Sin cultura no se puede vivir. Reaccionamos bien ante la emergencia, pero ahora pensamos en cómo continuar cuando termine


¿Cómo ha reaccionado la cultura ante la emergencia del coronavirus? Bien, y estamos orgullosos de ello. Pero ahora debemos reflexionar sobre lo que quedará cuando todo termine. Con la esperanza de que no haya sido sólo una resaca momentánea.

El relato de la emergencia sanitaria en curso se ha desarrollado, con continua y constante vehemencia, sobre todo en torno al trabajo de quienes han sido identificados como la “primera línea” de la guerra contra el coronavirus, es decir, los médicos, enfermeras y, en general, todo el personal que trabaja en hospitales, ambulatorios y centros de salud, a quienes va toda nuestra gratitud por la valiosa labor que, con gran sentido del sacrificio, están realizando en beneficio de la comunidad (y es de esperar que su espíritu de entrega, una vez pasada la alarma, sea la base de una seria y prolongada reflexión sobre las necesidades de nuestro sistema nacional de salud). Nuestro periódico se ocupa del arte y la cultura, y me gustaría también abrir un debate sobre los que, por seguir con la comparación bélica (a decir verdad bastante desagradable, pero no por ello menos extendida y eficaz), podríamos identificar como los “segundones”, es decir, aquellos profesionales que se ocupan no de los que necesitan tratamiento, hospitalización y asistencia, sino de todos los que permanecen en sus casas, obligados por este largo y forzoso aislamiento domiciliario, que para algunos imaginamos que será cualquier cosa menos sencillo e inofensivo.

El pensamiento, como era de esperar, se dirige al variado “mundo de la cultura”. Quizá nunca antes se había convertido casi en conciencia pública lo que hasta ahora era un paradigma claro para unos pocos, a saber, que la cultura es fundamental para nuestras vidas y que la cultura es la base del sentido de comunidad de un grupo más o menos amplio de individuos. Dicho de otro modo: sin cultura no se puede vivir. Y creo que estos días lo han demostrado plenamente: en caso de emergencia, es posible renunciar a muchas de nuestras actividades cotidianas, pero probablemente nadie ren unciaría a leer un libro, a ejercer su derecho a la información, a escuchar una canción, o incluso más banalmente a encender la televisión para ver una película o a desplazarse por las páginas de una red social para mantenerse en contacto con su artista favorito, con un museo que le gustaría visitar, con el teatro al que asiste o al que le gustaría asistir. Y esto no ocurre porque necesitemos encontrar un relleno para tantos días que de repente se han hecho más largos, sino porque, citando a Gastone Novelli, el arte, como la ciencia, es una de las formas que tiene el ser humano de orientarse en el mundo y, en consecuencia, podemos afirmar que adquiere mayor importancia cuanto más expuestos estamos a perder el norte, aunque sólo sea por un breve espacio de tiempo.

Tendremos tiempo de evaluar cómo habrá repercutido esta emergencia en nuestros hábitos culturales, en qué cultura nos proponen los medios de comunicación de masas y cómo nos la distribuyen las cadenas nacionales (tomemos, por ejemplo, el curioso patriotismo prêt-à-porter resucitado en las últimas horas y que se ha convertido en un must de la televisión y la prensa generalista: será interesante saber si habrá tenido la misma duración y los mismos efectos que el patriotismo del Mundial de fútbol, si habrá servido para generar al menos un sentido más pronunciado, más consciente y más apremiante del deber cívico, del que estamos enormemente necesitados, o si, en el peor de los casos, alimentará un nacionalismo que podría correr el riesgo de convertirse en un agente patógeno más peligroso y dañino que el virus). Sin embargo, ya pueden observarse algunas consecuencias, de las que pueden extraerse puntos útiles para el debate.

Para muchos de nosotros, el régimen obligatorio de cuasi cuarentena no ha disminuido la carga de trabajo, ni ha aumentado el tiempo libre. Más bien al contrario: basta pensar en los cientos de trabajadores de la cultura que, desde el paso del Brennero hasta el canal de Sicilia, han tenido que asistir a aceleradas sesiones de formación web y social para que sus instituciones (museos, parques arqueológicos, bibliotecas, teatros, cines) no perdieran el contacto con el público y, viceversa, para que éste sintiera su cercanía. También aquí habrá lugar para hablar del atraso crónico del sector y de que pocos museos estaban ya preparados para tratar con el público de Internet, de los funcionarios acostumbrados a la pluma y la tinta que quisieron y tuvieron que redescubrirse como gestores de redes sociales de un día para otro, y de que, para algunos, comunicarse en las redes sociales equivale quizá a volver a proponer en YouTube una conferencia universitaria exactamente igual a como se habría desarrollado en modo “analógico”. Por el momento, creo que debemos estar más que orgullosos de cómo nuestro sector, con los museos a la cabeza, ha respondido a esta repentina crisis. Hay que reconocer que para muchos no ha sido fácil inventar desde cero una campaña de comunicación en los medios sociales, identificar a la audiencia, idear una estrategia eficaz para llegar a ella, entender cómo organizar los contenidos en función de los distintos soportes. Pero muchos lo han intentado, y quizá todos han reconocido por fin la importancia de lo digital: la esperanza es que esta experiencia no se resuelva de la misma manera que las muchas “semanas de los museos” en Twitter, Facebook e Instagram, que suelen consistir en un “posteo” continuo e idealizado de fotografías y vídeos poco útiles, hechos sólo para mostrar que el museo está presente. Al contrario: la emergencia tendrá que llevar a los museos a dotarse de planes de comunicación a largo plazo que tengan muy en cuenta su eventual sostenibilidad (¿qué será de las decenas de hashtags lanzados en las últimas horas cuando los operadores vuelvan a hacer su trabajo habitual? ¡Esperemos sinceramente que la experiencia no se acabe!), que consigan que la ampliación de público experimentada en estos días no se quede en una llamarada temporal, sino que se traduzca en un público más amplio y sobre todo más consciente cuando por fin podamos volver a salir.

El museo veneciano del siglo XVIII de Ca' Rezzonico en Google Arts
El Museo de la Venecia del siglo XVIII en Ca’ Rezzonico en Google Arts

Pensar en el público es una de las claves para salir más rápido de la emergencia. Museos, teatros, espacios expositivos, salas de conciertos, cines volverán a abrir dentro de poco: la experiencia que hemos vivido estos días debe ser la base para fomentar la participación cultural. Por el contrario, debemos preguntarnos desde ahora cómo hacer para que el público vuelva a poblar, y lo haga de forma aún más profusa y convincente, todos esos espacios que ahora le damos a conocer a través de posts, fotografías, vídeos, visitas virtuales y retransmisiones en directo. Los museos tendrán que seguir siendo amables y continuar comunicándose con el público incluso después de que haya pasado la emergencia: de hecho, puede que tengan que reflexionar sobre el hecho de que una buena comunicación (y sobre todo dirigida) tiende a consolidar los públicos existentes y a adquirir otros nuevos. Harán falta campañas serias de fomento de la lectura (y no me refiero sólo a las que vienen de arriba y se deciden desde los escaños del Parlamento: todo el mundo, incluido el ciudadano individual, puede invitar a leer incluso fuera del marco de una iniciativa nacional) para que los innumerables hashtags que instan a coger el llamado “buen libro” no se queden en una mera excusa para sacar una foto de un mantelito a cuadros con taza de café y bestseller. Es de esperar que la meritoria producción de listas de reproducción de Spotify a escala casi industrial a la que asistimos estos días se traduzca en una presencia más masiva en clubes, salas, teatros. Esto es, por supuesto, también una invitación al público.

Un pensamiento, para terminar, va en cambio a todos esos trabajadores que se ven obligados a quedarse en casa sin certezas sobre su futuro. A los muchos trabajadores precarios que en estas horas, como denuncia la Unione Sindacale di Base, no saben si sus contratos serán renovados, o si incluso perderán su empleo. Nos alegramos y enorgullecemos de que el Ministerio de Cultura siga organizando maratones sociales desde los museos y lugares de cultura: son actividades útiles e inteligentes, y además están logrando un extraordinario consenso y éxito de público. Pero habrá que darles continuidad fuera de la web. En los últimos días, las peticiones al Gobierno se han multiplicado: movimientos de trabajadores, sindicatos, asociaciones sectoriales, concejales de cultura, desde los más pequeños hasta Confindustria Cultura, todos han subrayado, con una unidad de intenciones que probablemente nunca antes se había experimentado (y atesoremos esto también), la urgencia con la que hay que actuar. Todos han coincidido en que es necesario e imperativo apoyar a los trabajadores del sector, intentando que nadie pierda su empleo. Pero hay otro aspecto a destacar: la conciencia de la importancia de la cultura debe llevar necesariamente a la conciencia de la importancia de quienes trabajan para la cultura. La emergencia, reiteramos, nos ha recordado que no se puede vivir sin cultura. Pero muchos profesionales de la cultura viven con muy poco: y por eso, para que el trabajo de estos días no caiga en saco roto y no se recuerde en el futuro sólo como una resaca momentánea que nos habrá dejado sin recuerdos y con un fuerte dolor de cabeza, será conveniente preguntarnos cómo mejorar las condiciones de quienes trabajan en el sector, cómo aumentar la base de empleo, cómo llegar al público más y mejor de lo que lo hemos hecho hasta ahora.


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