Entre los grandes pintores boloñeses del siglo XVII, Giovanni Francesco Barbieri da Cento, más conocido como il Guercino (Cento, 1591 - Bolonia, 1666), es quizá quien mejor ejerce su influencia sobre un vasto público: ello se debe sin duda a la gran ductilidad de su pincel, capaz de captar las sugerencias más dispares para fundirlas en un estilo único, fácilmente reconocible una vez que el ojo se ha acostumbrado a él, y en constante evolución. Una versatilidad sin parangón, que se podría comparar con razón a la de Guido Cagnacci, aunque la fortuna del romagnolo siempre se vio penalizada por una vida pasada constantemente por el filo de la navaja, una carrera artística problemática salpicada de derrotas y un epílogo lejos de Italia. Guercino nunca tuvo ninguno de estos problemas, sino todo lo contrario: Trabajó para papas, cardenales y diversos potentados (entre ellos, el duque de Módena, Francesco I d’Este), tuvo un taller floreciente y, aunque también él conoció periodos de profunda desgracia crítica (sobre todo durante la segunda mitad del siglo XIX, a raíz de las críticas de Ruskin, que en su Modern painters apostrofó en Brera alAbraham que repudiaba Agar, llamándole “el vil Guercino de Milán”, o “el indigno Guercino de Milán”: para que conste, sin embargo, hay que reiterar que la pluma destructiva del crítico inglés afectó al arte del siglo XVII en su totalidad), enseguida tuvo al público, a los críticos y a los coleccionistas de su parte.
Esta suerte que le tocó en suerte a Guercino, reforzada además por los estudios de sir Denis Mahon, auténtico redescubridor de Guercino junto a Roberto Longhi y comisario de la primera exposición monográfica que se le dedicó (en Bolonia en 1968), está en la base de numerosas exposiciones que le han visto últimamente como protagonista indiscutible y a menudo único y que se han intensificado, en forma de homenajes, tras la muerte de Mahon en 2011: la última, en 2015, fue incluso una exposición itinerante que recaló en Roma, Varsovia y Zagreb. Por supuesto, no han faltado acontecimientos de los que uno habría prescindido de buena gana, pero este es simplemente el precio a pagar cuando se trata de un artista cuya estrella es una de las más brillantes en la constelación de nuestra historia del arte y cuya popularidad entre el público va gradualmente en aumento.
Disipemos inmediatamente cualquier tipo de duda afirmando que la exposición Guercino in Piacenza. Tra sacro e profano(Guercino en Piacenza. Entre lo sagrado y lo profano), celebrada en la Capilla Ducal del Palacio Farnesio de Piacenza, pertenece a la categoría de las exposiciones con un alto perfil científico y una excelente estructura informativa, para un resultado cuya calidad no se ve en absoluto afectada por el número relativamente limitado de obras expuestas: Veintiocho en total, dispuestas a lo largo de un recorrido cronológico que tiene su mayor peculiaridad en el intento de evitar solemnes exequias a las divisiones de la carrera de Guercino y de presentar, si acaso, la evolución de su arte según esa unidad básica que siempre lo ha distinguido y que se sustanció en la voluntad de adherirse incesantemente al principio de imitación de la naturaleza aprendido de Ludovico Carracci (Bolonia, 1555 - 1619), su primer punto de referencia. Aunque la extrema versatilidad que hace a Guercino tan diferente de tantos otros pintores boloñeses del siglo XVII sigue siendo obviamente incuestionable, Daniele Benati, comisario de la exposición junto con Antonella Gigli, se esfuerza en subrayar cómo Mahon, al elaborar una subdivisión de la carrera de Guercino en cinco fases, no había recurrido a “ninguna otra connotación que no fuera meramente cronológica, y por tanto interna a un recorrido que ahora nos parece finalmente del todo coherente”. Coherencia parece ser, en sustancia, la consigna de esta exposición, que pretende enmarcar a un artista para el que siempre rige “el antiguo imperativo de buscar las razones de la historia en el confiado retorno del mundo que le rodea, escuchando al mismo tiempo las solicitaciones que provienen de su propio corazón”.
La entrada a la exposición en el Palazzo Farnese, Piacenza |
Las exposiciones |
Además de las razones que acabamos de enumerar, hay al menos otras dos que elevan la exposición de Piacenza al rango de exposiciones de calidad. La primera es el nada ocioso homenaje a la ciudad anfitriona y al aniversario de la ejecución de los frescos que decoran la cúpula de la Catedral y que los visitantes, con ocasión de la exposición y de los actos relacionados con ella, pueden contemplar de cerca, subiendo por la empinada escalera del edificio eclesiástico hasta el balcón del tiburium, a unos treinta metros de altura. Los frescos fueron pintados en 1627 (sí, el aniversario es el número 390, así que no es un número redondo, pero la ocasión, evidentemente, habrá parecido igual de buena para celebrarlo) y en la exposición tenemos la oportunidad de admirar cuatro dibujos preparatorios procedentes del Gabinetto dei Disegni e delle Stampe di Palazzo Rosso de Génova. Cuatro vívidos testimonios del meticuloso y febril trabajo preparatorio con el que Guercino se dispuso a terminar el ciclo que Morazzone dejó inacabado en 1626, tanto más preciosos cuanto que ilustrar al público la génesis de una obra es siempre una operación meritoria, y tanto más elocuentes cuanto que van acompañados del excelente recurso del panel con reproducciones de los cuatro detalles de los frescos a los que se refieren los estudios sobre papel (tres a lápiz rojo, uno a pluma y tinta con el añadido de pincel y tinta de acuarela). El segundo motivo es, en cambio, la presencia de un cuadro que acaba de salir de restauración: se trata del San Francisco recibiendo los estigmas, que se encuentra al final del recorrido (curiosamente, se ha colocado en una especie de pequeña sala creada en el interior de la librería) y que fue sometido a trabajos de conservación en enero de 2017. Se arreglaron los ascensores, se desinfectó el marco, se repararon las laceraciones y se remató todo con una operación de limpieza.
Los dibujos de la segunda sección de la exposición |
Guercino, El profeta Zacarías (1626; lápiz rojo sobre papel blanco con filigrana, 24 x 17,2 cm; Génova, Gabinetto Disegni e Stampe di Palazzo Rosso) |
La primera parte de la exposición, dedicada a los primeros trabajos de Guercino, muestra un buen número de obras maestras tempranas, empezando por un Matrimonio místico de Santa Catalina, muy refinado, que denuncia sus deudas con Ludovico Carracci, según la “autocertificación” del propio Guercino, que siempre admitió haberse inspirado en el gran artista boloñés en su manera de pintar, pero que también muestra, dada la procedencia del artista, una recuperación de la manera de Carlo Bononi (Ferrara, 1569 - 1632), pintor de Ferrara que compartía con Barbieri (kilómetro más, kilómetro menos) su origen geográfico. Aquí, el perfil de Santa Catalina, los pliegues angulosos del vestido de la Virgen y las nubes pintadas con pinceladas tensas se suman a la espontaneidad de los gestos, todos carraccianos, y a la invención, también tomada de Ludovico Carracci (en particular de una obra conservada en Gotemburgo), de que el Niño se vuelva hacia el santo que acompaña a las figuras principales (Carlos Borromeo en el cuadro de Guercino: en el de Carracci, era San Francisco) en lugar de hacia el protagonista. Un cuadro con una influencia más cercana de Carracci llegaría unos años más tarde, tras el traslado temporal del pintor a Bolonia, donde pudo observar de cerca los resultados de la pintura de Ludovico Carracci y mantener fructíferos encuentros con él: el San Bernardino de Siena y San Francisco orando ante la Virgen de Loreto pertenece a este periodo, es decir, unos tres o cuatro años después del citado Matrimonio. También de Ferrara son los putti de la parte superior, cita casi literal de un cuadro de Scarsellino (Ferrara, c. 1550 - 1620) realizado para el convento de Santa Maria Maddalena delle Convertite de Ferrara y actualmente en Houston, pero que derivan de Ludovico Carracci son el gusto por lo natural, la atmósfera devota, el gesto de San Francisco tomado prestado del del mismo santo que Carracci pintó en el retablo del Cento, y de nuevo “la amplitud de los gestos, escalonados en profundidad según las poderosas trayectorias” de Carracci y sus discípulos (así Benati en la entrada del catálogo sobre el cuadro). Síntoma, por otra parte, de un gusto personal que se desarrollará mejor en los años venideros, es ese luminismo que produce sugerentes contrastes entre zonas de luz y zonas de sombra (véase, prestando atención a los focos que deslumbran algunas de las obras de gran formato, obligando a buscar un punto de observación óptimo, la estatua de la Madonna, cortada en dos por la sombra que proyecta sobre ella el drapeado de los querubines). Sella esta primera sección y remite a una ulterior asimilación por parte del joven Guercino el Concierto de los Uffizi, con una temática netamente veneciana que llegó al artista del Cento probablemente a través de Dosso Dossi, que, como sabemos, estuvo activo en Ferrara durante mucho tiempo, y quizá también a través de los grabados de Domenico Campagnola.
Sección dedicada a las primeras obras |
Guercino, Matrimonio místico de Santa Catalina en presencia de San Carlos Borromeo (1611-1612; óleo sobre tabla, 50,2 x 40,3 cm; Cento, Fondazione Cassa di Risparmio di Cento) |
Guercino, San Bernardino de Siena y San Francisco de Asís orando ante la Virgen de Loreto (1618; óleo sobre lienzo, 239 x 149 cm; Cento, Pinacoteca Civica “Il Guercino”) |
Guercino, Concierto campestre (c. 1617; óleo sobre cobre, 34 x 46 cm; Florencia, Galería de los Uffizi) |
La sección dedicada a los años veinte (“los años de la fama”, según los conservadores) acoge algunas de las obras maestras más célebres de toda la producción de Guercino, empezando por el célebre Et in Arcadia ego, cuadro que ha figurado en numerosas exposiciones sobre Guercino por su carácter indudablemente sugestivo, inquietante y misterioso, y por supuesto por el choque entre la amenidad del paisaje y el siniestro detalle de la calavera devorada por los roedores. Observando las pinturas posteriores a su estancia en Roma, fechada en 1621, durante la cual Guercino compartió la misma casa con el citado Cagnacci, se comprende también por qué el artista de Piacenza ejerce una fascinación que se ha vuelto magnética incluso sobre un público poco familiarizado con el arte emiliano del siglo XVII. Muchos estudiosos han discutido la relación de Guercino con el arte de Caravaggio (Milán, 1571 - Porto Ercole, 1610), y la exposición de Piacenza es una nueva oportunidad para reflexionar sobre el tema. San Mateo y el ángel, obra de gran impacto cedida por la Pinacoteca Capitolina, no podría explicarse si no es a partir de una meditación sobre la luz de Caravaggio (“aunque mediada y reeducada por el costumbrismo de sus epígonos aún activos en Roma”, señala Massimo Francucci en el catálogo), y lo mismo puede decirse de la famosa Aparición de Cristo a su madre: esa cortina que aparece en el ángulo superior derecho parecería proceder de la Muerte de la Virgen del gran Michelangelo Merisi. Aquí conviven las dos grandes almas de la pintura de Guercino, porque a pesar de la cercanía al natural que siempre caracterizó su búsqueda, surgida, si acaso, con nuevas sugerencias de la comparación con Caravaggio, y que aquí, como en muchas otras obras de Guercino, es especialmente perceptible en las manos de los protagonistas (este elemento anatómico es quizá el que, en toda la producción de Guercino, más y mejor delata su búsqueda de lo natural), la obra está animada por esos conceptos de “idealización” y “simplificación” que Mahon utilizó para proponer una comparación con Guido Reni y trazar afinidades y diferencias. Estas últimas, en particular, se encontrarían en la falta de recurso a la antigüedad por parte de Guercino y en el juego más violento (si se me permite el adjetivo) de luces y sombras del pintor del Cento. Se podría hablar de un “natural” equilibrado, en definitiva, mantenido bajo estricto control.
Sección dedicada a los años de fama |
Guercino, Et in Arcadia Ego (1618; óleo sobre lienzo, 78 x 89 cm; Roma, Gallerie Nazionali di Arte Antica) |
Guercino, San Mateo y el ángel (1622; óleo sobre lienzo, 120 x 180 cm; Roma, Museos Capitolinos - Pinacoteca Capitolina) |
Guercino, Aparición de Cristo a su Madre (1628-1630; óleo sobre lienzo, 260 x 179,5 cm; Cento, Pinacoteca Civica “Il Guercino”) |
El gran lienzo de laAparición nos introduce entonces en lo que es el leitmotiv de la última sección de la exposición (“Los años de gloria”), a saber, el gusto por el teatro que caracterizó gran parte de la producción de Guercino y que no disminuye en su fase extrema: es en este aspecto, más que en el giro clasicista de los últimos años, en el que la exposición de Piacenza parece insistir más. Un teatro de los sentimientos, ciertamente (y laAparición es un excelente ejemplo de ello), pero que a menudo se convierte en teatro concreto, como en la magnífica Cleopatra del Palazzo Rosso, una de las obras más conocidas del artista y probablemente también la más teatral strictu sensu de toda su producción. Un júbilo de gestos, insinuados pero también descarados, poses elaboradas, miradas a veces lánguidas, a veces conmovidas, que llevan a los protagonistas de las obras a implicar emocionalmente al espectador, como subraya Benati en el catálogo (en particular, señala el estudioso, en los primeros años de actividad del artista, pero es una especificación que se mantiene a lo largo de toda la carrera de Guercino). La intensa y dulce belleza de Susanna violada por los dos ancianos y que, sin perder ni un momento la fe y el control, dirige su mirada al cielo en busca de consuelo, la ternura de Santa Inés que casi nos mira atónita a nosotros que a su vez la miramos a ella, y de nuevo la profunda humanidad de la Inmaculada Concepción surcando un mar iluminado por un poético claro de luna (uno de los más bellos del siglo XVII) sobre su nubecilla son, en este sentido, verdaderas cumbres que los comisarios han conseguido reunir en una exposición que es una de las más logradas de los últimos años.
Guercino, Muerte de Cleopatra (1648; óleo sobre lienzo, 173 x 238 cm; Génova, Museos Strada Nuova, Palazzo Rosso) |
Guercino, Susana y los viejos (1649-1650; óleo sobre lienzo, 133 x 181 cm; Parma, Galleria Nazionale) |
Guercino, Santa Inés (1652; óleo sobre lienzo, 117 x 96 cm; Cesena, Galleria dei dipinti antichi della Fondazione della Cassa di Risparmio) |
Guercino, Inmaculada Concepción (1656; óleo sobre lienzo, 259 x 180 cm; Ancona, Pinacoteca Civica “Francesco Podesti”) |
¿Otra exposición de Guercino? Sí y no. No, porque podemos decir que la exposición de Piacenza difiere de muchas de las recientes dedicadas al Guercino: Me vienen a la mente los ejemplos de la exposición “tripartita” mencionada al principio, que tuvo, si acaso, otro mérito, el de sacar de la Pinacoteca de Cento más de veinte obras del artista dañadas por eventos naturales, lo que representa dos tercios de las obras expuestas, y darlas a conocer en tres países, o el pequeño evento de Cento de 2014 dedicado a la relación entre el artista y la música, o la exposición de Bolonia de 2009 dedicada a la producción juvenil del artista. Sí, porque Guercino es un artista complejo, porque hay novedades (pocas, pero presentes) en la exposición, porque la exposición está bien acompañada por la oportunidad de ver de cerca los frescos de la Catedral, porque es bueno para el artista tener una reinterpretación de su carrera basada en una base sólida, teniendo en cuenta los últimos estudios, y presentada con un proyecto popular (con escenarios escenográficos pero sobrios: muy interesante es el pasillo con algunas frases sobre Guercino extraídas de escritos de grandes estudiosos como Mahon, Longhi, Gnudi, Cavalli) que sólo puede beneficiar al público. Por último, el catálogo publicado por Skira está bien estructurado, con, además de un buen ensayo introductorio de Benati y descripciones bien preparadas de las pinturas, una contribución de Susanna Pighi dedicada a los frescos de la catedral, un precioso atlas fotográfico de la cúpula, fruto de una campaña fotográfica muy reciente, un ensayo sobre el San Francisco restaurado y una especie de “guía”, escrita por Manuel Ferrari, del recorrido desde la catedral hasta la cúpula.
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