No cometa el error de dejarse engañar por el título: la exposición El último Caravaggio. Herederos y nuevos maestros no sólo tiene poco que ver con el gran Michelangelo Merisi (Milán, 1571 - Porto Ercole, 1610), sino que incluso cuestiona, como premisa sustancial, si es posible delinear una historia del arte del siglo XVII que prescinda de Caravaggio. En otras palabras: ¿hasta dónde llegó la influencia de Caravaggio en el arte del siglo XVII? ¿Se pueden encontrar ámbitos que permanecieran impermeables a las innovaciones perturbadoras introducidas por el genio lombardo? Para responder a estas preguntas, la exposición comisariada por Alessandro Morandotti, e instalada en las Gallerie d’Italia de la Piazza Scala de Milán, toma como punto de partida elúltimo cuadro de Caravaggio, el Martirio de Santa Úrsula, ejecutado en Nápoles para un comisionado de Génova, y siguiendo las huellas dejadas por esta prueba extrema del artista milanés, emprende un interesante viaje que lleva al visitante primero a la sombra del Vesubio y luego a orillas del mar de Liguria para rastrear las huellas de Caravaggio en Nápoles y Génova y analizar hasta qué punto fascinaron a los artistas locales y si hubo otros que se resistieron a acogerlas. La historia del arte italiano se entrelaza así con la historia del arte local, y no sólo, ya que la exposición (que, hay que subrayarlo, se centra más en la situación genovesa que en la napolitana, a la que sólo se dedica una sección: Génova, en cambio, está presente en todo el recorrido), al centrarse también en las vicisitudes de la colección Doria, entra simultáneamente en la historia del gusto y en la historia del coleccionismo.
Se reúnen pues todas las condiciones para una exposición con un enfoque original, que mira con lupa la historia del arte del siglo XVII, y que es sin duda mucho más genovesa que milanesa, aunque uno de sus objetivos sea también analizar los vínculos que Milán mantuvo con Génova en los treinta años que la exposición examina, es decir, el periodo que va desde el año de la muerte de Caravaggio, 1610, hasta 1640, año en el que, escribe Morandotti en el catálogo, la capital ligur vivió un “estallido caravaggiesco que invadió la ciudad desde las salas del Palazzo Spinola”: Y es que fue precisamente en 1640 cuando tres obras maestras de Matthias Stomer (¿Amersfoort?, c. 1600 - ¿Sicilia?, después de 1650), que según el comisario “sacudieron la ciudad de los artistas como no lo había hecho la pintura de Caravaggio”. Es cierto que el eco del Martirio de Santa Úrsula, obra destinada a la colección genovesa de Marco Antonio Doria (Génova, 1572 - 1651), pasó casi desapercibido, pero no es menos cierto que Génova conoció una cierta difusión del caravaggismo, que se benefició de la presencia de Caravaggio en la ciudad en el verano de 1605, así como de la llegada de varios artistas importantes influidos por su lección, entre ellos Orazio Gentileschi, Simon Vouet (del que se hablará más adelante) y Bartolomeo Cavarozzi (y a propósito de este último, cabe señalar que paralelamente a la exposición de las Gallerie d’Italia, se está celebrando en Génova, gracias al apoyo de Intesa Sanpaolo, una exposición que pretende arrojar luz sobre la breve presencia de Cavarozzi en Génova y el interés que los coleccionistas ligures tuvieron por su obra).
La escuela genovesa, sin embargo, elaboró el caravaggismo a la luz de las tradiciones locales, así como de otras aportaciones (Génova, a principios del siglo XVII, contaba con un gran número de artistas flamencos), con el resultado de que la lección de Merisi era sólo un componente, a menudo marginal, de un mosaico rico en múltiples facetas (el ejemplo del “naturalismo templado”, como lo define Piero Donati, de un gran artista como Domenico Fiasella): Distinto fue, en cambio, el caso de Nápoles, ciudad profundamente caravaggiesca que registró durante algún tiempo la presencia física del pintor lombardo, decisiva para la maduración de una escuela que tuvo en él su principal referente y se desarrolló en torno a su legado. La hipótesis de Morandotti, que se pregunta cómo es posible que Génova desairara “la sublime evidencia de un pintor que en ningún momento de la historia temprana de su fortuna crítica estuvo tan en boga”, da ciertamente mucho que pensar, y es de esperar que el testigo de El último Caravaggio sea recogido de algún modo en un futuro próximo, ya que la mayoría de los críticos que se han ocupado de los acontecimientos de principios del siglo XVII en Génova no han podido evitar cuestionarse cómo se recibió en la ciudad el legado de Caravaggio. En este sentido, es especialmente importante la contribución de Franco Renzo Pesenti, que ya en 1992 analizó el “primer momento del caravaggismo en Génova”, sin poder evitar advertir cómo el propio Bernardo Strozzi (Génova, 1581 - Venecia, 1644), que posiblemente viajó a Roma, se vio influido por la lección de Caravaggio. La exposición milanesa, en cambio, llega a conclusiones diferentes, por lo que merece la pena explorar los temas que pretende abordar.
Sala de la exposición El último Caravaggio. Herederos y nuevos maestros. Foto Créditos Maurizio Tosto |
Sala de la exposición El último Caravaggio. Herederos y nuevos maestros. Créditos Créditos Maurizio Tosto |
La inauguración es, por supuesto, el Martirio de Santa Úrsula de Caravaggio, puesto en comparación directa con las obras homólogas de Bernardo Strozzi y Giulio Cesare Procaccini (Bolonia, 1574 - Milán, 1625), el primero genovés, el segundo emiliano pero milanés de adopción. Según la leyenda, Santa Úrsula, princesa bretona que vivió en el siglo IV o V, fue asesinada con una flecha por Atila por negarse a entregarse a él. En el cuadro de Caravaggio, el tema se aborda con un dramatismo que se aleja de la tradición iconográfica que quería a Santa Úrsula representada en el acto de sufrir el martirio junto a sus compañeras vírgenes: Por el contrario, la escena está cargada de intimidad dramática, con Atila, a la izquierda, que le dispara la flecha, pero parece casi arrepentirse de su gesto, dada su expresión casi consternada, que contrasta en cambio con la expresión firme de Santa Úrsula, que decide dejarse matar antes que renunciar a su libertad y a su fe, no sin hacer, sin embargo, un intento de remediar su destino (el gesto de sus manos es particularmente elocuente). Los fuertes contrastes de claroscuro exacerban la tragedia de la santa, en la que parece participar también el personaje del fondo, con el rostro golpeado por la luz y la boca abierta: un personaje en el que algunos estudiosos han querido ver un autorretrato de Caravaggio, que parece casi sufrir por el destino de la santa (así como por sí mismo: 1610 es el último año de su agitada vida marcada por los excesos).
Los cuadros de Strozzi y Procaccini parecen de otro acento. Observando la pintura del artista genovés, uno se da cuenta de que, si se aceptara la idea de una aceptación de las maneras de Caravaggio, éstas sólo se refieren a los aspectos exteriores: el naturalismo de los personajes, su surgimiento de un fondo oscuro. Strozzi, sin embargo, demuestra que no capta la esencia de la pintura de Caravaggio, es decir, la representación del martirio de Santa Úrsula como un drama íntimo, que conmueve hasta estremecer la crueldad de sus verdugos, que parecen asaltados por las dudas y, como ya se ha dicho, parecen incluso compartir su dolor. En Bernardo Strozzi esto no sucede, y Santa Úrsula, por el contrario, se entrega a su propio fin con una expresión extática, dejándose atravesar por la flecha con las manos abiertas (mientras que la Úrsula de Caravaggio cerraba las manos como para detener de algún modo la herida infligida por el dardo). Lo mismo puede decirse de Procaccini, quien, señala Morandotti, comparado con Caravaggio “sigue su propio camino realizando una especie de relieve antiguo, espectacular en sus ritmos contrastados, perfectamente equilibrado”: sus figuras están dotadas de una monumentalidad escultórica (hay que recordar que Procaccini, al principio de su carrera, era también escultor) y el artista infunde a los protagonistas de la obra una espectacularidad y una energía que parecen completamente desconocidas para Caravaggio. La apertura de la exposición es, pues, clara: en Génova y Milán, el arte de Caravaggio parece ejercer poca fascinación sobre los más grandes artistas activos en las dos ciudades.
Comparación de las tres versiones del Martirio de Santa Úrsula de Caravaggio, Bernardo Strozzi y Giulio Cesare Procaccini. Ph. Crédito Finestre sull’Arte |
Caravaggio, Martirio de Santa Úrsula (1610; óleo sobre lienzo, 143 x 180 cm; Nápoles, Colección Intesa Sanpaolo, Gallerie d’Italia - Palazzo Zevallos Stigliano) |
Bernardo Strozzi, Martirio de Santa Úrsula (1615-1618; óleo sobre lienzo, 104 x 130 cm; Colección privada. Cortesía Robilant+Voena) |
Giulio Cesare Procaccini, Martirio de Santa Úrsula (1620-1625; óleo sobre lienzo, 141 x 144,5 cm; Colección particular) |
El caso de Nápoles, en cambio, es diferente. Después de Roma, es la ciudad más claramente caravaggesca. Michelangelo Merisi estuvo en Nápoles entre 1606 y 1607 y después entre 1609 y 1610. Un vínculo sólido entre Nápoles y Génova es el establecido por el propio Marco Antonio Doria, que había tejido muchos asuntos en Campania, pero es necesario reiterar cómo desde hacía tiempo ya estaba establecida en Nápoles una sólida y numerosa colonia genovesa (y hay que tener en cuenta que Nápoles ya era entonces una ciudad muy poblada: 327.000 habitantes censados en 1614, frente a los 125.000 de Milán en 1610 y los 67.000 de Génova en 1608) que, según explica Andrea Zanini en el catálogo, “junto a actividades tradicionales como el comercio marítimo y el abastecimiento de annonari” era “una actividad crediticia cada vez más intensa, tanto por parte pública como privada”. Los empresarios ligures presentes en Nápoles sentían la necesidad de mantener su poder económico sobre la ciudad, y consolidar así su presencia en el reino de Nápoles: de ahí la necesidad de hacerse con feudos y títulos nobiliarios, y ni siquiera los Dorias escaparon a esta lógica. El propio Marco Antonio había adquirido en 1612 el feudo de Angri, cerca de Salerno, y para afianzar aún más su presencia en Nápoles había comenzado a entablar relaciones con artistas locales. La segunda sección de la exposición constituye un nudo importante, ya que, por una parte, nos da a conocer la evolución del caravaggismo en Nápoles y, por otra, presenta los intereses de la familia Doria.
Marco Antonio poseía, en su propia colección, nueve cuadros de Battistello Caracciolo (Nápoles, 1578 - 1635), uno de los primeros pintores caravaggistas napolitanos: de estos nueve cuadros, sólo se ha localizado uno, que está presente en la exposición. Se trata de Cristo con la cruz, hoy conservado en el Rectorado de la Universidad de Turín. Caracciolo es quizás el más estricto exégeta de la lección de Caravaggio: sus cuadros (y el Cristo llevando la cruz es un ejemplo de ello, pero basta ver el Bautismo de Cristo cedido por la pinacoteca Girolamini) muestran una meditación que desarrolla sobre todo el componente más marcadamente oscuro del arte de Caravaggio. Se trata de pinturas que conservan el dramatismo y la inquietud de las obras de Caravaggio, en algunos casos incluso adquiriendo acentos lúgubres. No es el caso de José de Ribera (Xàtiva, 1591 - Nápoles, 1652), español de nacimiento pero activo en Nápoles durante casi toda su carrera, y otro artista al que Marco Antonio Doria dio su preferencia. Ribera (véase el intenso San Andrés de la exposición, tan naturalista que parece desagradable, sobre todo al observar sus manos nudosas, rechonchas y sucias) demostró en cambio que le interesaba más el realismo de Caravaggio, que le permitía desarrollar un arte menos dramático y, en cambio, mucho más atento al dato natural, al análisis de los detalles y al estudio minucioso de la anatomía. En definitiva, escribía Nicola Spinosa en 1988, un arte fundado en un “realismo ostentoso”, “más epidérmico y menos sufrido, pero ciertamente más fácil y más inmediatamente comunicativo, incluso casi más directo que el proporcionado por los propios prototipos de Caravaggio”.
Si Marco Antonio Doria fue particularmente activo en el mercado napolitano, su hermano Giovanni Carlo (Génova, 1575 - 1626) se fijó en cambio en la escena milanesa, presentada en la tercera sección de la exposición de Milán. Giovanni Carlo Doria, escribe Morandotti en el catálogo, amaba “a los pintores virtuosos que entonces marcaban la transición entre el Manierismo y el Barroco”: entre ellos, Giulio Cesare Procaccini, presentado aquí, además de por dos maravillosos autorretratos que le muestran con unos 28 años en uno y 42 en el otro, por la poderosa Transfiguración pintada entre 1607 y 1608 para un mecenas genovés, Cesare Marino, emparentado con aquel Pirro I Visconti Borromeo que invitó a la familia Procaccini a Milán en 1587. La Transfiguración es una de las primeras manifestaciones de interés por el arte de Rubens (la primera en el norte de Italia, según Morandotti), es un hito importante en el camino hacia el Barroco, y en la exposición dialoga con unaCoronación de espinas de Cerano, que a su vez se pone en comparación directa con el macabro Martirio de San Bartolomé de Gioacchino Assereto (Génova, 1600 - 1649), cedido por el Museo de la Academia Ligustica de Génova, un tesoro de obras maestras: También Assereto no puede dejar de observar los resultados del naturalismo de Caravaggio, declinándolo sin embargo en función de los resultados espectaculares y teatrales del arte lombardo.
Battistello Caracciolo, Cristo llevando la cruz (1614; óleo sobre lienzo, 133 x 183,5 cm; Turín, Universidad de los Estudios, Rectorado) |
José de Ribera, San Andrés (c. 1616-1618; óleo sobre lienzo, 136 x 112 cm; Nápoles, Monumento Nacional Girolamini, Quadreria) |
Giulio Cesare Procaccini, Autorretrato con armadura (1615-1618; óleo sobre tabla, 47 x 39 cm; Montichiari, Museo Lechi) |
Giulio Cesare Procaccini, Transfiguración con los santos Basílides, Cirino y Naborre (1607-1608; óleo sobre lienzo, 350 x 190 cm; Milán, Pinacoteca di Brera) |
Gioacchino Assereto, Martirio de San Bartolomé (c. 1630-1635; óleo sobre lienzo, 120 x 170 cm; Génova, Museo dell’Accademia Ligustica di Belle Arti) |
La exposición de las Gallerie d’Italia no deja de ofrecer al visitante algunos pasajes decididamente apasionantes: Encontramos en particular en la cuarta sección un doble enfrentamiento, el primero entre Simon Vouet (París, 1590 - 1649) y Giulio Cesare Procaccini, en la sala en la que se expone también el suntuoso y célebre Retrato de Giovan Carlo Doria a caballo de Rubens (que dialoga idealmente con el retrato de su hermano Marco Antonio, realizado por Justus Suttermans, y expuesto en la sala dedicada a los pintores napolitanos) y el segundo de nuevo entre Bernardo Strozzi y Giulio Cesare Procaccini. En el primer caso, el diálogo sirve para mostrar al visitante la evolución del estilo de un artista como Vouet que, habiendo abandonado la profunda vena caravaggesca que le había caracterizado hasta su estancia en Génova en 1621 (su David con la cabeza de Goliat es elocuente, pintado en Génova pero considerado por algunos como el cuadro más caravaggesco de Vouet), hacia 1622 ejecuta un San Sebastián al cuidado de Irene que mira a los pintores lombardos (Procaccini, Cerano, Morazzone) que el artista francés había podido admirar en las colecciones de sus mecenas ligures. La segunda comparación compara en cambio dos Madonnas de Strozzi y Procaccini para mostrarnos cómo el pintor genovés no abandonó completamente sus impulsos naturalistas, mientras que el lombardo se proyectaba ya totalmente hacia horizontes rubensianos.
Además, fue la pintura de Procaccini la que dictó las líneas del desarrollo del arte genovés en el siglo XVII: la sección dedicada a la "pintura de toque" pretende demostrar esta suposición comparando algunas obras interesantes del pintor nacido en Bolonia (véase en particular la Virgen con el Niño del Museo de Capodimonte y la Huida a Egipto de la Pinacoteca Nazionale de Bolonia) que reflejan la gran tradición emiliana de Correggio y Parmigianino (este último otro gran pintor de toque) también en Génova: Las obras de Procaccini pintadas casi instantáneamente con pinceladas rápidas y trazos ligeros, esas “manchas” que parecían bocetos pero que en realidad nacieron como experimentos autónomos (y además solicitados por los mecenas) tuvieron un peso considerable en la formación del joven Valerio Castello (Génova, 1624 - 1659), el gran genio del barroco genovés que está presente en la exposición con una Virgen de las Cerezas procedente de una colección privada.
La exposición alcanza su clímax más teatral con la exhibición, precedida de su boceto, de laÚltima Cena de Procaccini, creada para el refectorio del convento de la Santissima Annunziata del Vastato de Génova y trasladada posteriormente (con la consiguiente adaptación del fondo arquitectónico) a la contrafachada de la iglesia. Un enorme lienzo de nueve metros, restaurado para la exposición, que recuerda aún la Última Cena de Leonardo da Vinci, con los apóstoles y los santos “desfilando ante nuestros ojos en una espectacular serie de ’retratos’ de ancianos desgreñados” y que “están ya listos para convertirse en un verdadero repertorio de género dentro de ese tipo especial de pintura de salón, la ’cabeza de personaje’, que empezaba entonces a encontrar fortuna europea” (Morandotti de nuevo). Cabezas de personaje que volvemos a encontrar puntualmente en la sección siguiente, donde los santos intensos de Procaccini se comparan con los de Rubens y donde Strozzi, por su parte, establece una relación con las figuras de Anton van Dyck. La exposición concluye con lo que el comisario llama la “llamarada caravaggesca” que barrió Génova en 1640: la mencionada llegada de las pinturas nocturnas de Stomer, que escandalizaron a los círculos locales mucho más de lo que lo había hecho la Santa Úrsula de Caravaggio treinta años antes. También hay que tener en cuenta cómo la exposición pretende reconsiderar claramente (aunque habrá que valorar hasta dónde puede llegar este redimensionamiento) el legado de una deidad del arte genovés como Luca Cambiaso (Moneglia, 1527 - San Lorenzo de El Escorial, 1585), visto por la mayoría de los críticos como un precursor de las tendencias del siglo XVII: Morandotti sostiene que, “con todo lo que sucede en Génova en las primeras décadas del siglo XVII” el eco de Cambiaso se desvanece inexorablemente, y que son más bien los nocturnos de Stomer los que sirven de inspiración a artistas como Gioacchino Assereto y Orazio De Ferrari (Voltri, 1606 - Génova, 1657), protagonistas, junto con el Genovesino (de nombre real Luigi Miradori, ¿Génova?, c. 1605-1610 - Cremona, 1656), de quien se expone un Martirio de San Alejandro (aunque su actividad se concentró más en Piacenza y Cremona que en Génova), de una especie de renacimiento de Caravaggio que, sin embargo, duró poco, pues las últimas tendencias apuntaban ya hacia la gran pintura barroca.
Pieter Paul Rubens, Retrato de Giovan Carlo Doria a caballo (1606; óleo sobre lienzo, 265 x 188 cm; Génova, Galleria Nazionale della Liguria del Palazzo Spinola) |
Justo Suttermans Retrato de Marco Antonio Doria (1649; óleo sobre lienzo, 121 x 98 cm; Colección particular) |
Simon Vouet, David con la cabeza de Goliat (1621, óleo sobre lienzo, 121 x 94 cm; Génova, Musei di Strada Nuova - Palazzo Bianco) |
Simon Vouet, San Sebastián cuidado por la viuda Irene y su criada (c. 1622; óleo sobre lienzo, 246 x 174 cm; Colección particular) |
Giulio Cesare Procaccini, Decapitación del Bautista (c. 1608-1610; óleo sobre lienzo, 244 x 178 cm; Colección particular) |
Comparación entre Giulio Cesare Procaccini y Simon Vouet. Foto Crédito Ventanas al Arte |
Giulio Cesare Procaccini, Sagrada Familia (c. 1620-1625; óleo sobre tabla, 159 x 113 cm; Milán, Colección particular) |
Bernardo Strozzi, Virgen con el Niño y San Juan (1620-1622; óleo sobre lienzo, 158 x 126 cm; Génova, Museos Strada Nuova - Palazzo Rosso) |
Giulio Cesare Procaccini, Virgen con el Niño y ángel (c. 1613-1615; óleo sobre tabla, 36,5 x 31 cm; Nápoles, Museo di Capodimonte) |
Giulio Cesare Procaccini, Huida a Egipto (c. 1606-1607, óleo sobre lienzo, 40 x 21 cm; Bolonia, Pinacoteca Nazionale) |
Valerio Castello, Virgen de las cerezas (c. 1645; óleo sobre lienzo, 91 x 70 cm; Colección particular) |
Giulio Cesare Procaccini, Última Cena (1618; óleo sobre lienzo, 490 x 855 cm; Génova, Basílica de la Santissima Annunziata del Vastato) |
Matthias Stomer, Saúl conjura a Samuel de la bruja de Endor (c. 1639-1641; óleo sobre lienzo, 170 x 250 cm; Colección privada. Cortesía de Robilant+Voena) |
Luigi Miradori conocido como el Genovesino, Martirio de San Alejandro (1630-1635; óleo sobre lienzo, 288 x 182 cm; Colección privada) |
Gioacchino Assereto, La muerte de Catón (c. 1640; óleo sobre lienzo, 203 x 279 cm; Génova, Musei di Strada Nuova - Palazzo Bianco) |
La idea de montar una exposición que contiene el nombre de Caravaggio en el título y luego, de una manera que no sería atrevido definir como provocadora, concluye afirmando que es posible encontrar, en la historia del arte, algunas vías de desarrollo alternativas y divergentes con respecto a las instancias de Caravaggio, es tan interesante como siempre, sobre todo si se piensa en el hecho de que estamos literalmente abrumados por iniciativas que lo centran todo en el nombre de Caravaggio, ahora aderezado en todas las salsas posibles, pero casi olvidando que hubo ámbitos que, incluso inmediatamente después de su muerte, permanecieron refractarios a su lección. Ciertamente, la exposición no niega que varios pintores ligures se sintieran fascinados por el naturalismo de Caravaggio, pero éste nunca fue capaz de influir profundamente en el curso del arte genovés, que en cambio prefirió mirar hacia Milán (otro centro que nunca maduró una línea caravaggesca, a pesar de ser la cuna de Michelangelo Merisi) y Flandes, y desarrollar en cambio un arte barroco pleno, espectacular y arremolinado, que encontró sus cimas en artistas como Valerio Castello, Domenico Piola, Gregorio De Ferrari, Giovanni Battista Carlone y Grechetto. Se trata de temas que luchan por imponerse al gran público, subyugados como están por el pesado y apremiante marketing caravaggesco, y que sobre todo aún no habían sido resumidos de forma tan oportuna en una exposición centrada en estos temas.
Hay que reconocerlo: la exposición no pretende profundizar en los acontecimientos artísticos de la Génova del siglo XVII, que son tan complejos que parece imposible resumirlos en una exposición de sólo cincuenta obras, como la de las Gallerie d’Italia de Piazza Scala. Pero sin duda es un soplo de aire fresco en un panorama que a menudo se ha mostrado excesivamente celebratorio con Caravaggio. Frente a la retórica del genio absoluto, las exposiciones monográficas que no permiten obras de comparación y las tripas habituales que casi siempre insisten en los mismos temas, El último Caravaggio opone una exposición hecha de diálogos, historias que se entrecruzan, acontecimientos aparentemente secundarios e hipótesis destinadas a provocar el debate. Todo ello se complementa con ambientaciones que en ciertos pasajes llegan a ser incluso espectaculares (dos momentos sobre todo: la comparación entre los tres Mártires de Santa Úrsula y laÚltima Cena de Procaccini) y con un buen catálogo en el que destacan la aguda introducción de Morandotti, el resumen de Piero Boccardo sobre las vicisitudes de los hermanos Doria y la “defensa” de Maria Cristina Terzaghi del caravaggismo genovés. Puede decirse, por tanto, que la provocación tuvo éxito y nos entregó una exposición de alto nivel, de la que muy probablemente se seguirá hablando incluso después de la fecha de clausura.
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