El debut de Leandro Erlich en una galería estadounidense se remonta a 1999. El artista argentino, que hoy ha saltado a la fama internacional, tenía entonces 23 años, y se presentó en la Kent Gallery de Nueva York con una instalación titulada El Living, “El salón”: el público recorría un estrecho pasillo, tachonado de puertas cerradas, y era conducido hasta la única puerta abierta, que le permitía acceder a un salón amueblado como cualquier salón de cualquier casa de ciudad. Un sofá, un sillón, una mesa de centro, un reloj colgado de la pared, jarrones, espejos. Lo extraño llegaba cuando los visitantes se miraban en el espejo: no veían su propia imagen reflejada, sino que descubrían que ese espejo era en realidad una ventana que daba a otro salón, idéntico y espejado al que estaban, y la ilusión era tan poderosa que muchos tenían que meter la mano en la ventana para entender lo que estaba pasando. Una semana antes de que se clausurara la exposición, Kent Johnson, crítico de arte del New York Times en aquella época, publicó una reseña en la que escribía que la ficción escenificada de Erlich podía parecer “un truco de feria, pero la construcción sutilmente hábil del Sr. Erlich hace que la experiencia sea mágica y filosóficamente intrigante”. Y cerró con una pregunta: “nos preguntamos qué hará en el futuro”. He aquí que, después de veintitrés años, tenemos la respuesta: Leandro Erlich ha seguido haciendo exactamente lo mismo. Un cuarto de siglo ideando trucos de ilusionista, de prestidigitador, de parque de atracciones, de casa de espejos. Con el objetivo de subvertir nuestra percepción de la realidad, aunque sea mediante situaciones en las que los trucos acaban revelándose, para inducir al espectador, en palabras del propio Erlich, a “pensar que la realidad es falsa y construida como el arte, es una ficción, aunque sea la ficción en la que todos aceptamos vivir”, porque “entender que la realidad puede ser muchas cosas a la vez aumenta nuestra conciencia de la vida, de la política y de nuestro entorno en general”.
El campo de juego de Leandro Erlich llega ahora, con un buen grado de plenitud, al Palazzo Reale de Milán, con motivo de la exposición Oltre la soglia (Más allá del umbral ), que reúne la mayor parte de las invenciones más conocidas del artista argentino. La condición de partida, observa el comisario Francesco Stocchi, es la de una “aparente normalidad”, aunque sólo sea así para una parte de la producción de Erlich, la que resulta más convincente al establecer una cotidianidad familiar al público. Es el caso de la primera obra encontrada en la gira, Elevator Pitch de 2011: nos encontramos frente a la puerta de un ascensor que está llegando a nuestra planta, y cuando la puerta se abre, lo que vemos es una pantalla que proyecta un vídeo rodado en el interior de una cabina de ascensor, mostrando cada vez, a intervalos regulares, personas y situaciones diferentes. El observador, leemos en el catálogo, debería sentirse movido por el impulso de entrar en el ascensor (aunque no está claro por qué debería coger un ascensor en medio de una exposición), y la paradoja debería desencadenarse en el momento en que uno se da cuenta de que, al estar frente a una pantalla, la acción que tiene en mente se hace imposible. El mecanismo, en esencia, debería ser el siguiente: “Leandro Erlich”, explica el comisario, “invierte el punto de vista de lo que se considera ’normal’, pone en escena la paradoja de lo cotidiano a través de fenómenos excepcionales para cuestionar lo que se da por sentado. Una reflexión interna sobre la sociedad, sus condiciones y los mecanismos inconscientes en los que se basa”. La verdadera paradoja, sin embargo, parece ser otra: las instalaciones de Erlich, situadas en el contexto de un antiguo palacio que suele albergar exposiciones tradicionales, se ven penalizadas, no parecen lo suficientemente creíbles como para activar esa suspensión de la incredulidad necesaria para experimentar algo completo.
Dicho de otro modo, las obras de Erlich funcionan cuando tienen un entorno a su alrededor que induce al público a creer que lo que está viendo es real (en consecuencia, las obras funcionan aún mejor si el público llega a la exposición sin estar preparado: este aspecto extremadamente problemático del arte de Erlich se tratará más adelante). Su Swimming Pool, por ejemplo, una de sus obras más famosas, ausente en Milán, resulta convincente cuando se sitúa en un entorno en el que la presencia de una piscina es verosímil. No puede decirse lo mismo de gran parte de lo que el público encuentra en el Palazzo Reale: La lluvia está en una sala oscura y microscópica situada a mitad del recorrido, La vista está en cambio en medio de una sala donde el público encuentra otras obras que rompen la ilusión de estar ante la ventana de un piso real, y Puerto de reflejos sólo tiene más éxito porque el visitante acaba en una sala inmersa en la oscuridad. Luego pasamos al surrealismo puro de Blind Window, a trucos poco llamativos como Subway, Global Express y El Avión (tres formas distintas de expresar la misma idea: un vídeo que proyecta imágenes de paisajes en movimiento, y la pantalla que asume las dimensiones del medio a través del cual se ve habitualmente lo que muestra el vídeo, es decir, respectivamente, la puerta de un metro y las ventanillas de un tren y un avión), hasta llegar al corazón de la exposición, aquel por el que el público está dispuesto a pagar la entrada, es decir, las instalaciones con juegos de espejos.
En resumen: Lost Garden crea un patio con ventanas y, al asomarse a uno de los alféizares, uno se sorprende al verse a sí mismo mirando por la ventana de enfrente (es la instalación más interesante y genuinamente sorprendente del lote), Changing Rooms crea la ilusión de un vestidor infinito a través de una evidente yuxtaposición de espejos que dan Escalera, por su parte, es una escalera a tamaño natural, pero girada noventa grados, de modo que el público, con sólo apoyarse en uno de los pasamanos colocados horizontalmente, puede hacerse una foto, dando al espectador la oportunidad de ver el La Peluquería es una reconstrucción de un salón de peluquería con espejos que son en realidad ventanas que dan (como en El Living) a un salón idéntico. timent no es más que un juguete para adultos, una reconstrucción de la fachada de una casa colocada horizontalmente y reflejada en un espejo inclinado, de modo que, al mirarse en el espejo, parece que los que están tumbados en las ventanas y balcones se están cayendo o se han agarrado a ellos.
El arte de Leandro Erlich forma parte de una vena que arranca con los pioneros ensamblajes de Edward Kienholz de los años 50, se nutre más o menos conscientemente de los círculos italianos del Op Art y llega hasta las grandes instalaciones de los años 90 que hicieron famosos a artistas como Glen Seator, Mike Nelson y Gregor Schneider. Y hasta la década de 1990, su arte seguía siendo clavado: el concepto detrás de El Living tuvo éxito, así que ¿por qué retorcer la fórmula? Toda la obra de Erlich consiste en dos o tres obras, que se repiten simplemente variando el escenario. Sin embargo, éste no es el problema de las obras de Erlich: en la historia del arte no faltan artistas que en un momento determinado de su carrera han tenido una intuición más o menos brillante, más o menos revolucionaria, y la han repetido durante el resto de sus días. En el caso de Erlich, además, la variante suele mejorar el resultado inicial: El Aula de 2017, por ejemplo, retoma un truco que el artista ya había explotado ampliamente con anterioridad, para crear quizá la instalación más lograda de su carrera (el público de Más allá del umbral llega a ella hacia el final). Se entra en una sala oscura, con algunos asientos cubiertos de fieltro negro, y un cristal separa la sala de una reconstrucción precisa de un aula escolar en ruinas: los pupitres, las sillas desordenadas, la pizarra con trazos de alfabeto, el pupitre con su orillo manchado de tiza, los mapas en las paredes. Tomando asiento en una de las butacas, uno se da cuenta de que su propia imagen evanescente se refleja dentro de la habitación, sentado en el pupitre, de pie junto al pupitre, junto a la pizarra: depende de la posición que uno ocupe en la habitación negra. Y como Erlich sabe, tan bien como cualquiera, que la nostalgia es uno de los sentimientos más poderosos que conoce el hombre, se ha asegurado de que el público vea su propio fantasma deambulando por lo que queda del lugar que más frecuentaba de niño, un aula escolar. Es difícil no encontrar conmovedora esta instalación, que actúa sobre los pensamientos, los recuerdos, la propia experiencia, se presenta con una cierta ambigüedad de sentido, y consigue, quizás por única vez en toda la exposición, distraer verdaderamente al público del artificio técnico y transportarlo a otro plano. Aparte de Aula, una obra que tiene todo el potencial para desencadenar trastornos en quienes la recorren, y de algunos otros episodios (por ejemplo, la poética La nube, la nube que el artista “captura” y coloca bajo un altar, transportando a un interior uno de los elementos más esquivos del mundo natural), gran parte de la producción de Erlich se cierne sobre una serie de cuestiones que no pueden sino poner de manifiesto las contradicciones que debilitan sus obras.
Mientras tanto, existe un problema evidente en la relación con el público. Para un artista contemporáneo, la participación no suele ser un fin, sino más bien, escribe Gloria Bovio, un “medio para ofrecer al espectador un espacio de viva reflexión individual o colectiva y de toma de conciencia de su propia condición, para desencadenar una reacción y un posible cambio en el estado de las cosas”. Este debería ser también el caso de las obras de Erlich, si Stocchi tiene razón cuando afirma que el artista argentino propone “una operación introspectiva” a través de su obra, y si el propio Erlich tiene razón cuando afirma que le interesa “la ilusión como medio para cuestionar la realidad”. El problema es que el componente lúdico de sus obras es tan preponderante que aplasta de entrada cualquier intento de construir un espacio de introspección. Habría que preguntarle al artista si, en la era de las fake news y la posverdad, sigue considerando de actualidad jugar con una falsa escalera para reforzar la conciencia de su público sobre la realidad que le rodea. Y así, si débil es la metáfora que sustenta la obra, sólo puede percibirse como una especie de atracción de patio de recreo. Un tiovivo de artista, un tiovivo firmado por un artista, pero un tiovivo al fin y al cabo. Existe entonces un abismo, tal vez insalvable, entre la expectativa y la respuesta del público. Con Leandro Erlich,la instalación artística se une a los automatismos de feria.
Al fin y al cabo, así es como la mayoría del público interactúa con sus obras. Si uno abriera Instagram para buscar fotografías de la exposición, casi siempre encontraría las mismas imágenes: visitantes colgados de la barandilla de la falsa escalera, o empeñados en ensayar las poses más extravagantes, ridículas o divertidas en la falsa fachada de Bâtiment (es más raro encontrar fotografías de Classroom: es la obra menos fotogénica de la exposición, y el hecho de que sea la más lograda, o en cualquier caso la más conmovedora, es irrelevante para quienes quieren sorprender a su público con imágenes de lo que han visto en el Palazzo Reale). La excepción, por supuesto, es toda la maleza de narradores, exhibicionistas, influencers, art-influencers, art-sharers, art-creators, art-lovers, art-consultants y bufones varios del circo del arte que asaltaron Más allá del Umbral, siempre sobre la base de la regla de que cuanto más más Instagram-friendly es una exposición, más vale la pena defenderla ante la base de seguidores de uno, naturalmente sin molestarse en ser crítico con la exposición (la crítica de arte, como sabemos, está muerta y enterrada), sino limitándose a sugerir a sus seguidores que merece la pena visitar la exposición porque, citando frases reales publicadas, se puede hacer “la foto de recuerdo imprescindible”, se puede vivir “una experiencia divertida y emocionante” a través de “grandes instalaciones con las que el público interactúa y se convierte en la propia obra de arte”, se puede “tener la oportunidad de interactuar con obras que transforman lo ordinario en extraordinario”.
Edgar Wind, hace casi sesenta años, intuyó que muchos artistas estaban desarrollando “una imaginación pictórica y escultórica decididamente inclinada hacia la fotografía”, dando lugar a obras tales que podemos suponer “que no pueden alcanzar su realización indirecta más que a través de la reproducción mecánica”, con el resultado de que “el medio tiende a tomar el relevo de la experiencia directa del objeto”, y el objeto la mayoría de las veces “se concibe con este objetivo”. Nos ofrecen la sombra, en lugar de la cosa, y acabamos viviendo entre sombras". Cuando obras como Bâtiment o Staircase se presentaron por primera vez al público, aún no existían las redes sociales tal y como las conocemos hoy, y sin embargo cabe preguntarse si estas obras no han experimentado un renacimiento, una segunda vida, una alteración de sentido, incluso el mayor de los éxitos desde que público y artista son conscientes de que parecen haber sido creadas específicamente para ser compartidas en los muros de usuarios de todo el mundo, también en virtud del carácter universal de su lenguaje. Erlich es perfectamente consciente de que las redes sociales han amplificado el alcance de su trabajo, pero si sus obras pretenden despertar la sorpresa de quienes participan en sus instalaciones, las redes sociales sólo pueden anular en parte este efecto. Quienes hayan ojeado su muro de Instagram o Facebook en busca de imágenes de su exposición, o simplemente tengan amigos que la hayan visitado (como es bien sabido, las fotografías en las redes sociales suelen abalanzarse sobre nosotros aunque no queramos), llegarán a la exposición sabiendo ya perfectamente lo que va a ocurrir, y no habrá desvelamiento: si la idea de Erlich es la de una revelación progresiva, la percepción de la obra se verá alterada de manera que el espectador, al haber visto ya en imágenes lo que ocurre, sentirá mucha menos incomodidad y mucho menos asombro ante lo que la obra pretende provocar. No hay lugar para ningún Unheimlichkeit en una obra creada para desafiar el sentido de la percepción del espectador a través de trucos visuales, si en internet el espectador se encuentra continuamente con vídeos, fotos, selfies que cuentan la obra en todos sus detalles. Sorprende poco la experiencia en vivo frente a lo que se ve en imágenes reproducidas. Podría decirse paradójicamente que hace quinientos años, en Bomarzo, el arquitecto (probablemente Pirro Ligorio) que inventó la casa inclinada para Vicino Orsini demostró ser decididamente más moderno, ya que fue capaz de crear una ilusión basada en parte en efectos ópticos, pero en parte en una sensación que no podía reproducirse por ningún medio mecánico: la sensación de verse frenado por la gravedad al intentar recorrer las habitaciones de la casa. Para experimentarlo, no hay fotografía que valga: hay que ir en persona. Se podría argumentar lo obvio: la experiencia que se tiene ante una reproducción nunca es la misma que en persona. Y es cierto: pero en una exposición que, según el eslogan publicitario, promete “esperar lo inesperado”, lo inesperado será sin duda menos fuerte y menos impactante de lo esperado. Ya no queda nadie que meta la mano por el espejo para ver qué pasa. Por eso Classroom es la única obra que realmente deja espacio para lo inesperado: porque no actúa sobre dinámicas externas, sino que mantiene un diálogo directo con la intimidad personal del espectador. Sería entonces curioso preguntar a Erlich si nunca ha pensado en prohibir fotos y vídeos, como hace su colega Tino Sehgal, para preservar el sentido de su experiencia estética.
Hay, por último, un último aspecto sobre el que es interesante detenerse. Si las obras de Erlich parecen demasiado atadas al pasado, si su forma de investigar las construcciones de la realidad parece anticuada, si el compartir compulsivamente en las redes sociales restringe el potencial de sus instalaciones, ¿qué queda de la obra de Erlich? Lo que queda es lo que es toda comunicación: un patio de recreo preparado para ser fotografiado y compartido. Y lo que queda plantea otra cuestión, quizá la más interesante y útil que plantea la exposición: ¿operaciones como Más allá del umbral sirven para subrayar que las artes visuales aún pueden tener un sentido y un papel en el debate público, o apuntalan su condena a la irrelevancia con una firma más?
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