“Me abro contra mi voluntad soñando con otros planetas. Sueño con otras formas de ver esta vida”. Esta frase del mexicano trasplantado a Estados Unidos Felipe Baeza, colocada en el exergo de la breve sinopsis de una de las obras expuestas en el Arsenale, es una de las posibles claves para acercarse a la Bienal de Venecia de este año. Digo posible porque el concepto de Cecilia Alemani para Il Latte dei sogni (La leche de los sueños), título de esta edición, es complejo y sencillo, variado y monocorde, descomunal en su extensión y abarcador.
Utilizo todos estos adjetivos en contradicción, porque hay que encontrar un hilo conductor para abordar una máquina expositiva compleja como la Bienal, y esto es tan válido para los iniciados como para los no iniciados, y más aún para un público de no expertos que, por diversas razones, acude en masa a un acontecimiento de tal magnitud, animando la ciudad lagunera en los meses de su duración. Intento, pues, mediar entre ambas posturas, dar un paso lateral entre el ojo más entrenado de un historiador del arte y el menos dotado, pero no por ello menos importante, de un visitante, ya sea un simple curioso, o incluso un entusiasta o devoto de las artes visuales.
El protagonismo que el arte contemporáneo ha alcanzado desde hace más de unas décadas, frente a su “tardía” aparición, a escala nacional, pero también internacional, y, en consecuencia, la proliferación de exposiciones que lo acompañan, no ha resuelto ciertamente la dificultad de acercarse a él, de penetrar en sus lenguajes y experimentaciones, al menos desde la segunda mitad del siglo XX. Podrían recordarse numerosos ejemplos a este respecto, incluso si sólo se extrapolara el acontecimiento veneciano. Cabe mencionar las ediciones más recientes, desde la de 2011 comisariada por Bige Curiger, titulada Illuminazioni, en la que, de forma emblemática, la propia comisaria se preguntaba “¿Qué es una Bienal? ¿Con qué público puede contar? Cuál es el papel del comisario?” hasta la edición de 2013 comisariada por Massimiliano Gioni donde el fil rouge del proyecto, partiendo del escenario central de ese Palacio Enciclopédico, contenedor de todos los logros de la humanidad, empujaba a poner de manifiesto las contradicciones inherentes al sistema del arte, pero también al propio concepto de arte. Una posición de la que se distanció en 2015 Okwui Enwezor, quien, frente a las opciones de Gioni de amplia inclusividad, volvió a poner el acento en una perspectiva académica, por no decir imperialista, a través de la cual cuestionaba la relación entre arte y realidad, social y política sobre todo, por no hablar de la penúltima de 2019 comisariada por Ralph Rugoff: con el títuloMy You Live In Interesting Times, esta última dirigió la atención, en una dimensión numéricamente menos expansiva (79 artistas frente a los mucho más poderosos números, más de centenares, de las otras), al papel, no decisivo, pero sí crítico y alternativo del arte.
Que este último, su definición, su valor, en relación también con su transformación en un sistema cada vez más complejo y en el que se confía un papel preeminente al comisario, sigue siendo el nudo problemático para abordar una exposición, está fuera de toda duda. La exposición de Cecilia Alemani, con sus 213 artistas de 58 naciones, con una presencia femenina nunca vista, apunta la mirada hacia los cambios, más allá de toda expectativa, de nuestro mundo y de nuestra humanidad, confiando una clave a la condición imaginativa del arte.
Partiendo del libro de cuentos homónimo de Leonora Carrington, que pretende dar título a esta cita, se suceden las preguntas planteadas por la comisaria. “¿Cómo está cambiando la definición de lo humano? ¿Cuáles son las diferencias que separan lo vegetal, lo animal, lo humano y lo no humano? ¿Cuáles son nuestras responsabilidades hacia nuestros semejantes, otras formas de vida y el planeta que habitamos? ¿Y cómo sería la vida sin nosotros?” Son preguntas de no poca importancia que han dado lugar a una interminable sucesión de artistas presentes entre el Pabellón Central y el Arsenale, muchos de ellos desconocidos para el gran público y fuera de él, con los que, hay que reconocerlo, resulta un poco difícil convivir, ya que se pasa de la espectacularidad monumental de ciertas obras al registro mínimo de otras, a lo documental. Este último es el caso de las cinco “cápsulas” concebidas como arremetidas temáticas, páginas transversales dedicadas a una historia del arte más o menos próxima. Pausas, podríamos decir, menos ensordecedoras, dictadas por la necesidad de establecer vínculos con un pasado, incluso menos conocido, acogido con una mirada fluida, alejada de las metodologías expositivas tradicionales.
¿Cómo moverse o cómo prepararse? No tengo soluciones precisas, pero intentar comprender el proyecto creo que es el primer paso necesario. Este de Cecilia Alemani tiene su propia legibilidad, coherente en cierto modo, incluso allí donde está sobredimensionado. Preguntarse hacia dónde va nuestro mundo, de qué somos responsables respecto a las emergencias que tenemos ante nuestros ojos, dudar de un antropocentrismo milenario para oponer nuevas posibilidades hibridadas de supervivencia entre especies o entre naturaleza y artificio, parece legítimo. Menos responder a su objetivo es someter al ojo a dilatarse sin medida en el esfuerzo por contener las múltiples solicitaciones que nos hablan de cuerpos anatómicamente destrozados, de identidades transformadas, de metamorfosis rayanas en el asombro.
Todo ello confiado a múltiples formas de expresión, desde la más tradicional, y prevalente, pintura, pasando por combinaciones de los más variados materiales, a menudo rayanas en los efectos decorativos, hasta la presencia de verdaderos cuerpos plásticos e instalaciones. Por supuesto, no faltan testimonios interesantes: pienso en particular en el lenguaje plástico de pruebas como las de la canadiense Elaine Cameron-Weir, la alemana Julia Phillips y las estadounidenses Hannah Levy y Simone Leigh, esta última en una dimensión “ordenada” y arquitectónica. Se trata, por tanto, de juicios de valor que escapan a lo que aquí nos ocupa, aunque una vez adquirido el proyecto, creo que la confrontación con la obra es el segundo paso imprescindible.
Su recolocación en el centro de nuestra atención, la descodificación del lenguaje y del contenido, al margen de estrategias y sistemas, según una sensibilidad personal, nunca unívoca y asertiva, sigue siendo el criterio más válido. He visto a niños inclinarse, intrigados y sin miedo, sobre cuerpos de cera transhumanos, más reales que reales, en elalarmante puesta en escena de Uffe Isolotto en el pabellón danés, o a jóvenes cuestionándose el sentido de la espera, de la destrucción al renacimiento conmemorativo, orquestado por Latifa Echakhch en el pabellón suizo, o a visitantes cautivados por las bellas películas, llenas de alegría y esperanza, con las que Francis Alӱs investiga incluso las realidades más conflictivas en el belga. Si una bienal y el arte que la expresa pueden tener sentido en nuestras propias vidas, tiempos y perspectivas, centrarse en las propias obras, captar sus necesidades como parte de nuestras propias necesidades, creo que es el mejor enfoque.
Esta contribución se publicó originalmente en el número 14 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte Magazine.Haga clic aquí para suscribirse.
Advertencia: la traducción al español del artículo original en italiano se ha realizado mediante herramientas automáticas. Nos comprometemos a revisar todos los artículos, pero no garantizamos la ausencia total de imprecisiones en la traducción debidas al programa. Puede encontrar el original haciendo clic en el botón ITA. Si encuentra algún error, por favor contáctenos.