Desde hace algún tiempo, la ciudad de Florencia ha vuelto a ser crucial en el debate sobre lo contemporáneo, y desde septiembre de 2021 se ha convertido también en el corazón palpitante de la Comedia de Jenny Saville, antigua Joven Artista Británica, un viaje dantesco, pero terrenal y fundido en nuestro tiempo, que se ha colado en el infierno de la contemporaneidad. Con, por una parte, un proyecto expositivo concebido como difuso, y por otra, una ciudad que se exhibe conmovida, puntuada, en los lugares de arte elegidos, en el Museo del Novecento, en la Casa Buonarroti, en el Palazzo Vecchio, en la Iglesia de los Innocenti y en el Museo dell’Opera del Duomo, por las obras gargantuescas de Saville. Así, todo el centro histórico está plagado de sus delicadas sinopias, dibujos delicados y precisos, y gigantescos óleos que gritan. Son obras sangrientas a veces, donde la violencia no se niega, el cuerpo es crucial.
La exposición, es cierto, ha desatado cierta polémica, pero también podría servir para una reflexión más sentida, planteando, tal vez, un par de viejas y nuevas preguntas: sobre la naturaleza del arte, por ejemplo, el cuerpo, el feminismo, la comparación con la historia del arte y la antigüedad, el retorno de la figura humana en la pintura. Concebida y comisariada por Sergio Risaliti, la exposición intenta hacer todo esto. O más bien, ¿tiene sentido celebrar este tipo de exposiciones sin tales premisas, y en una ciudad como Florencia?
Jenny Saville reinventa la ciudad: quizás esto es exactamente lo que no se quiere permitir. Como si quisiéramos decir que Florencia debe respetar siempre su aclamada reputación de cuna del Renacimiento, y nunca romper filas. Pero nos preguntamos, con tono irreverente, si el arte debe ser algo rancio, un déjà-vu, una visión ya conocida: si no nos saca de nuestra zona de confort y opera un choque disruptivo, ¿qué debate abre si no sacude a quienes lo contemplan? Si no “desestabiliza”, no es cultura.
No estamos hablando aquí de un arte que tenga que producir clamor y escándalo, si conviene al observador, o si sólo le consigue un like, eso es otra historia: y ya hay muchas exposiciones así, redundantes, sin verdadero impacto cultural. La Saville de Florencia, en cambio, suscita debate precisamente en un momento histórico tan delicado como el que vivimos, mientras soplan vientos de guerra a pocos kilómetros de nosotros, mientras los barcos rusos transitan por el Mediterráneo, mientras las mujeres siguen siendo víctimas de sus hombres y los niños se quedan cada vez más huérfanos. También por estas razones las cuestiones que plantean las obras de Jenny Saville resultan más urgentes, dramáticas y atemporales que nunca.
Una de las grandes cuestiones que plantea la exposición es la de la configuración estética de la obra. La Piedad de Alepo, por ejemplo, la obra más emblemática de Saville, ¿nos arranca un like ? ¿Pasa la prueba de fuego de la sociedad italiana? ¿Se ajusta a sus gustos? Afortunadamente no, es un experimento que Risaliti se atreve a llevar a cabo. Alepo, la obra de 2018, se desdobla iconográficamente en un enredo de cuerpos: los miembros, las ropas, los rostros, se multiplican en una dimensionalidad casi cubista, y lo hace mientras conversa con la Pietà Bandini, una de las últimas de Miguel Ángel, dejada inacabada, colocada en el Museo dell’Opera del Duomo, el Panteón de la escultura florentina. Se trata de una obra triple, dibujo, pintura, escultura. Es la realidad transfigurada y el arte siempre “velado”, nunca erótico ni pornográfico. Tiene sin duda el sabor de una corporeidad decididamente miguelangelesca, sobre todo en lo que respecta a la composición piramidal que ve el pesado cuerpo de Cristo sostenido en vano por Nicodemo. Una imagen ciertamente conmovedora, en cualquier caso, hoy como ayer.
Alepo habla de arte italiano, y es al menos la iconografía dramática de una nueva huida a Egipto, pero también evoca la Madonna del Parto de Piero que acoge en su seno a todos los niños del mundo: la mujer no tiene rostro, de hecho, carece de identidad precisa, rostro, ojos y labios, todos los sentidos desaparecen tras la muerte de los pequeños.
Los rostros y los cuerpos de Jenny Saville abren heridas, atraviesan la corteza de la realidad, nunca son lisos. Deshilachan la materia artística, la película pictórica, la superficie del cuadro nunca es lisa. Tintoretto y Tiziano, que asombraron a la artista cuando era muy joven (durante un viaje con su tío), dejaron su huella en ella con su estiramiento del color a la enésima potencia, hasta deshilacharlo, romperlo, hacerlo incorpóreo, fragmentario. Nada es preciso, limpio, liso. El timbre de Saville es una voz contraria a la “suavidad” que, según Byung-Chul Han, caracteriza nuestro tiempo, y que explica el éxito de Jeff Koons y del i-Phone: “la suavidad es el sello distintivo de nuestro tiempo, porque no hiere, ni ofrece resistencia”. La obra de arte, la que repercute en el presente, crea en cambio estragos, o al menos debería hacerlo.
¿Cuántos rostros de madres, en nuestra era anestesiada, tendremos que seguir viendo en los telediarios sin que nos escandalicemos y nos quedemos indiferentes? ¿De cuántas madres sabremos que han buscado en vano los cuerpos de sus hijos destrozados por las bombas? ¿Cuántas guerras más tendremos que presenciar? ¿Y en qué términos se ha transformado la Vesperbild original? ¿Sigue siendo la fórmula de la Piedad que Saville aprendió de Miguel Ángel una Pathosformel válida? ¿Sigue teniendo sentido situar lo antiguo y lo contemporáneo o es Florencia y su Renacimiento un lugar común, un ideal anquilosado? Esta es una pregunta que puede sacudirnos, transformarnos, inducirnos a un cambio de rumbo y a una visión que vaya en dirección contraria a la habitual proliferación de imágenes que a menudo resultan demasiadas, mudas y sordas.
El arte, por lo demás, no pasa de ser una excitación momentánea. Nietzsche lo planteó como problema hace un siglo. Saville se lo plantea, la exposición se lo plantea. La primera vez que Saville “cae” en su dantesco viaje es, por tanto, en Alepo, cuando reflexiona sobre Siria, la tierra donde tantos niños fueron deliberadamente asesinados durante la larga guerra que comenzó en 2011, una fase de rebelión en el contexto más amplio de la llamada Primavera Árabe.
Pero “cae” por segunda vez, y en el abismo infernal de los cuerpos deformes de la obra Fulcrum, expuesta esta vez en el Salone dei Cinquecento del Palazzo Vecchio, otro lugar simbólico de la ciudad. Aquí, la obra replantea el uso manierista del tratamiento del signo, en esos rasgos quebrados de los tres cuerpos apiñados, en los que el intercambio entre manos y pies es una orgía de grotesca y deliberada falta de gracia. Colocar una obra como ésta en el salón de estado de Cosme I, donde junto a las escenas de batallas de Giorgio Vasari, se encuentran también el trono del duque y la obra de Miguel Ángel, el Genio de la Victoria, es una apuesta que traza un paralelismo entre la fuerza y el dominio masculino sobre la frágil condición de la mujer. Expuestas, desnudas, gordas, desgarbadas, se ven obligadas a ocupar un espacio reducido tanto en la historia como en el marco del cuadro de Saville. El efecto que se busca es el de mujeres que atronan con su volumen y la monstruosidad informe de sus cuerpos asaltando el espacio y reclamándolo, desbordando su voluptuosa búsqueda de la vida.
Pero la pandemia también influye en esta elección de tamaño. El cuerpo, en los dos últimos años, ha estado mucho más presente en las pantallas de realidad de los medios de comunicación, mostrando imágenes sobredimensionadas de rostros desfigurados por el abuso de máscaras y cuerpos de personas afectadas por el virus. Por una muerte, una guerra, o por otra, la pandemia, en una palabra, como diría Marisa Fasanella, “la tierra se revuelve y niños y adultos se van con el mal en el cuerpo”.
Más dolor y cuerpo en la logia del Museo del Novecento con la obra Rosetta II, donde Saville aparta para siempre el mundo contemporáneo puramente cyborg, posthumano y posmoderno para hacer una provocadora, alucinada e íntima hibridación de carne y humanidad giottesca, como evidencia el gran manifiesto de ceguera que representa en Rosetta II y que es la historia de una niña ciega, Rosetta en realidad, concebida tanto en carne y hueso como en una visión mística y que encuentra su paralelo extremo en el crucifijo lacrimógeno de Giotto suspendido en el centro de la nave de Santa Maria Novella y, más allá, en el tiempo y el espacio con los éxtasis de los santos mártires romanos.
En definitiva, Saville investiga otro dolor que le hace “temblar las venas y las muñecas”, el de las mujeres y niñas privadas de su candor y pudor y que desde muy pequeñas han tenido que sacrificarse en nombre de cualquier dios, ya sea cristiano o musulmán. Técnicamente, sin embargo, es también un desafío modiglianesco pasar por la pintura sin la mirada.
Y siempre es el cuerpo el que está en el centro del dilema, un cuerpo que Saville quiere liberar porque ha sido enjaezado por siglos de sometimiento y reglas aparentemente salvíficas. Por eso sus mujeres no tienen formas “perfectas” como quieren la moda y el ojo masculino, las mujeres tienen muchos cuerpos, son una historia social que reverbera en los excesos ópticos que Saville sabe imponer a nuestra atención perdida con esta exposición.
“Cada uno de mis actos revela que mi presencia es corpórea y que el cuerpo es el modo de mi apariencia, esta palabra rostro soy yo, en el cuerpo hay identidad perfecta entre ser y parecer, aceptar esta realidad es la primera condición del equilibrio” (Umberto Galimberti)
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