Los viajes de Henri Cartier-Bresson por Italia son viajes, sobre todo al Sur, relatados en “reportajes” fotográficos que tienen un vago sabor etnográfico. El tono con el que el fotógrafo francés se acerca a nuestros mundos recuerda un poco a los viajes al Sur de Ernesto De Martino acompañado por las fotos de Arturo Zavattini, Ando Gilardi y otros; incursiones científicas de las que surgieron formas arcaicas de cultura local y material, antropología a través de las imágenes, si queremos decirlo queremos decir, que documentó y estudió la permanencia de rituales, usos y costumbres a lo largo de los siglos y que por eso mismo fue evidencia de una forma de ser y de pensar en la humildad de una condición social donde las partes, al fin y al cabo, se reducían a unos pocos: los poderosos, los notables y el clero, y el pueblo que perpetuaba un saber ligado al universo campesino, a la memoria ancestral, al genius loci en el que los rituales y las mujeres desempeñaban un papel destacado.
El Sur es el cuerpo inmóvil de Italia, que sigue siendo el mismo a lo largo de los siglos, y que convenció a Pasolini en 1964 para rodar El Evangelio según San Mateo entre los Sassi de Matera, cuya “escenografía” intacta de rudeza arcaica consigue incluso convertirse en una imagen universal que presta sus piedras a una imagen particular, la de Palestina. La misma Matera ahora restaurada exteriormente, que sigue mostrándose como un apiñamiento vertical de grutas (símbolo de la cultura campesina de Matera y de su singular modo de vida, y hoy una maravilla frente a una arquitectura pensada sólo para ganar dinero), como una montaña habitada en sus entrañas, evocadora de atmósferas mágicas, acoge ahora resorts y hoteles de lujo iluminados por luces reflejadas como una amplia y prolongada orilla de piscina en la que las otrora escarpadas rocas se convierten ahora en tan confortables como lujosas grutas.
Cartier-Bresson también visitó Matera en dos ocasiones, la última en 1973. En aquella época, las cuevas-cuevas eran todavía un signo de esa realidad lucana hecha de creencias mágicas y religiosas y de un folclore que contraponía a las ancianas vestidas todas de oscuro con la forma de vestir actual de los jóvenes con pantalones acampanados y camisas de manga corta. En realidad, lo que la exposición del Palazzo Roverella de Rovigo, comisariada por Clément Chéroux y Walter Guadagnini (catálogo Dario Cimorelli), nos permite ver por fin bajo un único y unificado itinerario fotográfico es el cambio de Italia y, al mismo tiempo, la resistencia, la vida aferrada a su ser más consistente, del Sur, que encuentra en Basilicata el teatro de un particular saber antropológico. Como escribe Carmela Biscaglia en el catálogo, la gran notoriedad alcanzada en la posguerra por Carlo Levi con su novela Cristo se detuvo en Éboli atrajo a escritores, periodistas e incluso estudiosos estadounidenses que querían llevar a cabo investigaciones sociológicas y antropológico-culturales en la línea de los “estudios comunitarios”. No hace falta subrayar que estas prácticas inauguraron un capítulo que en las décadas siguientes se ampliaría a los Cultural Studies, que fueron, como muchas cosas americanas, una nueva forma de pensar pero también un modelo condicionante para quienes no compartían su esquematismo sociológico e ideológico. En particular, Friedrich G. Friedmann llevó a cabo varias misiones de estudio y "sentó las bases para el estudio en clave antropológica de la Weltanschauung de los campesinos lucanos, cuya noble y civilizada miseria puso de relieve“. El sociólogo recibió el encargo de Adriano Olivetti de coordinar un equipo para estudiar la ciudad y el campo de Matera. Fueron precisamente los años en los que De Martino introdujo también en la metodología etnográfica el uso funcional de la fotografía, como la de Arturo Zavattini: ”un momento fundacional de la etnografía en Italia". En torno a una serie de iniciativas de estudio se compuso entonces uno de los debates más importantes de la posguerra en Europa, en el que participaron intelectuales, arquitectos, sociólogos, fotógrafos y artistas que nos han legado un caudal de conocimientos hasta entonces poco considerado, con testimonios singulares y generosos como el que vinculó a Carlo Levi al alcalde-poeta Rocco Scotellaro en la narración de este patrimonio; o las excursiones de los fotógrafos que se desplazaron a Lucania para documentar aquel momento de descubrimiento, como Fosco Maraini, recordado por Biscaglia.
Encontrándome en Matera en el verano de 2014, cuando ya se preparaban iniciativas para nominar a la ciudad como Capital Europea de la Cultura, como lo sería más tarde en 2019, obtuve al menos dos certezas en ese rápido viaje: la modernización de Matera y de los Sassi era una forma edulcorada y turística de lo que aquellas grutas habían sido durante siglos, con toda su digna humildad de trabajo campesino y el trágico y progresivo confinamiento de esta experiencia histórica en los esquemas de laeconomía y el poder (si luego tenemos en cuenta que Basilicata parece haber tenido la tasa de natalidad más alta de la época, no debemos absolver a ese sistema, que con el tiempo ha vaciado la memoria histórica de una cultura muy antigua: los “incorruptos valores primordiales”, como bien escribe Biscaglia); el segundo grado de certeza, que también fue una primera respuesta buscada en mi viaje, fue la confirmación de la conexión de Pasolini con Matera desde los años 50, que le llevó una década después a elegir los Sassi como escenario del Evangelio (y después de haber viajado también a Palestina), ya quemás que la fidelidad ambiental a un lugar, Pasolini perseguía esa “atemporalidad” que debía dar a su Cristo una dramaturgia arcaica que las supervivencias de Matera poseían y restituían a quienes sabían “interpretarlas”. Pasolini también fue fotografiado por Cartier-Bresson con el telón de fondo de los suburbios romanos, en medio de los niños, mirándolos jugar como si quisiera participar con ellos. El Evangelio es el fruto más alto de un trabajo de identificación llevado a cabo por Pasolini a partir de la posguerra, cuando, aunque con una actitud muy diferente de quienes estaban investidos de la tarea de hacer de la fotografía una servidora de la etnografía, Cartier-Bresson también contribuyó a crear la atmósfera que dirigió a nuestro escritor-cineasta a Matera.
El fotógrafo francés nunca fue un instrumento de sociología, por muy activo que fuera en el fotorreportaje fotoperiodístico donde su mano y su ojo detuvieron imágenes de luminosa fuerza expresiva; pero su reiterada presencia en Italia con ritmos plurianuales nos deja también un retrato colectivo de nuestro país y de sus gentes, siguiendo sus transformaciones desde los años treinta hasta la posguerra que preparó el boom económico de los sesenta; y desde aquí, hasta la última etapa, los años setenta, donde el país ya no es aquel mundo que abrazó una primera modernización gracias a las ayudas del Plan Marshall que entonces nos vinculó, hasta hoy, a América (y con este “derecho” Friedmann y otros sociólogos americanos vinieron a hacer sus investigaciones al sur de Italia en los años cincuenta). Fue entre 1971 y 1973, el año de la crisis del petróleo y dela austeridad, cuando Cartier-Bresson siguió viajando por Italia. Estuvo a punto de abandonar su Leica para volver a la pintura y al dibujo, pero consiguió regalarnos imágenes del Sur que hablan de una nación por entonces volcada en el progreso, sobre todo en su sistema indumentario e industrial. Y es todavía en el Sur donde redescubre algo de ese espíritu terrenal que ha perdurado más tiempo tras la llegada de la industria que arrancó a los trabajadores del campo. La vista de Posillipo con los dos amantes mirando desde una terraza la desolada zona de mercancías; la fábrica de Alfa Romeo en Pomigliano d’Arco; una chica con minifalda y un casco de pelo rizado anunciando gasolina sosteniendo simbólicamente el surtidor; una inscripción en la pared de un edificio de Nápoles que grita “Fascismo es libertad” (lo que también podría sugerir lo que muchos historiadores piensan, es decir lo que piensan muchos historiadores, a saber, que la transición del Ventennio a la democracia ha dejado muchas cuentas pendientes por cerrar); en otra pared, esta vez de una fábrica de Palermo, un escrito clandestino pide agua para las casas, el campo y las industrias, y a continuación la imagen de dos niños jugando en la calle haciendo correr una rueda de bicicleta sobre una acera y al fondo el tráfico de coches con un coche fúnebre: un contraste que revela una vez más la intuición y la rapidez de ejecución de Cartier-Bresson incluso para captar lo que él llamaba el “instante decisivo”. La exposición se cierra, pues, con los Sassi y algunas imágenes del Materano de 1973.
El conjunto compone un cuadro realmente importante de leer, aunque parcialmente y según las preferencias de Cartier-Bresson, que no son sociológicas pero casi nunca meramente estéticas, ya que se trata principalmente de “esbozos” de la humanidad de los italianos con la cronología de sus viajes. Si no fuera porque Henri era un “casi italiano”, al haber sido concebido por sus padres durante su luna de miel en Palerm (él diría: “el momento de la concepción es más importante que el momento del nacimiento”), podríamos considerar este mosaico de su fotografía una recopilación de momentos históricos que siguen como un sismógrafo las transformaciones de nuestro pueblo frente a las insidiosas ofertas del progreso. En 1932, siendo un joven excéntrico de muy buena familia, se autorretrata en Italia tumbado sobre una mampostería mientras a lo lejos una mujer se aleja, y de Henri sólo vemos su pierna derecha y su pie descalzo. En Salerno, Siena, Livorno y Florencia, las sombras y los signos abstractos dominan su primer Grand Tour, como en una pintura metafísica y surrealista que tal vez revele simpatías con cierta pintura italiana (pero también francesa: Derain, por ejemplo) en aquellos años de realismo mágico. Al fin y al cabo, Henri pintaba y dibujaba antes de hacer fotografía, y en 1928 algunos cuadros de figuras tienen el mismo tipo de enfoque metafísico y surrealista que marcó una parte de la pintura europea tras el rappel à l’ordre de Cocteau.
No entraré en las cuestiones del retrato, incluso de escritores y artistas, porque merecerían igualmente una reflexión. En cambio, concluiré recordando los “portafolios” sobre Roma de 1951 y 1952 con la Caza del Zorro, las curiosísimas imágenes de la fiesta de la Befana con el policía en medio de su apartadero dirigiendo el tráfico rodeado de cajas y cosas regaladas, los chiquillos jugando a pistoleros en la calle (una foto perfecta del “instante” buscado por Henri), elinstante buscado por Henri), los carabinieri y el clero romano, el escaparate de la peluquería, los patios y la ropa tendida, los niños esparcidos a lo largo de una escalera jugando entre ellos; y luego el primer viaje a Matera en 1951, a Scanno y l’Aquila (son algunas de las fotos más poéticas y estéticamente perfectas, de paisaje pero también con los grupos de mujeres y hombres todos de negro); Bolonia en 1953, y Siena, Génova, Florencia, San Remo, Venecia (ciudad que al parecer le molestaba); el Vaticano con la proclamación del Papa Juan, y de nuevo Roma en 1958 y más allá, donde ya podía sentir el surgimiento de ese populacho de notable cinismo que encontró fama internacional también gracias al cine; y luego Nápoles en 1960, y Pozzuoli a continuación, y Cerdeña en 1962. Se cierra así el círculo con lo ya dicho sobre los años setenta, en los que Cartier-Bresson, casi en homenaje a su propia concepción, viajó hasta Palermo, donde también fotografió a Leonardo Sciascia.
Pocos pueden decir que hayan sido capaces de mantener ese equilibrio entre forma y representación que Cartier-Bresson muestra en la fotografía. Quizá su temprana pasión por la pintura y el dibujo le educaron para captar rápidamente los espacios, las articulaciones, las individuaciones, que son algunos de sus talentos fotográficos. Escribió que “la cámara es un cuaderno de bocetos, un instrumento de intuición y espontaneidad, la dueña del instante que -en términos visuales- pregunta y decide simultáneamente”. Hace falta genio y humildad para no salirse de esta definición. Un famoso libro suyo, que en inglés se titulaba The Decisive Moment y en francés Image à la sauvette, refleja una idea de la fotografía que debe captar el instante menos inesperado y ofrecernos una narración de las cosas y del hombre. Como escribió Lamberto Vitali en 1983, “nadie antes que él había sido capaz de captar el instante que se escapa, vinculando al mismo tiempo la experiencia del fotógrafo a la del pintor”. O tal vez sí: Edgar Degas, para quien el carpe diem no significaba otra cosa que sostener el precipitado de la vida y de las cosas en la forma, invirtió la condición de Cartier-Bresson: en un cuadro, hallado en los depósitos del Hermitage en 1995, Place de la Concorde, donde, como explicó Kirk Varnedoe hace varios años, el pintor consiguió plasmar una construcción de perspectiva multicéntrica que anticipaba ciertas miradas de la fotografía medio siglo más tarde. Quién sabe si Cartier-Bresson llegó a verlo alguna vez en vivo, seguramente se habría reflejado en esa paradójica geometría.
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