“Tuve que pagar 200 euros para publicar en una revista internacional unas fotos de material de una excavación que dirigí. ”Me negué a pagar 50 euros por una foto mía de una pieza en un museo, que ya había sido publicada. No por los 50 euros (en realidad una miseria, cuyo pago exigía, entre otras cosas, una serie de trámites engorrosos), sino por principio: preferí así no incluir esa foto en un artículo mío en las actas de un congreso“. ”Estoy desesperado, tenemos unos libros preparados, fruto del trabajo de mucha gente, años de esfuerzo para estudiar y ahora por fin publicar antiguas excavaciones que permanecían inéditas: me parecía una acción meritoria, pero ahora tendría que pagar miles de euros por la publicación de unas fotos que además fueron tomadas por nosotros. No puede imaginarse el desconcierto incluso de los funcionarios, que me aconsejan “esperar y confiar en que algo cambie”. “Estoy a punto de publicar un artículo sin fotos en el que especificaré que me hubiera gustado incluir una serie de fotos, pero que las normas actuales no me lo permiten”.
Estos son sólo algunos de los numerosos testimonios de colegas universitarios, que prefieren permanecer en el anonimato (les comprendo, las represalias siempre acechan y los que tienen concesiones de excavación o autorizaciones de estudios temen su revocación, como exige la normativa “borbónica” vigente en este ámbito). He conocido casos de auténticas odiseas, con intercambios de decenas de correos electrónicos, cartas protocolizadas, solicitudes de presupuestos con timbres fiscales de 16 euros, pago de algunos euros en talones de cuenta postales: todo ello para publicar los resultados de una investigación en una revista de divulgación generalizada en un territorio italiano con el fin de dar cuenta (debidamente) de los trabajos, realizados con fondos públicos, a un público más amplio.
Ante semejante despropósito impuesto por un anacrónico decreto ministerial (DM 161/2023), las reacciones son de lo más diversas. Hay algunos (entre ellos el que escribe) que proponen la desobediencia civil aun a costa de enfrentarse a un juicio. Hay otros (la mayoría) que adoptan una variante “itálica” de la desobediencia civil: se hace como si no pasara nada, se publica como siempre, no se piden autorizaciones, nadie lo comprueba de todos modos. De hecho, aparte de las publicaciones científicas, que representan una parte minúscula del uso de imágenes, ¿quién podrá alguna vez desafiar a las agencias turísticas extranjeras o a los productores de baratijas varias (desde coliseos y torres de Pisa en miniatura hasta delantales con la parte inferior del David, desde carteles hasta imanes) para que paguen por el uso de imágenes del patrimonio cultural? ¿Creará el Ministerio de Cultura un grupo de trabajo que entablará litigios con cientos de países, con las legislaciones más diversas, o enviará equipos de funcionarios frente al Coliseo y en la Piazza dei Miracoli para incautar diversos objetos expuestos en los puestos?
Luego hay otras soluciones aún más paradójicas. Algunos han propuesto un subterfugio que ilustra bien la naturaleza del decreto ministerial y la filosofía que lo inspira. Bastaría con hacer aparecer la publicación como realizada o promovida por un instituto del Ministerio de Cultura, añadiendo quizá entre los autores el nombre de sus empleados: de este modo se estaría exento del pago de tasas. En resumen, si quien publica la imagen de un jarrón, una pieza arquitectónica o un monumento es un estudiante universitario o un investigador autónomo no estructurado en ninguna institución, hay que pagar la tasa, con todos los bizantinos trámites que conlleva; si es un funcionario o directivo del Ministerio de Cultura quien lo hace, no hay problema.
No encuentro otra definición para describir este abuso: “concepción propietaria” del patrimonio cultural, no sólo en su materialidad sino también en la inmaterialidad de la imagen.
Incluso las editoriales corren a ponerse a cubierto, preocupadas por tener que hacer frente a exigencias onerosas que las pondrían permanentemente en crisis. Así que están pidiendo a los autores, como también le ha ocurrido a este escritor, que firmen renuncias de responsabilidad. De este modo (contrariamente a la afirmación del ministro Sangiuliano de que eran los editores los que pagaban, ignorando quizá que en el ámbito de la edición científica no se gana dinero), las responsabilidades y los costes se trasladan de forma evidente e inevitable a los autores. Ante esta situación, hay editoriales que se están planteando dejar de publicar libros de arte y arqueología o utilizar sólo imágenes del patrimonio cultural de otros países, o -una decisión extrema- dejar de publicar fotos, para publicar sólo planos y dibujos. Hasta aquí la promoción de la cultura, el apoyo a la empresa cultural y creativa y el tan cacareado retóricamente Made in Italy.
El Decreto Ministerial 161, que en realidad tiene como único objetivo ganar dinero (prefiriendo la miseria de las tasas sobre las imágenes en lugar del crecimiento económico, laboral y social general que produce el patrimonio cultural), también está teniendo repercusiones preocupantes en otras administraciones autonómicas en el ámbito de la protección. La Región de Sicilia se apresuró inmediatamente a pedir a los museos y parques que actualizaran sus tasas, aumentando las tasas mínimas fijadas por decreto ministerial. La Superintendencia Capitolina también se está moviendo en la misma dirección.
En cambio, es precisamente de las entidades de donde podría y debería venir una señal fuerte en la dirección de la liberalización. ¿Lo hará Roma Capitale con su alcalde Roberto Gualtieri y un concejal, intelectual de izquierdas, como Miguel Gotor? ¿Lo hará el presidente de la ANCI y alcalde de Bari, Antonio De Caro? En realidad, me parece que no se acaba de comprender el alcance nefasto de este decreto. Pero, por desgracia, surgen posiciones perfectamente solapadas en la derecha y en la izquierda.
Incluso la anunciada revisión, que sigue a las enérgicas protestas procedentes de diversos ámbitos (consejos universitarios, sociedades científicas, Consejo Universitario Nacional, Accademia dei Lincei, etc.), por lo que se desprende de los primeros rumores que circulan, pone un parche, pero no resuelve el problema. De hecho, quedarían excluidas del pago las revistas científicas y las de rango Anvur A, los “volúmenes científicos de contenido divulgativo y didáctico destinados a la difusión y valorización del patrimonio cultural con una tirada de hasta 3.000 ejemplares” y los “diarios y publicaciones periódicas en el ejercicio del derecho-deber de informar”. Sin duda hay pasos adelante, pero la respuesta, tras las protestas del mundo académico y de los editores, huele a privilegio corporativo. Algunos colegas universitarios estarán satisfechos (este pacto también es obra de CRUI y ANVUR) pero personalmente no lo estoy en absoluto, porque aísla corporativamente el mundo de la universidad y la investigación de la sociedad. Se favorece a un sector y se perjudica al amplio sector de la investigación libre (sobre todo en humanidades), de las revistas de divulgación o las promovidas por asociaciones, fundaciones y sociedades varias. ¿Quién decidirá lo que es científico y lo que no lo es? ¿El profesor universitario no pagará mientras que el historiador local, el estudioso desestructurado, el aficionado seguirá sujeto al impuesto? ¿Y qué se entiende entonces, en este contexto, por derecho de crónica? ¿Sólo la noticia del último descubrimiento sensacional, completada con la declaración del ministro sobre el maravilloso patrimonio cultural italiano impregnada de la nauseabunda retórica de la belleza?
Pero sobre todo, en este momento de afasia casi absoluta, se nos escapa el meollo de la cuestión: la afirmación de la visión propietaria del patrimonio cultural, extendida también a la inmaterialidad de las imágenes. Lo que Roberto Caso llamó con razón una “pseudopropiedad intelectual” o un “pseudoderecho de explotación comercial”, mientras que Giorgio Resta habló de un “monstruo jurídico”.
Junto a este “monstruo” existe otro aún más peligroso: la indebida ampliación del artículo 20 del Código del Patrimonio Cultural. En efecto, el Código se refiere a los daños físicos (“Los bienes culturales no podrán ser destruidos, deteriorados, dañados o destinados a usos incompatibles con su carácter histórico o artístico o que puedan perjudicar su conservación”), mientras que el Decreto Ministerial extiende esta obediente prohibición al uso de imágenes, ahora también en virtud de cuestionables sentencias judiciales, como la del David de Miguel Ángel, que han recurrido a una supuesta “identidad cultural nacional”. A este paso, la transformación en un Estado ético, que decide lo que es bueno y lo que no, está a la vuelta de la esquina. ¿Creará también el Ministerio de Cultura una policía de la ética para atacar preventivamente los usos que se consideren perjudiciales para la nueva religión del patrimonio cultural? A las prohibiciones preventivas prefiero con mucho el riesgo de que un uso desagradable, inculto, incluso vulgar (como el Venus influencer del Ministerio de Turismo), alejado de nuestro gusto (que por definición es algo personal y muy ligado a la evolución de los tiempos), sea combatido con las armas de la cultura, la política, la ironía, la sátira.
En resumen, la cuestión del uso y la reutilización de imágenes del patrimonio cultural toca temas mucho más importantes que el pago de derechos e impuestos en sí; afecta a la idea misma del papel del patrimonio cultural en la sociedad contemporánea, a los principios constitucionales fundamentales de libertad de investigación, participación, fomento del desarrollo de la cultura, libertad de pensamiento, libertad de empresa privada y subsidiariedad.
Se trata de decidir si el Convenio de Faro fue ratificado por el Parlamento sólo para ser guardado en un cajón o para ser aplicado. Se trata de decidir si Italia sigue siendo un país anclado en el siglo XX o si finalmente emprende el camino de un país moderno, laico, libre, europeo, que pone en el centro el interés público (que no coincide simplistamente con el del Estado), es decir, el interés de los ciudadanos.
Para profundizar en estas cuestiones, sugiero ahora la lectura de Le immagini del patrimonio culturale: un’eredità condivisa?, editado por D. Manacorda y M. Modolo, Atti del Convegno (Firenze 12 giugno 2022), Pacini editore, Pisa 2023, que contiene numerosas contribuciones con diferentes puntos de vista y experiencias, y también consultar el número especial 2, 2023 de Aedon, revista de arte y derecho en línea, de acceso abierto(https://aedon.mulino.it/archivio/2023/2/index223.htm), con numerosas contribuciones del ámbito jurídico y de otros campos.
Esta contribución se publicó originalmente en el nº 20 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte en papel. Haga clic aquí para suscribirse.
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