Si la historia del arte debe sentar las bases de las cumbres internacionales


¿Qué ocurre cuando la historia del arte, en Italia, se convierte en escenario de cumbres institucionales como ocurre hoy en día? Una reflexión.

Si hay ocasiones en las que mejor se manifiesta la dicotomía entre elser y elparecer que caracteriza la actuación de los políticos que nos gobiernan (torpemente, pensarían muchos), tales ocasiones pueden reconocerse en las cumbres internacionales. Algo así como la que están celebrando estos días en Florencia Matteo Renzi y Angela Merkel. Ocasiones en las que nuestro país, de manera ciertamente un tanto torpe y pueril, barre el polvo debajo de la alfombra y saca sus adornos para garantizar la mejor acogida posible al invitado extranjero. Sin contar, por supuesto, con las comodidades y bromas a las que nos han acostumbrado algunos de los últimos presidentes del Consejo que se han turnado en los salones del Palazzo Chigi. Creo que hablar de “chucherías”, si nos referimos a la historia del arte que sirve de telón de fondo a tales reuniones, no es blasfemo: porque la historia del arte se trata como tal. Por no hablar de que el uso de hacer del arte un instrumento para mostrar el prestigio de una nación a los ojos del mundo era probablemente apropiado y acorde con los tiempos en la época del señorío de los Médicis (dado que estamos hablando de Florencia), pero, unos cuantos siglos después, quizá convendría marcar alguna evolución siquiera tímida en la conducta política de quienes nos gobiernan.

Quien esto escribe siempre ha tenido una profunda convicción: el arte es un bien que pertenece a todos, y todos deben poder disfrutarlo de la manera más adecuada y cómoda, sin barreras ni distinciones de ningún tipo. Y es precisamente en las cumbres institucionales, que tratan el arte como una escenografía, donde se percibe lo alejada que está buena parte de la política italiana (y quizá también de quienes se reconocen en esa política) de la convicción anterior. ¿Qué sentido tiene mostrar a invitados extranjeros el arte del propio pasado, al que además no se le debe ningún mérito, porque se hace muy poco para protegerlo, si luego la realidad cotidiana está hecha de continuos recortes a la cultura, restricciones económicas y cuestionables reformas que penalizan la cultura, el medio ambiente y el territorio? Así se juega con la dicotomía entre ser y parecer: el arte sólo se recuerda cuando hay que alardear de él como herramienta para impresionar a los invitados, y quizá para ocultar maldades internas.

Renzi e Merkel davanti al David di Michelangelo
Renzi y Merkel a los pies del David de Miguel Ángel. Fotograma tomado de Fanpage.it

A esto se añade el sórdido expediente de hacer del arte una mera escenografía, como se mencionaba al principio, de los encuentros entre los líderes políticos. Un uso escenográfico que, además, como se ha recordado hoy en las redes sociales, va en detrimento de los turistas que han reservado entradas para su visita, quizá con meses de antelación, y que se encontraron con el Palazzo Vecchio y la Galleria dell’Accademia cerrados: quizá era su última oportunidad de visitarlos. Y un uso escenográfico que, además de ser irrespetuoso con ciudadanos y turistas, aleja las obras de los valores de los que deberían ser portadoras. En efecto, las obras de arte del pasado no son reliquias que haya que venerar, como ha recordado en varias ocasiones el director de los Uffizi, Antonio Natali.

La retórica de la belleza, que se desata cada vez que hay una obra de arte como telón de fondo de cualquier ocasión, se ha vuelto ahora empalagosa y tediosa. Las obras de arte de los grandes del pasado son grandes no sólo porque son testimonio de belleza, sino también porque son portadoras y testigos de esos valores universales (igualdad, equidad, justicia, honestidad, integridad) que muchos políticos desprecian cada día más. El arte aparece así degradado, vaciado de sentido. Es más: doblemente vaciado. Porque el afán por mostrar al mundo lo bellos que hemos sido y lo buenos que hemos sido en el pasado, según una retórica cansina, gastada y caduca, por un lado nos hace perder de vista el verdadero sentido de las obras de arte, y por otro nos hace olvidar la tristeza del presente. Tenemos un paisaje devorado cada vez más por intereses especulativos, tenemos muchos museos atrasados en cuanto a servicios y acogida (y la mayoría de las veces no por culpa del personal que trabaja en ellos), tenemos empresas, que operan en el sector cultural como en cualquier otro ámbito, obligadas a ceder ante una fiscalidad y una burocracia insostenibles, tenemos un sistema escolar en el que la enseñanza de la historia del arte ha quedado reducida a los huesos, tenemos un ministerio que no consigue renovarse sustancialmente, ni garantizar un volumen de negocios adecuado, hemos llegado a unos niveles de desconfianza sin precedentes por parte de los jóvenes a los que les gustaría encontrar un empleo en el ámbito del arte y la cultura, pero no lo consiguen.

He aquí: detrás de ese David de Miguel Ángel expuesto a guisa de soubrette a espaldas de Renzi y Merkel, se esconde esta realidad, que gran parte de la política olvida puntualmente. La explotación de las obras de arte para fines que trascienden las funciones que las propias obras deberían desempeñar en una sociedad moderna y civilizada no puede ser olvidada ni dejada de lado: pretender que el arte es mera complacencia estética, y pretender que arte y política deben transitar por dos vías separadas, significa desconocer el arte. Y conviene tenerlo en cuenta siempre que se diga que el arte no debe tener nada que ver con la política. Equivocadamente: porque cada decisión que concierne a nuestro patrimonio cultural, a la forma en que se garantiza su disfrute a los ciudadanos, a la protección de las obras de arte que lo componen, es el resultado de acciones y opciones políticas, donde el término “política” se entiende con el significado más elevado y cercano al etimónimo.


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