Al margen de la LX Bienal de Venecia, Le Stanze del Vetro dedican una exposición histórica a la presencia del vidrio de Murano en el pabellón de los Giardini entre 1912 y 1930. La exposición es una rara ocasión para admirar extraordinarias obras maestras entre dos términos cronológicos extremadamente significativos: la primera edición en la que el vidrio se emplea a todos los efectos como uno de los materiales de la experimentación artística contemporánea -y no sólo se presenta en la sección de artes decorativas- y el año que precede al nacimiento del Pabellón de Venecia, es decir, a la creación de un edificio consagrado a la producción industrial-artesanal del territorio.
La relación entre el arte con mayúsculas y las artes aplicadas ha sido controvertida en Venecia desde la primera edición: si por un lado la Bienal de 1895 inauguró desterrando las artes “menores” de su recinto, por otro trajo a la ciudad un público culto y refinado que podía llegar fácilmente a laEsposizione di scelti vetri artistici (Exposición de copas artísticas selectas ) instalada en el Palazzo Giustinian de Murano, donde los Artistas Barovier presentaron una copa con tallo de cristal soplado cuya espectacular esencialidad marcó una transición epocal de un gusto revival a la modernidad. Precisamente sobre este nudo estilístico-formal se abre la exposición de las Stanze del Vetro, que invita al visitante a sumergirse literalmente en un pasillo didáctico que
que, a través de fotos y vídeos de archivo, restituye el sabor de una época, es decir, el clima cultural y social de la Venecia que, no exenta de contradicciones, dio vida a las primeras Bienales en las que hicieron su aparición objetos de fuerza disruptiva, como las extraordinarias piezas de vidrio de Hans Stoltenberg Lerche que, como afirma Marino Barovier, comisario de la exposición, son “cualquier cosa menos Murano”.
Más bien responden a un gusto más francés, y ya Art Nouveau, los espléndidos platos y jarrones inspirados en el mundo zoomorfo que el artista alemán creó con los Fratelli Toso en abierta antítesis al lenguaje historicista dominante y que, en la misma Bienal de 1912, sancionó el triunfo del Cáliz del Campanario, una copa de celebración de forma tradicional y decorada con esmalte. Esta decoración fue obra de un artista de igual talento, Vittorio Toso Borella, hijo del célebre Francesco, que ya se había dado a conocer con algunos objetos de “estilo floral” en la exposición de Ca’ Pesaro de 1909, los mismos que hoy se conservan plausiblemente en el Museo del Vidrio de Murano. De hecho, hay que recordar que el entorno de la secesión capesarina fue durante años el lugar de la vanguardia artística veneciana, donde Teodoro Wolf-Ferrari y Vittorio Zecchin también presentaron algunas teselas policromadas y obras murrinas inéditas que más tarde conquistaron al público en la Bienal de 1914, motivo de una sala dedicada a ellos.
A través de 135 obras, la exposición recorre por tanto ocho ediciones de la Bienal -de la 10ª a la 17ª- en años de marcada evolución, tanto en el estilo de los objetos como en los mecanismos del mercado, inevitablemente marcados por acontecimientos sociopolíticos, en primer lugar la Gran Guerra. A partir de la profunda fractura de la guerra, la línea de producción se fragmentó en una oferta muy abigarrada, y a veces distante, como bien atestiguan las Bienales de los años veinte, teatro de la gran revolución llevada a cabo por Giacomo Cappellin y Paolo Venini, pero también de las piezas únicas de Umberto Bellotto. Es el Murano de las memorables series de vidrio soplado muy ligero de colores indefinibles de V.S.M. Cappellin Venini e C. pero también de los connubios entre vidrio y hierro forjado nacidos de la colaboración entre Bellotto, escultor extremadamente hábil en la forja de metales, y Vetreria Artistica Barovier: se trata de jarrones de vidrio policromado y murrino, con claras referencias pictóricas, “enjaulados” en una estructura de hierro forjado que los fija y sostiene. El resultado es un objeto, por su propia naturaleza, irrepetible; piezas únicas que durante años han sido coleccionadas por unos pocos entusiastas en todo el mundo -la mayoría prestadores de esta exposición- y que ahora, precisamente por su singularidad, alcanzan cifras récord en subasta.
Pocos años después, otro escultor que se prestó al vidrio, Napoleone Martinuzzi, inventó el pulegoso, un vidrio que aprisionaba una nebulosa de burbujas en su propio espesor y que, al eludir la transparencia del material, acentuaba su potencial escultórico. Martinuzzi presentó su descubrimiento precisamente en la Bienal, la de 1928, que la exposición reconstruye gracias a un montaje inmersivo que incluye material de archivo.
Dos años más tarde, Ercole Barovier llevó a la Bienal la serie Primavera de objetos que, tanto por su forma como por la combinación de vidrio semitransparente con efecto craquelado y borde policromado, sancionaron el advenimiento del déco en Murano. A pesar de su extrema rareza -ya que proceden de un error debido a un suministro defectuoso y son, por tanto, irrepetibles-, esta exposición reúne excepcionalmente catorce ejemplares.
El catálogo marca, como de costumbre, un momento de importante perspicacia científica. El volumen, rico en material de archivo, se abre con un ensayo de Marino Barovier sobre el corte de una exposición nacida de la evolución de dos episodios anteriores: la muestra que celebraba el centenario de la Bienal, en 1995, y la exposición individual de Vittorio Zecchin en el Museo Correr, en 2002.
La elección de un lapso cronológico tan limitado (1912-1930) y el avance de los estudios en general sobre las artes aplicadas permitieron profundizar en dos figuras clave: Hans Stoltenberg Lerche y Guido Balsamo Stella, exploradas respectivamente por Carla Sonego y Stefania Cretella.
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