La invitación a intervenir en el debate reavivado por el impropio decreto ministerial 161 propone algunas preguntas, a las que no es fácil dar respuesta en unas pocas páginas. A no ser que uno se dé cuenta de que hay problemas complejizados innecesariamente por normas antiguas, ajenas a la revolución digital y a la comunicación planetaria, para los que quizá sea mejor encontrar soluciones sencillas. Y nada es más sencillo que la libertad, si no atenta contra los derechos de los demás. Y de hecho, uno de los nudos de la cuestión es si la Administración Pública tiene derecho a obtener beneficios económicos no del uso de bienes y espacios que tiene en consignación (esto es incuestionable), sino de sus imágenes, es decir, de bienes inmateriales, que definiríamos mejor como bienes comunes, cuyo uso es a todos los efectos no rival.
No se discute que el cobro de estos benditos cánones ocasiona pérdidas a la administración (el Tribunal de Cuentas también lo ha señalado). Pero el Estado no tiene ningún interés (material) que reclamar, sencillamente porque no es el propietario de ese bien inmaterial que son las imágenes, y si acaso tiene, por el contrario, la obligación de su difusión en virtud del artículo 9 de la Constitución. También porque el texto del artículo 108 del Código Urbani (que es la norma de referencia para la imposición de derechos de autor) debe leerse a la luz del posterior Convenio de Faro (hoy ley estatal), que establece que “toda persona, individual o colectivamente, tiene derecho a beneficiarse del patrimonio cultural y a contribuir a su enriquecimiento”.
La aparente radicalidad de esta afirmación se ve alimentada por la vergonzosa (no encuentro otro adjetivo) referencia al artículo 20 del mismo Código (que protege el patrimonio cultural en su materialidad) con la que se querría justificar un control preventivo de los comportamientos sociales, es decir, la censura. Esta perspectiva es tan subversiva que obliga a recordar los valores primarios de la Constitución, siguiendo también los pronunciamientos de algunos tribunales civiles, que han introducido un inesperado derecho a la imagen del que gozaría el propio bien, como si se tratara de una persona física, en nombre de un genio itálico indeterminado. Sentencias, además, estigmatizadas por la más moderna y bien informada doctrina jurídica.
A la pregunta de si la actual disciplina de los derechos de reproducción corre el riesgo de perjudicar el conocimiento del patrimonio, la respuesta es, pues, ciertamente afirmativa. Mientras que lo contrario no es cierto, ya que la libre circulación de imágenes no puede causar ningún perjuicio a la integridad física del bien representado.
Y así, a la pregunta de si en la era de la web y los medios sociales las leyes consiguen mantenerse al día con las costumbres, la respuesta es no; pero las leyes pueden y deben cambiarse. Por eso pedimos a la cultura jurídica italiana no sólo que describa el marco jurídico actual, casi como si lo grabara en piedra, sino que prefigure el futuro, que es la función motriz del Derecho en las sociedades modernas.
La presunción de que el libre uso de las imágenes patrimoniales (independientemente de los aspectos monetarios, que se traducen en un odioso impuesto a la inspiración) puede ir en detrimento de su valor es otro aspecto lunar del debate actual. La libre expresión del pensamiento, salvaguardada por el artículo 21 de la Constitución (cuando no ofende al sentimiento religioso o al sentido común de la decencia), no puede conculcarse en nombre de una defensa a humo del valor simbólico de las imágenes. El artículo 21 protege el bello pensamiento bueno y culto, pero también el feo, estúpido y vulgar. Si algo intentará resolver estas distorsiones es la negociación social en las formas en que se manifiesta la confrontación civil en los ámbitos público y privado... desde luego no la ley, menos aún si se pone en manos de no se sabe quién, en base a qué principios objetivos o compartidos, con qué seguridad jurídica. De hecho, se está extendiendo la idea de que los cargos públicos, antes de conceder el uso de una imagen, deben conocer, por ejemplo, el texto del libro al que va destinada. A esta borrachera autoritaria de Estado, hay que responder con calma que el imprimatur impuesto durante siglos por la Iglesia a las publicaciones fue abolido con el nacimiento del Estado italiano.
Por tanto, hay que preguntarse en base a qué principios se valorará si el uso de la imagen envilece o altera la integridad inmaterial del bien. Pues bien, yo, anciano arqueólogo instintivamente pacifista, no me siento ofendido en absoluto por la imagen publicitaria propuesta por un fabricante de armas, que representa al David de Miguel Ángel con una ametralladora en la mano. ¿Soy yo el representante involuntario de un sector degenerado de la sociedad italiana? ¿O hay que decir que esa imagen habría sido aceptable si David hubiera sostenido un clavel, como en la época de la revolución en Portugal? Más bien me parece que esa referencia militar pretende simplemente retomar la pose del David de Miguel Ángel en el acto de preparar la honda con la que matará a Goliat: parecería una referencia educada por parte de un anunciante que ha producido algo que puede resultar desagradable para nuestra sensibilidad, pero que ciertamente no es ilegal, ya que la producción y venta de armas está, por desgracia, prevista en nuestras leyes. Así que hablemos de sensibilidad y/o conveniencia. ¿Qué tienen que ver los tribunales?
Lo mismo puede decirse de la imagen del David reproducida en una revista de moda alternada por un efecto de morphing con la imagen de una de las modelos italianas más famosas del mundo. Cada cual es libre de juzgar el buen o mal gusto, pero a nadie se le escapa que la tecnología del morphing no hace más que poner al día lo que Eugène Bataille hizo hace 150 años con su famosa Gioconda fumando en pipa (¡horror!), y luego, en 1919, Marcel Duchamp al aplicar un bigote a la imagen de la Gioconda junto con un vulgar pie de foto. ¿Es (era) arte? pregunta sin sentido, dado que, Dios mediante, no existe una definición pública de lo que es realmente el arte, para ponerlo al abrigo de los chillidos de viejos y nuevos inquisidores. Por otra parte, la utilización de imágenes del patrimonio cultural para la “libre expresión del pensamiento” ya está sancionada por el apartado 3 bis del artículo 108, recientemente modificado, lo que impide, por tanto, utilizar el artículo 20 de dicho Código para prohibir esa misma libertad. ¿Cómo escandalizarse si, en Florencia, una fotografía de la fachada del Baptisterio aparece en compañía de unas botellas de limoncello? ¿No estamos hablando de un alarde de Made in Italy? o ¿acaso la producción de alcohol está prohibida por la legislación italiana? “¿Pero no se puede asociar el arte con el alcohol?”. Sí, ¡que se lo digan a las interminables representaciones artísticas de la Última Cena! o tiremos al cubo los lienzos de Jackson Pollock, que luchó toda su vida contra el alcoholismo.
Confiar la censura preventiva de los comportamientos sociales a una oficina administrativa supone, por tanto, cargar a la Administración con tareas completamente ajenas a su naturaleza, lo que no haría sino ampliar la ya de por sí espantosa brecha entre Administración y sociedad civil que produce la actual normativa. Y si, según algunos jueces, debemos considerar ilícita cualquier apreciación crítica de nuestro patrimonio artístico, sepan que -¡si no despertamos! - podremos expresar educadas dudas sobre la virginidad de la Madonna, pero no podríamos decir en público "¡Qué feo es el David!“, ”¡La Venus/Santanché de Botticelli parece un chamán!“, ”¡El Coliseo parece un diente cariado medio falso!", como escribió tranquilamente Cederna sobre el Mausoleo de Augusto.
Es hora de que el mundo del arte también dé un golpe. Y de que por fin nos demos cuenta de que si las imágenes son la proyección inmaterial de un bien material que está debidamente protegido en su fisicidad, el problema de la protección de las imágenes del patrimonio cultural sencillamente no existe: es el propio concepto el que no funciona. Es algo que recuerda a la indisolubilidad del matrimonio o a la defensa asesina del honor conyugal: obscuridades previstas por la ley y luminosamente desechadas por una sociedad adulta.
Esta contribución se publicó originalmente en el nº 20 de nuestra revista Finestre sull’Arte sobre papel. Pulse aquí para suscribirse.
Advertencia: la traducción al español del artículo original en italiano se ha realizado mediante herramientas automáticas. Nos comprometemos a revisar todos los artículos, pero no garantizamos la ausencia total de imprecisiones en la traducción debidas al programa. Puede encontrar el original haciendo clic en el botón ITA. Si encuentra algún error, por favor contáctenos.