Sobre el modelo de "peaje" para la Fontana de Trevi: Virginia Raggi recapacita


Virgina Raggi lanza una propuesta de ruta sin paradas para ver la Fontana de Trevi. Una idea que no resuelve los problemas: la invitamos a recapacitar.

Virginia Raggi, alcaldesa de Roma, debe de haber estado recientemente de visita en la Torre de Londres: allí, el visitante que quiere contemplar las Joyas de la Corona se ve obligado a pasar por una cinta que impide detenerse ante la preciosa colección. O, más prosaicamente, habrá tomado la autopista antes de dirigirse al estudio Porta a Porta desde donde, hace unos días, declaró que el Ayuntamiento está pensando, para resolver los problemas de aglomeración en la Fontana de Trevi, en un “camino de fruición para el que no hay posibilidad de detenerse”. Cito la frase tal como la pronunció Virgina Raggi, para no atribuirle indebidamente ninguna idea sobre pasarelas, cintas de correr, senderos obligatorios o cualquier otra cosa, ya que por ahora la entrecomillada citada es la única declaración que tenemos sobre el tema. En otras palabras, hay una idea flotando en el ambiente, pero aún no sabemos cómo piensa ponerla en práctica la alcaldesa: basta saber, sin embargo, que, sea cual sea la forma que adopte, se impedirá a los ciudadanos y turistas que deseen visitar la Fontana di Trevi detenerse ante el monumento. En resumen, al perfecto estilo “peaje de autopista”: se llega, se pasa sin detenerse y se vuelve a salir.

La Fontana di Trevi
La Fontana de Trevi. Crédito

Francamente, es difícil imaginar una medida peor que ésta para frenar el deterioro que trae consigo el turismo de masas y que, en determinados días, parece no perdonar ni siquiera al monumento escénico diseñado en el siglo XVIII por Niccolò Salvi. Mientras tanto, ésta sería una solución verdaderamente miope: y merece la pena subrayar cómo, en el contexto de tal incapacidad para considerar el patrimonio cultural desde una perspectiva amplia, el alcalde del Movimiento 5 Estrellas goza de la compañía de políticos pertenecientes a casi todo el arco constitucional actual y poco acostumbrados a reflexionar reflexivamente sobre los problemas que afligen al patrimonio cultural. Y también esta vez nos encontramos ante una solución poco meditada: un “camino sin salida” no sería una medida decisiva, porque lo único que haría sería diluir el problema sin tocar sus raíces. Por el contrario, nadie prohíbe imaginar escenarios aún peores que el actual: si el recorrido “sin posibilidad de parar” se dotara de un perímetro definido (al fin y al cabo, no se nos ocurriría ninguna otra forma seria de disuadir a los viandantes de detenerse), podrían crearse colas a la entrada, con la consecuencia obvia de que la tan temida degradación correría el riesgo de trasladarse de la Fuente a las zonas aledañas.

Pero si el problema fuera sólo de orden práctico, casi habría con qué contentarse. ¿Ha reflexionado alguien en el Ayuntamiento de Roma sobre lo mortificante que puede resultar una imposición que, sin ninguna necesidad dictada por razones de conservación, obligue a un ciudadano o a un turista a no poder contemplar una obra de arte que seguramente vale más que una mirada apresurada? Es evidente que semejante medida es hija de una mentalidad que considera los monumentos de la propia ciudad únicamente como atracciones para turistas, que quizá se quedan lo menos posible: la comparación puede parecer trivial, pero la triquiñuela de Virginia Raggi se parece más al famoso boceto del “pastel de arroz acabado” que a una idea de buena administradora. Por no hablar del hecho de que la Fontana de Trevi se encuentra en una plaza que forma parte del centro histórico de la capital de Italia, por tanto de su corazón más antiguo, de un tejido urbano que se ha ido formando a lo largo de los siglos y que, por tanto, es parte integrante de la identidad de sus ciudadanos. Es una plaza que sigue ocupada por comercios regentados por ciudadanos romanos, vigilada por instituciones de primera importancia (el Instituto Central de Artes Gráficas, por ejemplo), y visitada por turistas, pero también por vecinos que se dirigen a la escuela, al trabajo, a la biblioteca, al café o de compras. ¿Cómo debe sentirse un ciudadano cuando de repente ve su plaza transformada en una atracción de parque de atracciones? Nuestros centros históricos no son parques de atracciones: sin embargo, parece que los políticos de todas las extracciones y colores coinciden en este supuesto, al menos en los hechos o en las ideas.

Vista de la Piazza di Trevi desde una de las ventanas del Istituto Centrale per la Grafica
Vista de la Piazza di Trevi desde una de las ventanas del Istituto Centrale per la Grafica

Conviene recordar que si el centro histórico de una ciudad se considera sólo en virtud de su potencial para atraer turistas, la administración sale derrotada a pesar de todo. Nunca nos cansaremos de decir que la cultura es una forma de inversión, en el más alto sentido de la palabra, porque es una inversión en nuestro futuro: a través de la cultura se forman ciudadanos conscientes y respetuosos, capaces quizá de sentir los monumentos como propios y muy sensibles al patrimonio. El verdadero problema (si se le puede llamar así) es que invertir en cultura y educar a la población en materia de patrimonio son acciones que requieren planificación, amplitud de miras y considerables competencias, y cuyos resultados se ven a largo plazo. Desgraciadamente, en los últimos tiempos se ha extendido una muy mala costumbre: el deseo de evaluar de cerca el trabajo de un administrador local. El resultado es que el administrador, para evitar perder consenso y votos, se ve a menudo obligado a tomar medidas draconianas, que quizá funcionen a corto plazo, pero que a menudo no resuelven los problemas. Parece que incluso Virgina Raggi, presionada por la opinión pública y cierta prensa que siempre la pone en el ojo del huracán, con su modelo de “peaje de autopista” para la Fontana di Trevi ha sucumbido a esta lógica. Por supuesto: se dirá que planificar una acción de educación patrimonial lleva tiempo y que la degradación de la Fontana de Trevi necesita también medidas que puedan detenerla o, al menos, limitarla. Pero, ¿ha aumentado la degradación en los últimos tiempos? Buceadores, bañistas, esparcidores de líquido rojo y exhibicionistas varios no pertenecen, desde luego, a la categoría de personajes que ha surgido en las últimas semanas. Y de todos modos, si realmente hay que hablar de soluciones inmediatas (aunque el problema no parezca tan urgente), ¿no tendría más sentido trabajar seriamente para ofrecer la imagen de una ciudad decente, ya que es bien sabido que el decoro llama al decoro, o dotar a la plaza de señales que intenten disuadir a los transeúntes de comportamientos irrespetuosos, o, a falta de mejores ideas, apostar por la medida más básica, es decir, hacer más eficaces los controles?

Por supuesto: ya han pasado los tiempos de Giulio Carlo Argan, que, cuando era alcalde de Roma, tomó medidas para propugnar la compra por el Ministerio (que efectivamente se llevó a cabo) del Palacio Poli, el edificio sobre el que se asienta la Fontana de Trevi y que hoy es la sede del Instituto Central del Grafismo. Y es igualmente obvio que la sensibilidad que pueda tener un historiador del arte puede no ser prerrogativa de todos. Por tanto, no pedimos una especie de restauración y revitalización: sólo pedimos un mínimo de sentido común. Y quizá aprovechemos la ocasión para pedir a Virgina Raggi que se replantee su idea para la Fontana de Trevi.


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