En uno de sus libros más recientes, L’hiver de la culture, Jean Clair recordaba una visita a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, en París, en compañía de un joven historiador del arte canadiense, conservador de un museo, que cruzaba por primera vez el Atlántico: en aquel antiguo templo, quedó estupefacto ante la misa que oficiaba el sarcedote. Para el joven erudito, que venía de los helados páramos de Saskatchewan y que consideraba antiguo un edificio erigido cincuenta años antes, no sólo era un hecho maravilloso poder admirar por primera vez un monumento que llevaba siglos en pie, sino que resultaba casi inconcebible comprobar que aquel templo seguía destinado a la función para la que había sido creado. El apólogo es interesante porque de las líneas de Jean Clair, en éste como en otros de sus escritos, surgen destellos de esa continuidad entre arte y vida que la industria cultural actual a menudo se esfuerza en leer, en interpretar, en hacer llegar al público. La historia del arte, escribió Jean Clair en su ensayo Méduse de 1989, no es otra cosa que la historia de la humanidad, y la exposición Inferno, inaugurada el pasado 15 de octubre en la Scuderie del Quirinale, comisariada por el propio Jean Clair junto con su esposa Laura Bossi, nos sorprende, en cierta medida nos desorienta, nos trastorna y, desde luego, nos golpea, incluso con cierta violencia, en parte precisamente porque estamos perdiendo la costumbre de encontrar huellas de esta continuidad y de esta historia del arte entendida como reflejo de la historia humana en espacios destinados a albergar grandes exposiciones, y en parte porque en la Scuderie del Quirinale lo que se pone en escena es quizá algo más que una exposición.
Es a la vez una exposición, una obra de teatro, un viaje, incluso una obra de arte conceptual. Prescinde de cualquier lógica meramente descriptiva o ilustrativa (entre otras cosas porque hay que decirlo con franqueza: no habría tenido sentido encargar otra exposición didáctica sobre la Commedia de Dante en el año del XVIII centenario) y procede mediante refinadas yuxtaposiciones, a veces más evidentes, a veces más atrevidas, en un suntuoso crescendo, espectacular desde la elección de las obras y su colocación en los decorados (comienza con una especie de “limbo” introductorio y entra en la exposición pasando por el yeso a tamaño natural de Rodin de las Puertas del Infierno, por resumir el comienzo), llegando a un final que cautiva al público con la misma carga dramática que el final de una película.
Una exposición que llama la atención porque obliga al público a aceptar lo eliminado, aunque sólo sea durante su estancia en la Scuderie. Entre las obras se vislumbra el brío crítico del comisario, que reaparece en las páginas del catálogo: “al igual que la muerte ya no existe”, escribe Jean Clair, “el mal ya no existe a los ojos del hombre moderno. Creyendo haber adquirido un derecho a la salud perpetua, se cree potencialmente inmortal. El cadáver que deja tras de sí ya no es nada. Nada que aún le concierna, nada por lo que sienta respeto”. Y de nuevo: “Al Estado total que conocimos en el siglo pasado le sucedería hoy el individuo total. Y el culto de la sangre, que fundó la sociedad totalitaria [...] sería sucedido por el culto del excremento, en el que se afirma el poder del individuo total. Una civilización de naturaleza fecal, en la que cada individuo cree que ya no debe nada a la sociedad, sino que puede, a partir de ella, exigirlo todo”. ¿Qué lugar puede ocupar el infierno en un mundo así? ¿Y qué es el infierno? El descenso al abismo puede comenzar.
El comienzo es, como se ha dicho, una especie de limbo que aclara las premisas y prepara al visitante para su viaje: el antecedente, la caída de los ángeles rebeldes, vive en una asombrosa comparación entre La caída de Andrea Commodi, recientemente sacada de los almacenes de los Uffizi y expuesta en las nuevas salas del siglo XVI, y la minuciosa obra marmórea atribuida a Francesco Bertos (en el pasado cedida a Agostino Fasolato), procedente de las colecciones del Palazzo Leoni Montanari de Vicenza, una vertiginosa pirámide de sesenta figuras esculpidas en un único bloque de mármol. El enjambre de cuerpos que se retuercen, se aferran y caen, tanto en la pintura de Commodi como en la escultura veneciana, recuerda visualmente la puerta del Infierno, al que se llega tras la muerte y el Juicio Final, como nos recuerdan la espeluznante escultura de madera del español Gil de Ronza, una espantosa Muerte a tamaño natural, y el Juicio Final de Beato Angelico, en una sala que conmociona inmediatamente al público por su fuerte impacto escenográfico.
Una vez cruzado el umbral del inframundo, he aquí una de las primeras representaciones del infierno, según Jean Clair: una boca enorme y asquerosa dispuesta a engullir almas rebosantes para la eternidad. “El infierno”, escribe el editor, “es una tripa interminable, una fosa sin fin, ’puteus abyssi’, la letrina definitiva, llena de olores insoportables, las fétidas cloacas en las que se aprisionan los poderes del infierno y se hacinan los mortales que han rechazado a Dios”. En el siglo II, Tertuliano, el primer Padre de la Iglesia, designaba con el término ’puteus’ ese abismo infernal y glotón, ese vientre siempre insatisfecho, esa caverna rebosante de monstruos, esa cueva, esa caverna bucal y anal a la vez“. La ”caverna bucal" que Jean Clair tiene en mente se asemeja quizá al Orco del Bosco di Bomarzo, presente en una foto de Herbert List de 1949, que no está tan alejado del monstruoso animal que se traga las almas en el cuadro de Jacob Isaacszoon Van Swanenburg, o a esa especie de dragón al que Cristo abre la boca, descendiendo al limbo, en una clave de la iglesia de San Mauricio de Vienne, que llega a Roma en un molde de 1913 de Charles Édouard Pouzadoux: En su interior, las almas que pueblan las visiones alucinadas de Pieter Huys, del Anónimo portugués que pintó un Infierno donde los condenados hierven en grandes ollas, o de Monsieur Desiderio que imaginó una especie de inframundo dominado por Hades y Proserpina, con profundas cavernas enmarcadas por la arquitectura clásica, llenas de esqueletos y almas que vagan por todas partes.
No sólo existe el infierno de Dante, aprendemos en la exposición: la sala de los “habitantes del infierno” es una especie de muestrario de la imaginación, un bosque de pinturas cuyos autores se inspiraron en las fuentes más dispares, y que Laura Bossi resume bien en su ensayo del catálogo: la caverna en llamas de los textos bíblicos, la extraña tierra en los confines del mundo que pobló las visiones de los monjes medievales (San Brandano la imaginó atestada de edificios de las formas más insólitas y de animales bizarros, y con un Judas que es atormentado de las formas más sádicas y atroces seis días a la semana, mientras que los domingos, afortunadamente para él, se le permite descansar) y, por supuesto, el lugar de inmensas torturas para las almas de los pecadores condenados.
Existe un riesgo de déjà-vu en las secciones que exploran elInfierno de Dante, porque el esquema no se desvía mucho del de otras exposiciones celebradas este año (sobre todo la de Forlì): aquí volvemos a ver las ilustraciones de Federico Zuccari, Giovanni Stradano y William Blake, aquí de nuevo los dolores de Paolo y Francesca y los del conde Ugolino, aquí el Infiernode Filippo Napoletano, los retratos de Dante, empezando por el siempre presente de Domenico Petarlini. Hay que subrayar, sin embargo, que el riesgo está bien evitado, por varias razones: en primer lugar, las claves de interpretación son diferentes de lo que cabría esperar. En el episodio del canto V, los conservadores han evitado cuidadosamente cualquier atisbo de romanticismo (a excepción de algunos episodios, como el gran lienzo de Giuseppe Frascheri en el que los dos amantes llegan incluso a cogerse de la mano, o el habitual de Ary Scheffer que ya se había visto en los Museos San Domenico), porque Paolo y Francesca son ante todo dos almas ardiendo en llamas infernales (véase el Paolo y Francesca aux enfers de Henri-Jean-Guillaume Martin, siempre que se pueda lidiar con la muy mala iluminación que, desgraciadamente, impide una visión sin molestias: un hecho desgraciadamente no tan esporádico en la exposición), y que se ven desbordados por la misma tormenta que atormenta a otros miles de pecadores que se han entregado en vida a los placeres carnales: los Voluptueux de Victor Prouvé borran cualquier residuo de sentimentalismo y nos sumergen de nuevo en esa dimensión de carnalidad, suciedad y bajos instintos sobre la que Jean Clair y Bossi han construido el andamiaje de su exposición, desde el momento en que la boca del infierno nos succionó en su remolino. Lo mismo ocurre con Ugolino della Gherardesca: ninguna piedad, ninguna referencia al sufrimiento interior del personaje y a su atribulada peripecia personal. No hay el Ugolino de Diotti, encerrado en la Torre della Muda meditando sobre su terrible destino; ni siquiera hay los niños gimientes y suplicantes de Reynolds frente a un Ugolino mudo e impasible (aunque la obra del inglés es la que sanciona el comienzo de la fortuna moderna de Dante): en las Scuderie del Quirinale sólo existe la imagen bestial de un hombre clavado en el hielo, que con ferocidad inhumana devora y destripa la cabeza ensangrentada de su adversario, llegando incluso a provocar, en el cuadro de Gustave Courtois, el espanto de un Dante aterrorizado, que se esconde detrás de un seráfico Virgilio adolescente.
La sección sobre Dante, aparentemente la más evidente de la exposición, presenta sin embargo otros rasgos de originalidad. Está, por ejemplo, la dedicada a la topografía del infierno, que se abre con el préstamo excepcional del Abismo infernal de Botticelli, procedente de la Biblioteca Vaticana, y continúa hasta la extraña (e infundada, pero no por ello menos fascinante) teoría de Roland Krischel, autor en 2010 de un extenso ensayo en el que plantea la hipótesis de que el Teatro Anatómico de Padua se inspiró en la forma cónica invertida del infierno, y que Galileo Galilei desempeñó un papel en su diseño. “Imaginado como una sala común para las sombras o las almas de los muertos, y luego como un lugar de justicia en el Más Allá”, escribe Laura Bossi, “el Infierno es ’impensable, indecible, inimaginable’ ... pero el pensamiento humano está irrevocablemente anclado en el espacio, y los poetas nunca han renunciado a ’espacializar’ el destino del alma, a describir lo indescriptible, a imaginar el más allá como un ’lugar’, dotado de una geografía, una topografía y una arquitectura”. En la sección más rápida de la exposición romana, se suceden imágenes que intentan medir el infierno, reconstruir su hidrografía, hipotetizar sus localizaciones más o menos verosímiles. Y luego, otro motivo de interés son las ilustraciones de la Divina Comedia de Miquel Barceló, que se sitúan bien al lado de las varias de Zuccari, Stradano, Blake, Doré y otros, testimoniando, con su expresionismo suave pero no contenido, las sugestiones que la imaginería de Dante ejerce aún hoy: “es una de las grandes obras maestras de todos los tiempos”, contaba Barceló hace dos años en una entrevista en las páginas de Finestre sull’Arte sobre papel, “es una obra increíblemente actual: basta cambiar los nombres de los personajes para encontrar muchas fotografías de acontecimientos actuales. Es impresionante cómo un poema tan antiguo consigue mantener intacta su actualidad”.
Subiendo a la planta superior, tras una sección interlocutoria sobre los infiernos de la cultura popular, recorremos la historia de la representación del diablo, desde el ser demoníaco de los primeros siglos hasta el ángel caído de los románticos y simbolistas, y la de su manifestación en la tierra, la tentación, que adopta las más dispares apariencias tratando de seducir o atemorizar a San Antonio, ahora con los monstruos terroríficos de las Tentaciones de Salvator Rosa, uno de los textos más alucinantes de todo el siglo XVII, llegado de la Pinacoteca Rambaldi di Coldirodi de Sanremo, ahora con los diablos armados con garrotes de Bernardo Parentino, o con la tentadora desinhibida y procreadora del singular lienzo de Cézanne cedido por el Museo de Orsay. Sin embargo, hoy ya nadie cree en el diablo, juzga Jean Clair. "La propia Iglesia ya no se atreve a nombrarlo, como tampoco se atreve a hablar del Mal o del Infierno. Hoy tenemos más que temer a los infiernos humanos que al diablo: y así se abre la gran sala de los infiernos en la tierra, la apoteosis del horror.
El Mal forma parte de la historia humana. Para los que creen, el primer hombre nacido de una pareja humana es un tipo que asesinó a su hermano. Y, como nos informan los paneles del auditorio, aunque las imágenes que se multiplican ante nuestros ojos se explican por sí solas, en la sociedad moderna el mal también se ha actualizado. Entretanto, ha adoptado la forma de prisiones que parecen fábricas y de fábricas que parecen prisiones: Las intrincadas y oscuras prisiones de Piranesi desfilan junto a las sombrías chimeneas de Pierre Paulus y las enormes acerías de Anders Montan, hasta llegar a los oscuros meandros de una gran ciudad industrial que se asoma al mar, la de Georges-Antoine Rochegrosse, donde un hombre llora la muerte de la poesía mientras a lo lejos los trenes circulan por los raíles, el aire se llena de los humos de los embudos, las chabolas se espesan en los bordes de la metrópoli. Es el infierno en la tierra del trabajo alienante que ha convertido a los humanos en esclavos. En la pared contigua está el infierno de los últimos, de los marginados, que corresponde a los pacientes pobres de los hospitales psiquiátricos pintados por Signorini y dibujados por Paul Richer, siempre con una referencia, en la obra del español contemporáneo David Nebreda, al tema de lo impuro, que es quizás el leitmotiv más sutil de la exposición. En el lado opuesto de la sala, se encuentra en cambio el infierno de los emigrantes, representado por un angustioso cuadro de Previati(Gli orrori della guerra: l’esodo, realizado durante la Primera Guerra Mundial), que en una pintura inusual para su producción no duda en restregar en la cara del observador una de las consecuencias más tristes y trágicas para los que consiguieron escapar de las masacres. Todo el centro de la gran sala del piso superior está ocupado por las visiones más oscuras y sombrías de la guerra, la “locura más bestial”, como la definió Leonardo da Vinci, que nunca ha dejado de atormentar a la humanidad. Uno casi siente una sensación de asfixia ante los cadáveres maltrechos y los esqueletos abandonados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en los grabados de Otto Dix colocados uno al lado del otro. A uno le gustaría intentar escapar cuando se encuentra ante los calcos de soldados heridos en ese mismo conflicto, que casi parecen observarnos. Uno se queda impresionado cuando ve uno de los grabados de la serie La danza de la muerte, de Percy Delf Smith, La muerte está aturdida, donde la propia cosechadora se muestra incrédula ante la carnicería causada por la locura de los seres humanos. Resulta desconcertante comprobar hasta qué punto el campo de batalla pintado por Georges Leroux en su obra L’enfer se parece a las visiones apocalípticas de los pintores de los siglos XVI y XVII de abajo: sólo que esto no es una visión, es la realidad.
Y entonces, cuando uno cree haber llegado al clímax de la exposición, aparece el peor infierno que jamás haya existido sobre la tierra, el de los campos de exterminio nazis. Uno lee el borrador original de Si esto es un hombre, de Primo Levi, y contempla los lienzos de otro deportado, Zoran Mušič, antes de volverse para ver la más terrible de las visiones expuestas: El Memorial de Dachau, de Fritz Koelle, un bronce que representa a un superviviente del infierno nazi sorprendido con expresión apesadumbrada mientras señala el cadáver de un niño que sostiene en brazos, frente a la masacre de Le petit camp à Buchenwald, de Boris Taslitzky, un artista que conoció Buchenwald de primera mano, ya que estuvo internado allí en 1944. “Si voy al infierno, haré dibujos de él”, dijo Taslitzky. “Al fin y al cabo, ya lo he vivido. Ya he estado allí, y lo he dibujado”. No hay nada más que añadir. ¡O quizá sí: las dos últimas imágenes inquietantes, Twin Towers Ablaze de Raymond Mason y Nein! Eleven, de los hermanos Chapman, demuestran que aún no nos hemos liberado del infierno y que no tenemos tranquilidad.
Podemos, sin embargo, mirar hacia arriba: la ascensión para “volver a ver las estrellas”, con las obras de dos grandes contemporáneos, Anselm Kiefer y Gerhard Richter, cerrando el camino tras haber descendido al abismo más profundo como en una especie de viaje dantesco que al final tiene, sin embargo, muy poco de irreal e imaginativo, es una esperanza de liberación y de renacimiento, por utilizar el par de sustantivos que Matteo Lafranconi emplea en su ensayo sobre la salida del infierno. Casi como si, después de hacernos pasar dos horas tocando lo peor del ser humano, los comisarios quisieran ofrecernos una oportunidad de redención. Pasamos de lo inmundo al “mundo” en el sentido original del término, el mundus “figura de orden y belleza” que tiene el mismo significado que el cosmos griego. Como Dante, al final de la exposición hemos ascendido. El infierno, sin embargo, no se ha detenido: continúa detrás de nosotros. Por mucho que la fe y las religiones estén en crisis, el infierno es una realidad que sigue muy presente en la tierra: esas imágenes que nos han turbado están ahí para atestiguarlo. Y nos han inquietado precisamente porque la historia del arte es la historia del hombre.
Jean Clair ya ha declarado públicamente que Inferno será su última exposición: su carrera de comisario llega así a su fin, con la realización de un proyecto largamente acariciado. Quizá no sea la exposición más científica de los últimos tiempos (sin embargo, no es ese su objetivo), algunos dirán que ni siquiera será la exposición más necesaria, pero quizá no estemos lejos de la verdad si afirmamos que es la más poderosa y la más visionaria de las que se han visto en Italia al menos en los últimos diez años. Inferno trasciende el concepto mismo de “exposición”. Es una catábasis que tiene la estructura del viaje de Dante (¿cuántas exposiciones consiguen ser tan atractivas?), es también un itinerario por la mente del comisario, y es sobre todo un drama que describe a la humanidad apoyándose únicamente en el poder de las imágenes, que se convierten a su vez en espejo de la “sociedad hedonista, pragmática, o tradicionalista, o positivista, o progresista” que es la sociedad actual, porque una sociedad tan pragmática como la nuestra no puede ser otra cosa que una sociedad que se reduce a sus elementos orgánicos, a la pura materia, al dominio de la pura biología. Nuestro infierno ya no es el de los bolos y los círculos de Dante, simplemente ha cambiado de aspecto.
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