Federico Barocci, la sonrisa de la melancolía


Reseña de la exposición "Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna", comisariada por Luigi Gallo y Anna Maria Ambrosini Massari (en Urbino, Galleria Nazionale delle Marche, del 20 de junio de 2024 al 6 de octubre de 2024)

Como escribió Andrea Emiliani en 1975, firmando el catálogo de la exposición que aún hoy se considera un hito en la reconsolidación crítica de Federico Barocci, un artista que nunca ha alcanzado el estatuto del revolucionario que condiciona una época y la redefine según sus propios parámetros: Barocci permanecerá mucho tiempo en ese espacio intermedio de quienes se sitúan en los dos estribos del prosista y el anticipador. Con sus grandes cualidades pictóricas y su notable bagaje cultural, es el heredero que prolonga la trayectoria del rafaelismo “en una dirección más existencial que humanista”; pero, por otra parte, es también el innovador hipersensible que respira los aires del naciente naturalismo clasicista emilianense sin llegar nunca a alcanzarlo del todo gracias a su visionaria comprensión del color: no una relación con lo natural, sino la verosimilitud de lo “imposible creíble” (prebarroco, al fin y al cabo; no podía aspirar a más). Aunque ofreciera nuevos estímulos, incluso en términos de clasicismo Barocci se vería desbordado por la perentoria fuerza expresiva de Annibale Carracci. Al mismo tiempo, en una dirección antimanierista, manifestará una languidez formal que ya se inclina hacia el Barroco, en particular con una poética de los afectos basada en el potencial veraz del sentimiento, que en él nunca “alcanza la madurez fisiológica”, sino que roza las alturas de lo que podríamos llamar un luminismo mágico.

Con una definición formidable, Emiliani compara la forma de color claro de Barocci a la “emulsión fotográfica” (siguiendo el ejemplo de Mengs) porque sus composiciones son apariciones evaporadas en la luz y en la suave claridad de las formas. Momentos insólitos de transparencia que un artista del siglo XVII, oriundo de Pesaro y por ello apodado il Pesarese, Simone Cantarini, encontró con prontitud en el sublime cuadro de la Beata Michelina - “ese color velado que difumina la imagen, esa luminosidad inquieta”, retratada con precisión por Arcangeli-; y no hay que olvidar que Cantarini fue alumno herético de Guido Reni, muy atento a la pintura de Barocci.



A pesar de este entrelazamiento de relaciones, el de Urbino, incluso en la crítica de los modernos más cercanos a nuestros días, nunca consiguió “atravesar el muro de la notoriedad de masas”. Por el contrario, prosigue Emiliani, “la época de Federico Barocci es ciertamente la que va de la disolución del sistema renacentista a una inquieta condición de incertidumbre...”; es decir, tiende un puente sobre la severa forma renacentista que luego sobresale hacia la transparencia trascendente haciendo “naturales las visiones milagrosas”, sin por ello marcar su propio tiempo con un estilo fuerte y un lenguaje revolucionario. Fue, en resumen, un genio del más alto calibre pictórico, pero no el artista intérprete de una época.

Montaje de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Presentación de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Montaje de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Preparativos de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Montaje de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Preparativos de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna

Todavía existe la vulgata sobre Barocci que lo ve como un hombre marcado por la enfermedad. Y ciertamente era de constitución frágil. El colgante mitológico está en la narración de cuando -mientras en Roma ganaba consenso y espacio con mecenas de alto rango- pagó cara la envidia fatal de sus colegas que, según sus biógrafos, Bellori in primis, envenenaron su ensalada y marcaron así para siempre su ya precario estado de salud inducido por una helicobacteria particularmente hostil, que le había provocado unauna úlcera persistente, que entorpecía y limitaba su tiempo de trabajo - de las cartas de su más leal partidario, el duque de Urbino Francesco Maria II della Rovere, se desprende su impaciencia con el tardío pintor, cuya lentitud le causaba malestar diplomático con los principales mecenas con los que se había relacionado con Barocci: en una carta de 1588, el príncipe llega incluso a preguntarse exasperado si no sería mejor que el artista muriese de su enfermedad en lugar de seguir dándole tantos problemas. Aún era una época en la que un pintor podía pesar en la suerte de la política.

Los Uffizi conservan el espléndido retrato de Della Rovere que Barocci le hizo vistiendo armadura mientras apoya la mano derecha en el reluciente casco, lienzo que ahora se expone en la retrospectiva que su ciudad natal le dedica, justo en el Palacio Ducal (hasta el 6 de octubre), junto a otros retratos, género en el que Barocci fue un maestro indiscutible. Urbino salda así su deuda montando por primera vez una exposición retrospectiva sobre su ilustre pintor.

Francisco María II participó en la batalla de Lepanto en 1571, al frente de un ejército de dos mil soldados, y salió triunfante. Esto es lo que pretende celebrar el retrato de Barocci: la imagen de un hombre viril, no demasiado enfático, que quiere mostrar la serena certeza de sus propios medios en la mirada confiada de un comandante. Este orgullo del futuro soberano (su padre Guidobaldo murió en 1574) confirma el supremo prestigio y respeto reservados al pintor en la corte, hasta el punto de que, como se recuerda en el catálogo de la exposición - editado por Electa -. publicado por Electa - Raffaella Morselli, fue el duque quien visitó a Barocci en su casa, invirtiendo la relación cortesana, como signo de la singularidad de su relación (el pintor, nacido en 1533, era dieciséis años mayor que el duque). Pero Barocci“, señala el erudito, ”fue mucho más que un pintor de corte; más bien puede definírsele como el superintendente de los asuntos artísticos del ducado (en cierta manera, como dicta la debida proporción, Barocci fue para el ducado lo que Rafael fue para la Roma papal).

Formado en música, arquitectura y otras artes -a través de su experiencia juvenil con Bartolomeo Genga, arquitecto, y con su padre Gerolamo, pintor, escultor y arquitecto, de quien también pudo haber recibido rudimentos de escultura-, a su regreso a Urbino desde Roma en 1565, se convirtió así en el consejero del nuevo príncipe para todas las decisiones relativas a las artes. Entretanto, su notoriedad en Europa iba en aumento gracias también a la difusión de sus invenciones plásticas, que el grabado favoreció, de modo que Barocci traspasó las fronteras italianas permaneciendo en el ducado de las Marcas.

Montaje de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Esquema de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Montaje de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Preparativos de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Montaje de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna
Preparativos de la exposición Federico Barocci Urbino. La emoción de la pintura moderna

Pero sobre la historia que tiende a motivar la repentina marcha de Barocci de Roma tras el episodio del envenenamiento, Emiliani se mostró escéptico. Demasiado anecdótica y poco creíble, según el estudioso. Al fin y al cabo, Barocci era visto en Roma como el continuador de la línea de Rafael, estimado por sus habilidades pictóricas por Taddeo Zuccari y el anciano Miguel Ángel; además, durante su estancia en Roma el de Urbino estableció relaciones con San Felipe Neri, quien declaró su estima por el pintor encargándole para Santa María in Vallicella el gran retablo de la Visitación, obra, según cuentan las crónicas, ante la cual el fundador de los Oratorianos alcanzó el éxtasis. En el ensayo de 1975, Emiliani nunca da la impresión de considerar a Barocci un cobarde, alguien que se rindió a la maldad humana; habría sido como reducir su pintura luminosa y su forma gentil bajo esa perspectiva: una idea edulcorada, hoy diríamos bonachona, cuando el último periodo de su vida artística transpuso a los lienzos una piedad cristiana marcada por estigmas supremamente trágicos; una fase “mística” que no sería impropio, en términos de intensidad poética, situar junto a la noche oscura de San Juan de la Cruz .

Por otra parte, la elegancia de Barocci no es una reducción psíquica del timbre manierista, sino todo lo contrario; ni tampoco un equilibrio entre naturalismo y clasicismo. Su transparencia “celestial” es más bien una máscara existencial. Emiliani hablaba del regreso a Urbino como un deseo de recuperar las propias raíces culturales. En este sentido, Barocci sería el abanderado ejemplar del ducado, mientras la suerte de Urbino en la escena política declinaba; y al mismo tiempo daría testimonio de la refundación estética y religiosa deseada por la Contrarreforma. La Visitación encarna, en efecto, una humanidad fiel a la verdad cristiana, pero en su representación también cercana a la condición de los sencillos (en la línea de la iglesia baja, recordada por Emiliani, que tiene sus paladines en el Oratoriano y en San Carlos Borromeo): nótese el singular apretón de manos entre Isabel y María abrazándose, podría ser el encuentro de dos mujeres comunes divididas sólo por la diferencia de edad, pero unidas por el sentimiento de una nueva fe encarnada. Desde la izquierda del cuadro asoma la cabeza del burro, que parece inspirada por pensamientos secretos (hasta los burros tienen mente, “divina” dirían los devotos de la alquimia y la cábala): es, como el asno de Caravaggio en la Huida a Egipto, cuyo ojo lejos de ebete mira, por así decirlo “en el coche”, al invocador de piedra sagrada que atestigua la atención vigilante del garante divino sobre la Sagrada Familia.

La exposición de Urbino constituye una puesta a punto fundamental, incluso en comparación con la de Emiliani, por el énfasis que pone en Correggio, de quien Barocci despliega más de una cita, confirmando su etapa emiliana y su experiencia de visu; pero también, por la forma en que insiste en el último periodo creativo, donde el estado de ánimo del pintor se expresa en la “maravilla de la noche”, como escribe Anna Maria Ambrosini Massari (comisaria con Luigi Gallo, de la exposición). Atmósfera que, si por un lado hace pensar en una meditación sobre Tintoretto, con traslado a Venecia, se enraíza sin embargo en el sentido nocturno que ya encontramos en Rafael(Liberación de San Pedro); y en la penumbra de luz condensada, espléndida síntesis de varios pensamientos amalgamados, por ejemplo, en el tejido pictórico de laAnunciación de los Museos Vaticanos, también parecen aflorar reminiscencias de Leonardo. Por otra parte, en el drama de claroscuro que rodea la Huida de Troya de Eneas, Barocci resume una larga experiencia, de Rafael a Tintoretto, pasando por las atmósferas luministas de Jacopo Bassano.

Federico Barocci, Retrato de Francesco Maria II Della Rovere (1572; óleo sobre lienzo, 113 x 93 cm; Florencia, Galería de los Uffizi)
Federico Barocci, Retrato de Francesco Maria II Della Rovere (1572; óleo sobre lienzo, 113 x 93 cm; Florencia, Galería de los Uffizi)
Federico Barocci, Visitación (1583-1586; óleo sobre lienzo, 288,5 x 187,5 cm; Roma, Chiesa Nuova)
Federico Barocci, Visitación (1583-1586; óleo sobre lienzo, 288,5 x 187,5 cm; Roma, Chiesa Nuova)
Federico Barocci, Anunciación (1582-1584; óleo sobre tabla transferido a lienzo, 248 x 170 cm; Ciudad del Vaticano, Museos Vaticanos)
Federico Barocci, Anunciación (1582-1584; óleo sobre tabla transferido a lienzo, 248 x 170 cm; Ciudad del Vaticano, Museos Vaticanos)
Federico Barocci, Huida de Eneas de Troya (1598; óleo sobre lienzo, 179 x 253 cm; Roma, Galería Borghese)
Federico Barocci, Huida de Eneas de Troya (1598; óleo sobre lienzo, 179 x 253 cm; Roma, Galería Borghese)
Federico Barocci, Institución de la Eucaristía (1603-1609; óleo sobre lienzo, 290 x 177 cm; Roma, Santa Maria sopra Minerva)
Federico Barocci, Institución de la Eucaristía (1603-1609; óleo sobre lienzo, 290 x 177 cm; Roma, Santa Maria sopra Minerva)

LaInstitución de la Eucaristía parece la obra de un pintor provocado por un fuerte sentimiento de la realidad, con efectos de una realidad profundamente “humana pero no humanista”, como Longhi escribió de Caravaggio; Líneas de estudio que deberán replantearse a la luz de esta exposición, cuyo relanzamiento tiene la fuerza de un nuevo comienzo, es decir, desandando los caminos recorridos por Barocci y siguiendo las huellas que hacen de él un anticipador de la cultura barroca.

En efecto, el contrapunto establecido por Argan entre Barocci y Caravaggio no los aleja en el sentimiento de la realidad, aunque el método los separe: el pintor de Urbino realiza decenas de dibujos de estudio, para los que Bellori ya hablaba de “studio vigilanti”, a los que sigue la implicación de colaboradores en el desarrollo de sus invenciones mediante la reutilización de modelos y estructuras; mientras que en Caravaggio, la urgencia de la realidad, de lo real, se desplaza desde la praxis cargada de furor, que le ve como único protagonista: el pintor lombardo, es bien sabido, no delegaba en nadie la realización de su obra, supremamente celoso como era de sus propias invenciones. Y esta diferencia formal y estética entre lo verdadero y la verosimilitud, propiamente metodológica y poética, suscitó en Bellori una “antipatía” caravaggesca. El tema fue abordado de nuevo en 2000 en Roma, en la exposición dedicada al escritor del siglo XVII y tituladaLa idea de la belleza.

En efecto, Barocci era también un hombre característicamente atormentado; su úlcera parece ser, como nos recuerdan también las investigaciones médicas actuales, el efecto psicosomático de un alma exacerbada, sobre lo que escribe Ambrosini Massari en el catálogo. El estudioso, en concreto, sostiene que cuanto más sufrimiento físico e interior actuaba sobre Barocci “tanto más sus obras expresaban esa sonrisa continua que hace del pintor un protagonista cristalino de la Contrarreforma, o más bien de la Reforma católica”. Un tema extraordinario. Como nos dicen los psicólogos modernos, una sonrisa repetida, casi reactiva a los acontecimientos poco propicios de la vida, esconde a menudo una melancolía. Para Barocci, la melancolía era el viático de un profundo conocimiento del espíritu del mundo, que le causaba un lacerante tormento porque estaba claramente alejado del bien evangélico. Un gran teólogo germano-italiano, amigo de muchos artistas, hablo de Romano Guardini, escribió páginas penetrantes sobre la melancolía del artista que conviene releer. Para el teólogo, la raíz alemana del término melancolía, Schwer-Mut, no significa “humor negro”, como se suele decir, sino “humor grave” (preñado, pesado): es algo que pende sobre el alma y produce malestar y autoconciencia. En general, el melancólico experimenta un sentimiento de lo ineludible que “le expone a todos los riesgos”. La tensión del artista al terminar la obra le carga con una inquietud y una insatisfacción que pueden llegar a ser peligrosas, ya que ’cuanto mayor es el valor, más destructivo puede ser’. En esencia, la melancolía es la vida jugando contra sí misma, y “el instinto de autoconservación, la autoestima, el deseo de hacer el propio bien pueden ser distorsionados, hechos inciertos, desarraigados por el instinto de autodestrucción”. La nostalgia de la amada también se hace sentir como una “contradicción entre el tiempo y el infinito”, un anhelo de lo absoluto, del que la melancolía encarna “el dolor causado por el nacimiento de lo eterno en el hombre”. La melancolía será también una “relación con los fundamentos oscuros del ser”, escribe Guardini, pero esta oscuridad no debe confundirse con la negatividad de las tinieblas, sino entenderse “como una extraña forma de aproximación a la luz.... La oscuridad es el mal, por ser algo negativo. La oscuridad, en cambio, pertenece a la luz”. Si en la última parte de la vida de Barocci, como escribe Ambrosini Massari, “la puesta por la luz nocturna” se repite con frecuencia, cabe preguntarse entonces si la luminosa transparencia del primer periodo y la oscura proyección nocturna del segundo no son dos caras de una misma melancolía del artista. La respuesta a esta pregunta puede señalar un camino diferente para rescatar definitivamente a Barocci de la idea errónea de una pintura de “sonrisas”.


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