La historia de los falsos hallazgos arqueológicos es al menos tan antigua como el interés por la arqueología. Ya Ascanio Condivi, el primer biógrafo de Miguel Ángel, contaba que el genio de Caprese “se propuso hacer un Dios del amor en mármol”, tan parecido a las estatuas antiguas que Lorenzo el Magnífico le dijo que “si lo hacías de modo que pareciera que había estado bajo tierra, lo enviaría a Roma, y pasaría por antiguo, y lo venderías mucho mejor”. El Cupido (hoy perdido) se hizo pasar así por una obra antigua, y como tal fue vendido, por la excepcional suma de doscientos ducados, al poderoso cardenal Raffaele Riario, a quien llegó más tarde la noticia del engaño: pero el gran talento del joven escultor, tan hábil en la falsificación de una obra, suscitó no furiosas iras sino unánime aprecio, y el artificio le sirvió para abrirse las puertas de las altas esferas del Estado Pontificio.
En resumen: la historia que Damien Hirst ha inventado para su fanática exposición en Venecia, en las dos sedes de Punta della Dogana y Palazzo Grassi, parte ya de supuestos que son cualquier cosa menos nuevos. Pero esa no es la cuestión. La cuestión es que el artista británico fue capaz de orquestar una broma, tan gigantesca como sutil, en detrimento de todos los visitantes de su gran exposición: y sólo por eso, el ya ex chico malo de Bristol merece un aplauso abierto. La narración ideada para el impresionante espectáculo, titulado Tesoros del naufragio de lo increíble, nos habla de un liberto de Antioquía, Cif Amotan II (obvio anagrama de “Soy una ficción”), que alcanzó tal nivel de riqueza que pudo amasar una impresionante colección de obras de arte, objetos y joyas procedentes de todo el mundo antiguo, que luego cargó todo junto en un barco, el “Increíble”, que desgraciadamente se hundió frente a la costa oriental de África. Una campaña de salvamento, lanzada en 2008 y financiada por el propio Hirst, permitiría sacar las obras de las profundidades del océano y mostrarlas en Venecia en una gran exposición, acompañadas de copias contemporáneas de las antigüedades supuestamente resucitadas. Acompañan a la exposición fotografías de buzos que intentan recuperar las obras de las aguas.
Una sala de la exposición de Damien Hirst en Punta della Dogana. Foto Crédito Finestre Sull’Arte |
Una sala de la exposición de Damien Hirst en Punta della Dogana. Foto Créditos Finestre sull’Arte |
Damien Hirst, El buzo. Foto Crédito Finestre Sull’Arte |
Damien Hirst, Hidra y Kali. Fotografía Crédito Finestre Sull’Arte |
Esta es la historia de la exposición, contada por los guías, que evidentemente tienen instrucciones de hacer pasar por verdadera la historia del libro, de la colección y del descubrimiento, y de revelar al público la ficción a medida que avanza la exposición (o al menos así se desarrolló la visita guiada seguida por un servidor). En las intenciones de Hirst, la historia debería resultar creíble en un primer momento y, a medida que avanzan las salas, ciertos elementos (una especie de transformador dorado, un faraón egipcio con los rasgos de Pharrell Williams, la diosa Ishtar con los rasgos de Yolandi Visser de los Antwoord) deberían infundir ciertas dudas en el visitante: Hacia el final (si se quiere empezar por la Punta della Dogana), un grupo formado por dos personajes, a saber, Damien Hirst y Mickey Mouse, deja claro a todo el mundo (incluso a aquellos que, unos días antes de la clausura, habían permanecido totalmente ajenos a las maquinaciones de Hirst) la tomadura de pelo a la que el artista quería someter al público. Evidentemente, pues, las obras “redescubiertas” aparecen desde el principio tan faltas de credibilidad (a menos que uno no haya pisado nunca un museo arqueológico, o no haya hojeado nunca un libro de historia del arte) que cualquier intento de desarrollar una reflexión seria cae inexorablemente en saco roto. Lo que se despliega ante la mirada del visitante del Palazzo Grassi y de la Punta della Dogana es un mega-engrandecimiento, cuyo coste es tan increíble como el nombre del falso barco hundido, y que está hecho de continuas citas que a menudo resultan copiadas: está el esclavo cuya pose recuerda a la del Prisionero rebelde de Miguel Ángel en el Louvre, está el Minotauro que recuerda a Picasso, está el dorado y el kitsch de Jeff Koons, están las muecas que desgarran los rostros y que parecen salidas de las esculturas de Messerschmidt, está el gigantesco monstruo del Palazzo Grassi que no es otro que el “fantasma de una pulga” de William Blake, está incluso el desplume del repertorio de Daniel Spoerri, con obras como La tristeza y las calaveras de unicornio puestas en círculo tomadas al peso de obras anteriores del artista suizo-rumano. Tanto es así que incluso hay quien ha hablado de plagio( las similitudes con las “esculturas submarinas” de Jason deCaires Taylor, presentadas además en la Bienal de este año en el pabellón de Granada, son más queevidentes, pero no es el único caso).
Como muchos han observado, en plena era de la posverdad, la exposición de Damien Hirst representa el producto artístico (de consumo ) más apropiado para nuestros tiempos: una especie de fake news para exhibicionistas de moda, un relato de verosimilitud donde todo puede ser verdad, pero al mismo tiempo puede ser falso, como denuncia la gran inscripción que da la bienvenida al visitante a la entrada de Punta della Dogana y que reza “Somewhere between lies and truth lies truth” (un juego de palabras en inglés, intraducible al italiano, que suena “La verità giace da qualche parte tra le bugie e la verità”, donde el verbo “lies” puede significar “mentiras”, pero también “mentiras”): una especie de reelaboración pop del supuesto picassiano “el arte es una mentira que nos permite darnos cuenta de la verdad, o al menos de la verdad que podemos comprender”. Por lo tanto, si usted lo cree, está perfectamente bien. Si no lo cree, habrá pasado una hora deambulando por la tediosa extensión de obras kitsch que, entre la mitología poco imaginativa de un episodio de Voyager, realizaciones técnicas chapuceras (probablemente a propósito para que la broma sea aún más sádica) y biliosos alardes de oro y materiales preciosos varios, no tienen otro propósito que glorificar el ego titánico de su creador (y atraer a nuevos compradores). Y si para Picasso, la mentira del arte es la manera de conocer la verdad, para Hirst, a quien le interesa poco lo que todos tengamos que decir de él, es simplemente la manera de relanzarse en un momento de angustia, todo ello con el apoyo de su amigo François Pinault, que amablemente ha proporcionado recursos y ofrecido hospitalidad a la suntuosa broma en sí misma que se burla de todo el mundo, empezando por todos aquellos crédulos que fueron y siguen yendo a ver la exposición sólo porque alguien la presentó como una “cita ineludible”.
Una de las muchas fotos de los falsos hallazgos |
Damien Hirst, Gato. Ph. Crédito Finestre Sull’Arte |
La esclava inspirada en La prisión rebelde de Miguel Ángel. Ph. Créditos Finestre Sull’Arte |
El cráneo de unicornio tomado de Spoerri. Fotografía Crédito Prudence Cuming Associates © Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/SIAE 2017 |
El transformador. Ph. Crédito Finestre Sull’Arte |
En resumen: en todos los casos, Hirst jugó contigo. Con más razón si saliste de la exposición entusiasmado y dispuesto a extraer profundas reflexiones de un Mickey Mouse cubierto de falsas incrustaciones o si, viceversa, volcarás toda tu bilis sobre el artista británico por haberle tomado el pelo con la hipertrófica farsa veneciana. Y mientras tanto, Damien Hirst, retorciéndose las manos al imaginar las hordas de patanes adinerados que han puesto sus ojos en las obras expuestas (evidentemente, a partir de la semana que viene, las obras acabarán en colecciones de todo el mundo: como escribió acertadamente Scott Reyburn en el New York Times, se trata de una exposición hecha a medida para “la mentalidad de caza de trofeos de los coleccionistas adinerados”), seguramente se reirá de que yo escriba sobre él, de mis colegas que acudieron en masa a Venecia para hacer lo mismo, de los que hablaban de la exposición aunque ni siquiera la hubieran pisado, de los hipsters ignorantes en busca de selfies que, durante toda la exposición, nos acosaron con su molesta presencia y con los que tuvimos que batallar en cada una de las salas, los turistas idiotas que, con tres días en su vida para ver Venecia, malgastaron la mitad de ellos en Tesoros del pecio del Increíble, y por supuesto usted también, que participó voluntariamente en este circo, una especie de kolossal de Hollywood rico en efectos especiales pero extremadamente pobre en sustancia (pero que, al menos, dio trabajo a docenas de escultores que trabajaron durante años para dar sustancia a la burlona megalomanía de Hirst). Como esfuerzo artístico, no dejará huella, y con razón, ya que Hirst ciertamente tampoco se propuso dejar una marca indeleble en la historia del arte. El único eco que probablemente resuene tras esta exposición será el de los “wows” de asombro de quienes fueron a Punta della Dogana pero nunca pisaron San Giovanni Crisostomo para ver las obras de Giovanni Bellini y Sebastiano del Piombo. Y quizá también la de las felicitaciones de rigor al gran Damien Hirst, por organizar una travesura tan refinada.
Faraón disfrazado de Pharrell Williams. Ph. Crédito Finestre Sull’Arte |
La diosa Ishtar a imagen y semejanza de Yolandi Visser. Fotografía Créditos Prudence Cuming Associates © Damien Hirst y Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/SIAE 2017 |
Damien Hirst, coleccionista y amigo. Ph. Crédito Finestre Sull’Arte |
El ratón Mickey... encontrado en las profundidades. Ph. Crédito Finestre Sull’Arte |
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