Sucede el primer domingo de mes, aquel en el que desde hace casi cuatro años celebramos el ritual de laapertura gratuita de todos los museos estatales, fuertemente deseado por el ministro Dario Franceschini, que hay turistas que, una vez pasadas las taquillas, preguntan a los encargados: “¿Y ahora qué hacemos?”. Ocurre que está el extranjero que reacciona mal al “buenos días” del guardarropa porque, probablemente más acostumbrado a ir a discotecas que a museos, le aterra la idea de tener que pagar un euro por utilizar el servicio. Ocurre que está la italiana que protesta porque, en la cola para entrar, ve a gente de distintas nacionalidades delante de ella y cree que haber nacido al sur de los Alpes le garantiza alguna prioridad fantasma. Ocurre que está el visitante que exige visitar el museo con su scooter. Ocurre que existe el visitante incrédulo que pregunta en la taquilla qué secciones pueden visitarse gratuitamente, imaginando evidentemente que tiene derecho a una especie de demostración en lugar de una visita completa. En los museos municipales o en los privados, hay visitantes que están acostumbrados a una determinada forma y exigen la entrada gratuita también allí.
Todas estas son historias reales del primer domingo de mes en los museos estatales: hay que imaginarlas todas concentradas en poco tiempo para hacerse una idea de las condiciones en las que trabajan los empleados de los museos en estos días, que quizá deberían replantearse o incluso anularse por completo, por varias razones. En primer lugar, basta con ir a uno de los museos más populares el primer domingo de mes (y a menudo ni siquiera es necesario visitarlo durante la temporada alta de turismo) para darse cuenta del caos, las aglomeraciones, las colas y las molestias que causan las masas que afluyen a los recintos culturales. Visitar un museo en situaciones de confusión es una experiencia que hace más mal que bien: la cultura necesita tranquilidad para ser disfrutada de la mejor manera posible y, viceversa, las salas abarrotadas, el tener que concentrar la visita en poco tiempo y las necesarias bajadas de atención provocadas por la imposibilidad de visitar el museo en condiciones ideales son factores que afectan negativamente a la experiencia. Porque es imposible disfrutar de una experiencia plena y satisfactoria si uno se ve obligado a luchar contra espacios saturados, si tiene que depender de un guía que se ve obligado a trabajar bajo tensión y tiene que darse prisa porque llegan otros grupos, si se enfrenta a visitantes que faltan al respeto a los demás, si tiene que perder el tiempo en largas colas para acceder a las salas.
Foto de un domingo gratuito en la Reggia di Caserta, publicada por Tomaso Montanari en el blog Articolo 9 |
La segunda: los guías turísticos y los museólogos no son los únicos que sufren estrés durante los domingos libres. El propio patrimonio sufre de masificación. Con un público que aumenta considerablemente y con salas saturadas de visitantes que a menudo es la primera vez que acuden a un museo, el patrimonio almacenado en las salas está expuesto a riesgos mucho mayores de los que correría en condiciones de asistencia normal. Baste el ejemplo de la Reggia di Caserta, donde el peligro de daños llevó al director Mauro Felicori a tener que limitar el acceso durante los días gratuitos. En un artículo publicado en Repubblica el 3 de octubre, Felicori afirmaba que “el primer domingo de mes para la Reggia siempre ha sido un problema, sobre todo desde que en los últimos dos años el monumento vive un periodo de gran popularidad y notoriedad”. La medida del ministro de los domingos gratuitos en los museos es muy positiva porque amplía el público de la cultura, pero la gestión de la medida en Caserta es muy problemática: nos encontramos con que tenemos que garantizar al mismo tiempo la protección del monumento y el orden público". Es cierto que hasta ahora no se han registrado daños durante los domingos gratuitos, pero ello no es motivo para subestimar el peligro.
De nuevo: Mauro Felicori (como muchos otros) afirma que los domingos gratuitos han permitido ampliar el público cultural. Sin embargo, se trata de una observación que actualmente no está respaldada por estudios específicos. Es cierto que, estadísticas en mano, desde la introducción de los domingos gratuitos ha disminuido el porcentaje de ciudadanos que nunca han visitado un museo durante el año. Pero de momento no estamos en condiciones de tener datos más profundos: no sabemos quiénes son los visitantes típicos del ’#domenicalmuseo’, no sabemos si la visita les incita a volver a los espacios culturales, no sabemos qué otras actividades culturales realizan quienes acuden al museo el primer domingo de mes, no sabemos si su experiencia ha sido agradable. Sí, es probable que la iniciativa aumente el número de visitantes, pero ¿después qué? Podemos plantear la hipótesis de que una operación así fomenta la asistencia ocasional ya que, también a la luz de los datos difundidos a principios de año por el ministerio (que nos dicen que el 7% del total de visitantes en 2017 se concentró en solo doce días: los de los domingos gratuitos), no parece tan descabellado creer que haya una parte del público (por difícil de cuantificar, también porque no tenemos datos de visitantes nuevos y recurrentes en el total de los 50.103.996 que visitaron los museos estatales el año pasado) que espere al primer domingo de mes para visitar los museos. Por no hablar de que los domingos gratuitos suponen una importante pérdida económica: la de los turistas que, de todos modos, habrían estado dispuestos a pagar una tarifa para entrar en el museo esos días. Pensar, en cambio, en la gratuidad permanente para determinados tipos de usuarios podría incentivar la asistencia constante.
Por tanto, hay que considerar que proponer la gratuidad para todos indiscriminadamente, un domingo al mes, tiene poco sentido y se parece más a una iniciativa puntual que a una verdadera medida en favor de la cultura. Por ello, la supresión de la gratuidad de los domingos no se considera una pérdida grave. Sin embargo, la supresión debería compensarse con iniciativas que, por un lado, fomenten la asistencia regular y, por otro, satisfagan las necesidades de la pequeña minoría de visitantes potenciales que no acuden a los museos porque consideran que el precio de la entrada es demasiado caro (el 9,4% del total, según el estudio del ISTAT sobre visitantes de museos en 2016). Al mismo tiempo, habría que pensar en iniciativas para animar al 41,8% de los italianos que no van a los museos simplemente porque no les interesan. Son temas de los que ya se ha hablado largo y tendido en varias ocasiones en estas páginas. El ministerio debería considerar la idea de acercarse a los estándares europeos: en otros países hay descuentos y gratuidades para los que no trabajan, para los que van al museo en las últimas horas del horario de apertura, para los que lo visitan con el resto de la familia, para los que llevan amigos, para los que tienen entradas para otras instituciones, teatros, conciertos y eventos que pueden vincularse a las actividades de los museos. También podría ser interesante la idea de incentivar la asistencia habitual creando redes entre diferentes institutos (o ampliándolas): piénsese, por ejemplo, en las tarjetas o abonos que en varias ciudades italianas permiten visitar muchos museos por un precio reducido. No se trataría, en esencia, de reducir la gratuidad. Al contrario, se trataría de replantearlas de una manera más inclusiva y menos demagógica, y de prever medidas para fomentar la participación. Éste, y no el mero cálculo de cifras, debería ser elobjetivo de los museos.
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