ghirlandaio en el taller, pero se sacrifica la aportación de Piermatteo d’Amelia y, sobre todo, la de Botticelli, que también aparece acreditado de diversas formas, y que cuenta con una ventaja sustancial sobre los demás: en las notas de juventud de Leonardo, Sandro (y sólo él) es mencionado dos veces como colaborador en cuestiones de estilo; se le atribuye bien no sólo uno de los dos ángeles del Bautismo, sino también la Virgen con el Niño en su regazo (Berlín), impregnada de rasgos estilísticos lippescos. Y de nuevo se constata la presencia de Lorenzo di Credi en el taller, pero de forma contradictoria; su papel se reduce explícitamente en relación con la Pala del Duomo de Pistoia, cuyo riguroso trazado en perspectiva se ignora (imposible referirlo a Leonardo, pero también incoherente con Andrea); se le niega el lienzo que representa al Santo Obispo (prueba convincente de la declinación patética e incluso lacrimógena de Credi), pero se le remiten íntegramente la Madonna Dreyfuss y laAnunciación del Louvre. La yuxtaposición de la diminuta Dreyfuss y de la Madonna de Turín de Credi muestra explícitamente que las formas vidriadas y compactas de Lorenzo están muy lejos de los sofisticados colores de los paneles de Washington y del Louvre. Irónicamente, la misma yuxtaposición Leonardo/Credi ya se había propuesto en la exposición de Milán de 2015, pero con la intención contraria, a saber, demostrar la autografía vicentina de Dreyfuss. Además, la disposición del Catálogo y algunas de las comparaciones propuestas son reveladoras (pp. 54, 59, 247, etc.).
Izquierda: Leonardo, Estudio de una cabeza femenina (Florencia, Uffizi, Gabinetto Disegni e Stampe. Derecha: Leonardo y Lorenzo di Credi, Anunciación, parte (París, Louvre). |
Izquierda: Leonardo y Lorenzo de Credi, Anunciación, parte (París, Louvre). Derecha: Leonardo, Estudio de drapeado sobre figura arrodillada (Roma, Gabinetto Nazionale delle Stampe, Fondo Corsini) |
Izquierda: Leonardo, Virgen con el Niño, parte (Londres, Victoria and Albert Museum). Derecha: Desiderio da Settignano, Altar del Sacramento, parte (Florencia, San Lorenzo) |
Leonardo, Detalles de las Madonnas en San Petersburgo (Hermitage) y Múnich (Alte Pinakothek) |
Podrían aducirse muchas otras razones, pero me gustaría recordar al menos una de las muchas posibilidades de comparación entre las distintas Madonnas: en la serie asignada en la exposición al dúo Verrocchio/Perugino, las manos de las figuras revelan el uso casual de modelos de arcilla o yeso utilizados para el derecho y el revés en los distintos paneles; un método de trabajo ampliamente utilizado y practicado, que parece no haber sido detectado en el Catálogo, y que Leonardo nunca aceptaría, tanto en sus primeros ensayos como en el resto de su obra; aparte del tamaño tan reducido, la mano de la Madonna Dreyfuss que ofrece a su hijo una granada muestra un escorzo absolutamente inaudito: No sé si puede considerarse una prueba en términos absolutos, pero es al menos un fuerte apoyo a la autoría vicenciana.
La Madonna de terracota del Victoria and Albert Museum. Ya he expresado mis dudas sobre una atribución a Leonardo que Caglioti remonta (con cierta franqueza) a sus años de bachillerato, es decir, a una época anterior a que se convirtiera en historiador del arte: La convicción parece fundarse en las manos de dedos afilados y en la sonrisa de la madre, una forma en la que las comisuras de los labios están levantadas sobre las que desciende abruptamente el tabique nasal, casi una prolongación del ala del serafín que cae de la frente (véase la bella figura de la p.283): una formulación para la que habría que evocar al menos la “sonrisa emergente” propia de las criaturas angélicas de Desiderio, y en relación con la cual Caglioti tropieza de forma bastante insólita al colocar en la frente, al mismo nivel, el serafín, alusión emblemática a la capacidad profética de María, y la joya que detiene el peinado de una famosa cabeza femenina de Leonardo (Uffizi); pero tal vez he entendido mal, y es mi costumbre disculparme. En la misma terracota, el drapeado bien ahuecado que descansa sobre las rodillas de la Virgen no muestra ninguna afinidad con los intrincados drapeados de las esculturas de Verrocchio, pero tampoco con los dibujos sobre tela de lino expuestos en la exposición, de los que he hablado en varias ocasiones; como también se señala en el Catálogo, los expuestos presentan marcadas afinidades con la gran Anunciación vinciana de los Uffizi (la posición curvada del Ángel, el soporte de la tela a la derecha de la Anunciata). En relación con la distribución de los componentes del grupo a más de un autor, que ni siquiera los comisarios de la exposición rehúyen, observo que sólo el joven Leonardo se reserva el derecho de apilar las telas en grupos de pliegues independientes de la caída del paño(Madonna del Clavel), y esto debería bastar para identificar a Leonardo como promotor de esos refinados experimentos, que han quedado confinados a un grupo de frágiles fragmentos de tela...
En referencia al poco elegante comentario publicado por Caglioti en la entrevista de Repubblica, y a la probable “sordera” de los críticos más antiguos, prefiero añadir una aclaración. No me quejo de las escasas citas de mis obras (presentes donde no son significativas, ausentes donde hubiera sido necesario): quien habla con franqueza, y sin la protección de una alineación amiga, sabe que se expone; no tanto a la crítica como a un sonoro silencio.
Por último, confieso que salí de la exposición con el rostro del David victorioso firmemente fijado en mis ojos y en mi mente: un rostro a la vez juvenil y maduro, consciente y al mismo tiempo irónico, casi una coda al debate de los intérpretes modernos: permítanme abandonarme de una vez por todas al deplorable instinto, y reconocer en él (otros ya lo han dicho) los bellos rasgos del Leonardo de 15 años.
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