Desde hace algún tiempo, Florencia se esfuerza por rediseñar su identidad artística abriéndose a lo contemporáneo, una inclusión nada fácil en una ciudad cuyo imaginario está universalmente ligado a las maravillas históricas de las que es depositaria. Ejemplar en este sentido es la decisión de acoger periódicamente en la Piazza della Signoria, no sin polémica, esculturas monumentales de Jeff Koons (2015), Urs Fischer (2017), Jan Fabre (2016) y Francesco Vezzoli (2021), invitados a medirse en uno de los escenarios más complejos y codiciados por artistas de todo el mundo. En esta perspectiva parece converger también el más reciente programa de exposiciones de la Fondazione Palazzo Strozzi, que intensifica progresivamente la presencia de grandes nombres internacionales en su programación, como Ai Weiwei (23 de septiembre de 2016 - 22 de enero de 2017), Bill Viola (10 de marzo de 2017 - 23 de julio de 2017), Marina Abramovi? (21 de septiembre de 2018 - 20 de enero de 2019), Tomás Saraceno (22 de febrero de 2020 - 01 de noviembre de 2020), Jeff Koons (2 de octubre de 2021 - 30 de enero de 2022), Olafur Eliasson (22 de septiembre de 2022 - 22 de enero de 2023), Yan Pei-Ming (07 de julio de 2023 - 03 de septiembre de 2023) y Anish Kapoor (07 de octubre de 2023 - 04 de febrero de 2024). Completa lo que parece consolidarse como un formato distintivo de la institución la presencia de intervenciones site-specific a escala ambiental realizadas por los protagonistas de las exposiciones dentro del patio histórico, que se ofrecen a los ciudadanos y a la población turística independientemente de la compra de la entrada necesaria para acceder a las plantas superiores. Competir con el atractivo de los máximos exponentes del arte medieval y renacentista proponiendo grandes maestros del arte contemporáneo que también son amados por el gran público internacional: ésta parece ser la orientación actual de la Fondazione Palazzo Strozzi para contribuir al esperado “renacimiento” contemporáneo de Florencia. Ya se trate de una orientación duradera o de una fase transitoria preparatoria de una futura apertura al apoyo de la investigación artística, se trata sin duda de una operación frontal no exenta de contradicciones. Las tensiones más evidentes parecen estar ligadas tanto a la valorización de las especificidades del palacio histórico, refinada joya arquitectónica del siglo XV con la que se dialoga en cada ocasión, como, de forma más general, a la idea de responder a la excelencia creativa estratificada a lo largo de los siglos en la ciudad con la importación temporal de dispositivos articulados de maravilla siempre en riesgo de ser conceptualmente preempaquetados. Este es también el contexto de la nueva y sorprendente exposición actualmente en curso: Anselm Kiefer. Ángeles caídos , dedicada a Anselm Kiefer, el artista contemporáneo vivo que quizá más que ningún otro ha vinculado su expresividad auna interpretación monumental del espacio inclinada a succionar toda preexistencia estructural hacia su propio universo estético arrollador. Y quizá por eso mismo, como veremos, ésta es una de las exposiciones más logradas también desde el punto de vista de la simbiosis entre las obras y su entorno.
El recorrido de la exposición, por tanto, tal y como esperamos (y las exposiciones anteriores, en particular la de Anish Kapoor y Reaching for the Stars. De Maurizio Cattelan a Lynette Yiadom-Boakye, ¡ya nos hemos acostumbrado!), se abre en el patio con Engelssturz (Caída del ángel), 2022-2023. El tema de este cuadro, de más de siete metros de altura, es la expulsión de los ángeles rebeldes del Paraíso a manos del arcángel Miguel, un episodio del Apocalipsis asociado habitualmente a la lucha entre el Bien y el Mal. La obra, de cuyo título deriva toda la exposición, es en muchos sentidos paradigmática de la poética del artista alemán, cuyo alcance simbólico y expresivo está indeleblemente inscrito en la materia y sus transformaciones alquímicas. En primer lugar, las dimensiones colosales, asociadas a una solidez estructural (podríamos decir ontológica) que predispone a sus obras a estar expuestas a la intemperie atmosférica sin resentirse en lo sustancial, aunque permaneciendo dispuestas a aceptar los cambios morfológicos y cromáticos que puedan provocar. Luego, esa peculiar estratificación de materiales que, desde los años noventa, amplía su concepto de pintura con la inclusión de tierra, plantas secas, ceniza, paja y otros objetos cuyos asentamientos y conflictos recíprocos transforman cada obra en una titánica epopeya de la materia. Tales inserciones ponen de manifiesto la aptitud de Anselm Kiefer para reelaborar los desechos del mundo a través de un incesante proceso de construcción, demolición y reconstrucción en el que incluso la historia, concretamente la alemana tras la II Guerra Mundial, se convierte en un material maleable. Al mismo tiempo, el significado atribuido a cada uno de estos elementos debe interpretarse más como una alusión a los múltiples intereses filosóficos, literarios y científicos del artista, cada vez más omnívoro culturalmente, que como componentes de un dispositivo simbólico preciso calibrado para la obra individual.
La pregunta básica que subyace a toda su producción es, de hecho, siempre la misma, a saber, el sentido último de nuestro ser en el mundo. Esta búsqueda, desencadenada al principio de su carrera por el deseo de sumergirse en el horror de la entonces reciente historia alemana rompiendo toda reticencia paralizante, se ha orientado con el tiempo de manera decisiva hacia la categoría hegeliana de la totalidad. Una aspiración universalista de esta magnitud y la inagotabilidad de la pregunta desde la que se sustenta no están ciertamente al alcance de cualquiera, y la grandeza de Anselm Kiefer radica precisamente en eso, en ser capaz de enfrentarse a lo inconmensurable y lo indecible sin salir perdedor, al contrario, extrayendo siempre nueva savia de la misma imposibilidad. Por eso, si por un lado, contemplar uno de sus ilimitados cuadros es como verlos todos, desde el punto de vista de la deslumbrante intuición de la cuestión existencial que en su presencia nos sobrecoge casi tanto como el impacto estético, por otro, cada obra en sí misma aparece como un fragmento pululante del infinito, dispuesto a regenerarse a cada nueva mirada.
Y, por último, la presencia constante de la palabra escrita, con esa caligrafía cursiva, convertida ahora en icónica por su fama, que recuerda los ejercicios de los escolares en las hojas de cuaderno con las líneas que contienen las letras. La familiaridad con la escritura, nacida del hábito que nunca abandonó desde sus años juveniles de anotar su vida en un diario, fluyó naturalmente hacia su práctica artística, junto con su fascinación por los libros, considerados a la vez como fuente de conocimiento y como objetos significativos en sí mismos. Así, en Engelssturz , el título de la obra aparece trazado en el ángulo superior izquierdo, mientras que la palabra que identifica al protagonista está escrita a la derecha en alfabeto hebreo, lo que atestigua que el sincretismo cultural que alimenta su poética es capilar y profundo.
Entramos pues en la planta principal para visitar la exposición, que tiene el mérito de escudriñar en un itinerario no didáctico pero exhaustivo (en la medida en que es posible con un artista tan incansable y fértil en su productividad) las principales áreas sobre las que pivotan sus investigaciones. En la primera sala se alza Luzifer (2012-2023), continuación ideal del cuadro inaugural en el que asistimos a la zambullida de Lucifer en el inframundo de una materia accidentada y doliente en la que los ángeles que le precedieron son aludidos por túnicas vacías en parcial descomposición. El cielo ya no es el fondo de oro incorruptible de Engelssturz, sino un azul verdoso enfermizamente oxidado que se obtiene sometiendo los materiales a procesos de electrólisis. En esta lucha entre el Bien y el Mal, filosóficamente atribuible a la dualidad entre la esencia espiritual del alma y su encarnación en la materia, no parece haber vencedores y vencidos, sino una interdependencia fatal y cíclica. En Dialéctica negativa (1966), Theodor Adorno, autor de referencia para el artista, declara: "Después de Auschwitz, ya no es posible ninguna poesía, ninguna forma de arte, ninguna declaración creativa. Si el ala del arcángel Miguel es aquí un ala de avión real, puntiaguda y abollada, que se extiende en el espacio que tiene delante, una reliquia bélica de destrucción y muerte, la respuesta del artista a la imposibilidad estigmatizada por el filósofo de Fráncfort reside en el delicado compromiso entre el caos y el orden del que cada una de sus obras es una manifestación provisional. Por tanto, no la belleza como sublimación resolutiva, sino el vértigo de múltiples posibilidades siempre en juego a una escala espacio-temporal que trasciende los límites de lo humano, y el empeño cotidiano del artista por captar y reelaborar sus conexiones sin asumir nunca el papel de demiurgo-regulador de un orden artificial definitivo.
A continuación entramos en otra sala sobrecogedora, dedicada alemperador romano Heliogábalo, personaje fundador de la cosmogonía artística de Kiefer desde los años setenta. De origen sirio, Heliogábalo era, por derecho hereditario, el sumo sacerdote del dios sol (El-Gabal) y, cuando fue aclamado emperador por las tropas orientales en oposición a Macrino, intentó sustituir a Júpiter, señor del panteón romano, por la nueva deidad de Sol Invictus, que tenía los mismos atributos que el dios sol de Emesa, su ciudad de origen. Frente a frente, aquí se encuentran dos pinturas de pared enteramente recubiertas de pan de oro, en cada una de las cuales destacan enormes girasoles, intercalados con un lienzo vertical blanco en el que un girasol igualmente monumental derrama sus semillas (reales) sobre un hombre tendido en el suelo. Estas flores, poderosos símbolos de muerte y renacimiento muy queridos por él debido a su conexión con las fiestas paganas que celebran la victoria de la luz sobre las tinieblas y la asimilación de sus semillas a las constelaciones del cosmos, están omnipresentes en su poética. Fascinado desde su juventud por su aspecto decadente en el momento de la plena floración, que las convierte en un símbolo de la condición existencial humana, el artista ha plantado en los invernaderos de su estudio-residencia de Barjac, Francia, una variedad japonesa particular que produce flores de gran tamaño, que a menudo se incluyen en sus cuadros e instalaciones escultóricas.
A continuación pasamos por una imponente sala dedicada a la filosofía, en la que tres grandes lienzos muestran los rostros de sus máximos exponentes de una pluralidad de culturas grabados y modelados pictóricamente dentro de solemnes arquitecturas, y otra salaotra sala centrada en esculturas bajo vitrinas (que no pueden sino recordar las grandes vitrinas del campo de concentración de Auschwitz donde hoy se guardan, catalogados por tipos, los efectos personales de los judíos deportados) en diálogo con otras pinturas más centradas en su interés por el valor semántico y escenográfico de la arquitectura. A continuación nos encontramos con la instalación ambiental Vestrahlte Bilder (1983-2023), compuesta por sesenta pinturas creadas a lo largo de los últimos cuarenta años, decoloradas por la radiación y colocadas de modo que ocupan la totalidad de las paredes y el techo, reverberando en una superficie espejada colocada en el suelo. La muestra es emblemática de la capacidad del artista para modelar el espacio con su imaginación, que aquí adopta la forma de un continuo pictórico sincrónico en el que nuevos signos y flujos de color conectan obras de diferentes fases creativas. Se podría pasar un tiempo incalculable intentando comprender visualmente el conjunto o analizar cada cuadro en su singularidad, pero la abrumadora supremacía de la pintura transforma esta experiencia en un salto al infinito al que sólo se puede acceder entregándose a una desorientación que se asemeja mucho a un acto de fe.
Aquí culminamos una sensación que serpentea a lo largo de toda la visita, a saber, laanulación de todos los límites espaciales y categóricos que nos sitúa en el centro de un universo mental cuya estricta coherencia percibimos, aunque se rija por reglas que superan nuestro horizonte racional. Es desde este punto de vista, por último, desde el que hablábamos al principio de una lograda simbiosis entre las obras y el edificio histórico que las alberga, ya no citado, eludido o forzado a dialogar, sino reescrito con una lógica tan omnicomprensiva como aquella con la que fue concebido originalmente.
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