Monet. La exposición, acogida del 19 de octubre de 2017 al 11 de febrero de 2018 en el Complesso del Vittoriano de Roma, reúne 60 obras de Claude Monet (París, 1840 - Giverny, 1926), el gran padredel Impresionismo, procedentes del Musée Marmottan Monet de París. Obras conservadas celosamente en su casa de Giverny y donadas al Museo por su hijo Michel en 1966. La exposición de las obras sigue un doble recorrido: el cronológico y el de la evolución estilística a través de los grandes temas. La colección incluye algunas grandes obras maestras como Retrato de su hijo Michel de niño (1878-1879), Nenúfares (1916-1919), Londres. Parlamento, Reflejos sobre el Támesis (1905), Rosas (1925-1926).
En la primera sala, los dibujos representan el nacimiento y la toma de conciencia de su deseo de convertirse en artista. Son caricaturas, muchas de ellas copiadas, de personajes conocidos de la época (1855-1859). En la misma sala vemos también algunos retratos. Uno es de su hijo Jean y los otros tres representan a su hijo Michel de bebé y niño. Estas cuatro obras muestran ya claramente su interés por la armonía de los colores y por el trazo como pincelada destinada a “impresionar”, más que por la representación fiel y exacta de los temas, típica del Realismo.
Siguen los paisajes, al principio nórdicos, de ese frío deslumbrante del color invernal, la nieve y el hielo de los lugares que le eran familiares en los alrededores de París y en Normandía. Después, el punto de inflexión. En 1883 realiza un viaje a Liguria y en 1884 se instala durante setenta y nueve días en Bordighera. Descubrió la luz del sur y quedó encantado. Los colores se calientan y se convierten en los del sol y ese calor que hace madurar la fruta. El mar es azul profundo, las plantas exóticas y brillantes. En el Castillo de Dolceacqua (1884) aparece otro elemento fundamental de la pintura de Monet, el puente, que no es simplemente la representación de una estructura arquitectónica, sino un elemento utilizado para diseccionar el espacio del lienzo y recomponerlo geométricamente. Un motivo que volveremos a encontrar en su producción más madura, el puente japonés junto con el arco de hierro de la Avenida de las Rosas. Estas vistas se repiten una y otra vez: siempre el mismo tema y desde el mismo punto de vista. Las horas cambian y también los colores y las sombras. El color es más denso y casi plástico, o se difumina y aclara en los matices más sutiles.
Entre los cuadros de la exposición, es famoso el del Parlamento de Londres reflejado en el Támesis. Monet no utilizó el negro, y la sombra del gran edificio se tiñe de verde cuando el sol se abre paso entre las lívidas nubes como tras un aguacero y refleja lenguas de oro en el río. Venecia y Londres serán los paisajes más pintados, alcanzando un gran éxito.
Claude Monet, Tren en la nieve. Locomotora (1875; óleo sobre lienzo, 59 x 78 cm; París, Musée Marmottan Monet) |
Claude Monet, El castillo de Dolceacqua (1884; óleo sobre lienzo, 92 x 73 cm; París, Musée Marmottan Monet) |
Claude Monet, Londres, Las Casas del Parlamento. Reflejos sobre el Támesis (1905; óleo sobre lienzo 81,5 x 92 cm; París, Musée Marmottan Monet) |
Monet viajó asiduamente, deseoso de ver y encontrar nuevos temas, sobre todo tras su traslado a Giverny en 1883. Imposible no citar aquí las palabras que Guy De Maupassant escribió sobre su amigo: “El año pasado, en este país, seguí a menudo a Claude Monet en busca de ’impresiones’. En realidad, no era pintor, sino cazador. Iba, seguido de niños que llevaban sus lienzos, cinco o seis lienzos que representaban el mismo motivo, a diferentes horas del día y con diferentes efectos de luz. Los subía y los bajaba por turnos, según los cambios del cielo. Y el pintor, frente a su tema, se quedaba esperando el sol y las sombras, fijando con unas pinceladas el rayo que aparecía o la nube que pasaba... Y despreciando lo falso y lo oportuno, los colocaba en el lienzo con rapidez... Le he visto captar un destello de luz sobre una roca blanca, y grabarlo con un chorro de pinceladas amarillas que, extrañamente, reproducían el efecto súbito y fugaz de aquel resplandor rápido y esquivo. En otra ocasión tomó un aguacero que había caído sobre el mar y lo arrojó rápidamente sobre el lienzo. Y fue precisamente la lluvia lo que consiguió pintar, nada más que la lluvia velando las olas, las rocas y el cielo, apenas perceptibles bajo aquel diluvio”.
También fue un “cazador de temas” gracias a un descubrimiento de la época que marcó un momento fundamental en la pintura: la invención del tubo de pintura que permitió a los artistas abandonar los confines del estudio, dejar de utilizar pigmentos y pintar en plein air, llevándose consigo sus caballetes para colocarlos libremente.
Los temas de Monet son casi siempre acuáticos. El agua, con su brillo cambiante, los mantiene suspendidos. Hubo un momento en que Monet entraba en el microcosmos secreto de su jardín y no volvía a salir. En 1890, el artista consiguió adquirir la propiedad de Giverny y se dedicó a acondicionar la casa y el jardín. Monet construyó su paraíso personal, con el que siempre se ha identificado el jardín desde las primeras líneas del Génesis y en todas las épocas del arte.
Claude Monet, Velero. Efecto atardecer (1885; óleo sobre lienzo, 54 x 65 cm; París, Musée Marmottan Monet) |
Claude Monet, El puente japonés (1918-1919; óleo sobre lienzo, 74 x 92 cm; París, Musée Marmottan Monet) |
Claude Monet, Sauce llorón (1921-1922; óleo sobre lienzo, 116 x 89 cm; París, Musée Marmottan Monet) |
Y finalmente llegamos a los nenúfares. Cuadros grandes, enormes, extraños para los que estábamos acostumbrados a ver esos formatos en la época, dedicados exclusivamente a composiciones corales, solemnes representaciones religiosas o históricas. Son grandes cuadros en los que destacan las plantas del jardín, especialmente sus nenúfares suspendidos sobre el agua quieta del estanque, como dormidos. Los efectos cambiantes de la luz sobre la superficie dejan entrever la vida submarina y el lento movimiento del agua quieta.
Monet escribió: “Tardé un tiempo en comprender mis nenúfares (...) Los había plantado por puro placer cultivándolos sin pensar en pintarlos (...) Y de repente la magia de mi estanque se me reveló. Cogí la paleta. Desde entonces apenas he utilizado otro modelo”.
Entre 1918 y 1924 Monet aborda sus últimas obras divididas en tres grandes ciclos, los sauces llorones, el puente japonés y el clos normand, el jardín que separa su casa del jardín acuático. Para Monet nunca es interesante representar los detalles del tema. No le interesa distinguir las diferentes partes de la flor o de las hojas. Miramos y reconocemos lo que pinta, en una impresión. Y después de los nenúfares, otra vez el agua donde se reflejan las suaves ramas de los sauces llorones, representadas en diferentes colores y densidades.
Claude Monet, Nenúfares y agapantos (1914-1917; óleo sobre lienzo, 140 x 120 cm; París, Musée Marmottan Monet) |
Claude Monet, Nenúfares y agapantos, detalle |
Claude Monet, Nenúfares (1917-1919; óleo sobre lienzo, 100 x 300 cm; París, Musée Marmottan Monet) |
Claude Monet, Las rosas (1925-1926; óleo sobre lienzo, 130 x 200 cm; París, Musée Marmottan Monet) |
Por último, las rosas sobre los arcos de hierro pintados de verde de su jardín o las glicinias en flor. Son cuadros de gran formato, casi retablos, donde el color se mezcla con la forma y parece surgir de una bruma indescifrable, pero de colores nunca vistos, muy modernos. La glicina como vaporosa, extendida como una acuarela, los amarillos, los verdes ácidos, colores inéditos, puros. Una pureza sin negro. Monet repite muchas veces el mismo tema hasta que las formas se vuelven indistintas, hasta el punto de no retorno: ese sutil momento en que el arte figurativo se convierte en abstracto. La astucia de la disposición de esta exposición nos enfrenta a una epifanía, a un milagro. El arte figurativo está superado, estamos aquí, en el presente. Percibimos el nuevo lenguaje, que es el nuestro.
La última obra de su vida (1925) es deslumbrante. Un cielo azul sobre el que destacan rosas y hojas. Monet sufrió cataratas en 1912, que alteraron sustancialmente su capacidad visual. Sus pinceladas se hicieron cada vez más evidentes, texturales, y quizá en parte por ello adoptó lienzos inusualmente grandes, donde extendía temas como la rama de rosas extendida contra el cielo. “Aparte de la pintura y la jardinería, soy un inútil”, decía Claude Monet y nos parece volver a oír las palabras de Goethe: “El jardín debe entenderse como un cuadro”. Monet lo entendió perfectamente.
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