La estética sin ética es cosmética
Frank U. Laysiepen
Uno tiene la impresión de que (gran parte de) el arte actual quiere afirmarse como el paladín del pueblo, una colorida bandera que guía a la gente en nombre de esa libertad individual que es tan legítima para el artista como para el hombre corriente. Una imagen ya vista. La lenta salida de la crisis pandémica, la primera “global”, ha exasperado la urgencia de consenso por parte de un tipo de arte, el infame “contemporáneo”, anclado, en su propia definición, al consumo inmediato, al acontecimiento como paradigma del objeto, de ahí un arte atento tanto en recuperar la presencia viva de las masas, sin la cual no podría ser, como (¡incluso!) en reivindicar un aura, un valor cultual. La eficacia de la imagen de Delacroix aún hoy pone de manifiesto cómo la citada urgencia conduce inevitablemente a la apropiación de soluciones codificadas en el pasado, sin más pudor anacrónico; el arte pospandémico ha vuelto heroico, triunfante, incluso “democrático”.
La insistente yuxtaposición crítica de Jeff Koons con Marcel Duchamp, un enfoque “más político que estético”, parafraseando a Cesare Brandi, no es casual. Precisamente de la exposición Jeff Koons - Shine, actualmente en curso en Florencia, en el Palazzo Strozzi, comisariada por Arturo Galansino y Joachim Pissarro, se desprende un motivo de reflexión sobre un artista y un sistema que se desentiende de las prerrogativas preconizadas hacia la colectividad, sobre todo en el plano ético y cultural. Cabría protestar por cuánto (si no todo) el arte posmoderno desatiende la cuestión moral al ampliar conscientemente su solución a la fruición puramente superficial, a la mera apariencia, al igual que los relucientes objetos diseñados por Koons. Este artificio, sin embargo, no puede tener lugar arbitrariamente, la ética, y por tanto la estética, no pueden desencadenarse o anularse a voluntad en la misma búsqueda formal: en esencia, Jeff Koons cae en una contradicción semántica y logística que socava críticamente su obra en el riesgo de pasar de obscenus a obsoletus.
Jeffrey Koons nació en 1955 en York, un pequeño condado del estado de Pensilvania, conocido en las crónicas por lamentables incidentes raciales(York Race Riots, 1969); el clima de tensión no pareció afectar lo más mínimo a la infancia del pequeño Jeff, que creció en una familia acomodada y fomentó las tendencias artísticas de su hijo mayor, cultivando incluso cierta idea de elegancia y prestigio, dada la actividad de los Koons como decoradores de interiores. Asistió a buenas escuelas de arte en Baltimore y Chicago, donde conoció a Ed Paschke, de quien Koons conoció una cultura más cruda y underground de la escena artística estadounidense.
Tras trasladarse a Nueva York en 1976, gracias a sus experiencias en el MoMA, en un puesto administrativo, y como agente de bolsa en Wall Street, Jeff Koons adquirió una conciencia empresarial decididamente única para un artista, logrando enseguida encontrar la financiación adecuada para sus primeras exposiciones, que no fueron ciertamente frugales, aunque muy lejos de las instalaciones monumentales a las que estamos acostumbrados hoy en día. Desde los hoovers de la serie The New y los balones de baloncesto de la serie Equilibrium (primera mitad de los años ochenta), la re-presentación del ready-made duchampiano pierde su carácter subversivo para enfrentarse a una estasis celebratoria, totalmente dispersiva en fruición y deseo, puesto que ya no se trata de objetos accesibles, sino sólo de su espectro. Simulacros vacíos. La idea de democratización a través del bienestar y el consumo es el punto creativo de Koons, según el cual “es el espectador quien crea la obra” (Duchamp), haciendo coincidir la fruición con el consumo. El sueño americano se estetiza, eliminando de hecho la ética al proponer el arte “a cualquier precio”.
Esta coincidencia forzada se traduce en un arte “desechable” y puntualiza la cuestión temporal en la obra de Koons: el arte-objeto no se experimenta, porque permanece idéntico a su prototipo original, no es deseado por el público, sino por el coleccionista.
La idea de “brillo”, de hecho un leitmotiv de las exposiciones de arte contemporáneo del Palazzo Strozzi (de Michelangelo Pistoletto a Loris Cecchini o Tomas Saraceno), es también un recordatorio de la primera intervención de Koons en Florencia, cuando en 2015 su escultura de Plutón y Proserpina, colocada en la Piazza della Signoria, llamó especialmente la atención por el descarado brillo de su cromado dorado, en marcado contraste con el mármol circundante.
La postura crítica era mixta, mediando entre quienes, entre sarcásticos y veraces, proponían incluso abandonar la escultura para siempre, y quienes simplemente no podían sufrirla. Es precisamente en la ambigüedad crítica donde descansa la fortuna de Jeff Koons, porque la valoración de sus artefactos es puramente arbitraria y casi nunca se detiene en su valor objetivo y contextual, sino que a menudo se basa, cuantitativamente, en enumerar las ventas y los costes incurridos. Razonamiento hollywoodiense. Muy pocos recuerdan las condenas por plagio(la última por el Tribunal de Apelación francés venció en la primavera de 2021), lejos de enmarcar la personalidad del artista, pero útiles para redefinir la relación entre la imagen de una obra y la obra misma. Koons no es un “creador” de imágenes, se apropia de ellas extrayéndolas de una realidad que produce una cantidad desorbitada de ellas, contribuyendo a una iconoclasia activada no por la destrucción, sino por la exacerbación. Esto no es ilícito, sino simplemente impuntual con las intenciones del artista y de la exposición florentina: no hay inclusión, no hay trascendencia en la refracción de los juguetes de acero inoxidable, en la descomunal porcelana esmaltada y el vidrio azul soplado esparcidos por el piano nobile del Palazzo Strozzi, porque todo se disipa, sin dejar rastro. “Koons tampoco es regresivo. Es perezoso, lo ves y lo olvidas” (Baudrillard).
Sin rigor cronológico, la exposición Shine tiene un desarrollo sobre todo asociativo, buscando en cada sala del edificio una yuxtaposición formal. En el plano programático, no se puede negar un gran desembolso de recursos y la capacidad de sintonizar con notables instituciones de la élite artística internacional, con préstamos de museos, fundaciones y colecciones prestigiosas. Sin embargo, reunirse para presumir se asemeja más a una exposición de objetos de lujo que a una propuesta cultural, sin olvidar que la Fondazione Palazzo Strozzi cuenta con un 40% de financiación pública y goza de la elegibilidad Art Bonus directamente del Ministerio de Cultura: los criterios ministeriales, que favorecen declaradamente a los accionistas, son una muestra más de cómo la retrospectiva del artista vivo mejor pagado del mundo (el 15 de mayo de 2019, su Conejo, 1986, se vendió en Christie’s por la cifra récord de 91,1 millones de dólares) es un elogio al poder, a su opulencia estética. Evocar los (supuestos) deseos de las masas o calificar el acero inoxidable de material “proletario” es una boutade puramente engañosa, mistificadora, destinada a privar a formas y objetos de una ética de la visión, excluyendo incluso la fuente original. Tomemos como ejemplo la reciente serie Gazing Ball de Koons: las esferas azules de vidrio soplado, que se hacen eco, entre otras cosas, de la costumbre de un rico terrateniente de exhibir estas esferas reflectantes en sus jardines con fines puramente decorativos, en la obra de Koons actúan como elementos de distracción colocadas delante de reproducciones de conocidos cuadros modernos o yuxtapuestas sobre copias de estatuas clásicas. El efecto causado es una hipnótica concentración perceptiva hacia el cristal, y una pérdida total de la recepción artística. A pesar de las manifestaciones de simplicidad, emblemáticas al reconocerse en la famosa frase de Popeye, “I yam what I yam” (juego de palabras traducible como “Soy lo que soy”), Jeff Koons está mucho más cerca del Jago shakesperiano (“No soy lo que soy”), justo lo contrario de lo que afirma. Afirmar que Baloon Dog es un “caballo de Troya” suena a afirmación disfrazada.
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