Qué triste es Venecia...


¿Por qué molestarse por la tragedia que asoló Venecia? Todo era previsible. Las reflexiones de Enrico Maria Dal Pozzolo.

¿Molesto por la tragedia de Venecia? ¿Y por qué sería eso? Todo era más que previsible. Es extraño que no ocurriera antes.

Después de la terrible “acqua granda” de 1966 (que conmocionó tanto al mundo que se crearon decenas de comités espontáneos, en su mayoría no italianos, bajo el grito de “Salvemos Venecia”), lo que ocurrió la noche del 12 de noviembre ha sucedido cientos de veces antes y podría volver a ocurrir en estos días de lluvia continua. Cuando suena en la ciudad la lúgubre sirena de alarma que avisa a los ciudadanos de la llegada de aguas altas, nadie sabe realmente lo que puede ocurrir en las horas siguientes: depende de los vientos, de la intensidad de la lluvia y de otros factores que, combinados, pueden tener consecuencias más o menos aterradoras.

Venecia es una ciudad frágil. Y tiene que convivir con el riesgo. Pero, ¿quién no recuerda el incendio de la Fenice? Como declararon entonces los bomberos, una enorme zona de la ciudad corría peligro de ser destruida por el fuego. Todo salió bien porque el fuego se limitó al teatro. Pero si esa noche hubiera habido otras condiciones de viento y el fuego se hubiera propagado a otros edificios vecinos, nadie habría podido hacer nada y el mundo se habría encontrado llorando sobre las cenizas de una nueva Pompeya.

Acqua alta en la Piazza San Marco de Venecia. Crédito: Ayuntamiento de Venecia
Acqua alta en la Piazza San Marco de Venecia. Crédito: Ayuntamiento de Venecia

El agua alta es un problema fisiológico para Venecia, construida sobre innumerables islotes en una laguna abierta al mar. El problema es que las condiciones climáticas del planeta están cambiando como no ocurría desde hace siglos, y el riesgo de que Venecia se convierta en una nueva Atlántida no sólo es real, sino probable, si se da crédito a las predicciones sobre el progresivo recalentamiento del clima y la consiguiente subida de las aguas.

Para construir MOSE se gastó una gran cantidad de dinero público, pero está claro que se prefirió esta iniciativa a otras (más naturales y de bajo coste) para que los negocios y la política pudieran beneficiarse de ella. El entonces presidente de la Región del Véneto fue condenado por corrupción, pero desde luego no fue el único. Con la construcción de MOSE, si por un lado “Venecia se salvaba”, por otro se produciría la consiguiente avalancha de dinero, ligada al carísimo mantenimiento: ese era el negocio de los negocios. Ahora se dice que estamos en el 93% de ejecución, que (en este momento, sobre la ola de emociones y la ineludibilidad de alguna intervención pública) se hará. ¿Será suficiente? Desde luego que no.

El problema es dramáticamente complejo y requiere un enfoque orgánico, flexible y más que costoso. Cómo creer que quienes hasta ahora han permitido que Venecia se gestione, no como Disneylandia (que funciona), sino como una vaca a la que exprimir, se ocuparán adecuadamente de ello. Piense en la desgracia de los grandes cruceros que pasan por delante de la dársena de San Marcos para vender las vistas y arrojar allí a millones de turistas. Sólo por un puñado de centímetros no murieron decenas de personas cuando, hace poco, uno de estos enormes buques se descontroló. Sin embargo, en Dubrovnik (y en muchas otras ciudades afectadas por este tipo de turismo) los cruceros atracan fuera del centro histórico y los turistas son recogidos en autobuses lanzadera: ¿por qué no se ha hecho lo mismo en Venecia hasta ahora? ¿Quién ha impedido que algo tan normal como esto, solicitado por mil partes, se activara hace tiempo? Evidentemente, existe el riesgo de que alguien en posición de influir en las decisiones políticas se beneficie menos de ello.

¿Es por tanto todo culpa del Estado y de los poderes fuertes? Desgraciadamente, no. Me duele decirlo, pero cuántos venecianos han aceptado y aceptan pasivamente uno de los mayores problemas de la degradación estructural de la ciudad: es decir, el oleaje producido por las embarcaciones privadas que (sin respetar los límites de velocidad) producen olas que abofetean miles de veces al día las orillas y los bajos de los edificios que dan al agua. Sin embargo, parece un problema muy fácil de resolver: imagino que bastaría con una ordenanza del alcalde y la férrea voluntad de hacerla cumplir. Claro que habría algunos parones para muchos trabajadores (que sin duda nunca reelegirían a ese alcalde). Pero sería una señal de respeto y protección de enorme valor, incluso simbólico.

Sobre todo, supondría una visión global de una ciudad que tiene tesoros a cada paso y que debe ser preservada del flujo imparable de un turismo bestial fuera de toda norma y decoro, que entra en ella como un elefante en una cacharrería. Sin preclusión hacia nadie, por supuesto: el derecho a conocer Venecia es universal. Recuerdo casi con ternura los miles de autobuses que, tras el derrumbe del Muro de Berlín, vertieron en la ciudad a cientos de miles de personas procedentes de Europa del Este que, desfiguradas por viajes de decenas de horas, se quedaban boquiabiertas ante su hechizante belleza y la visitaban, aun en su pobreza, con respeto. Hoy es un vivac al aire libre, desvergonzado y sin cultura de acercamiento y acogida. Bastaría con imponer, incluso aquí, reglas precisas y potenciar un turismo que se transmite también en zonas menores, distintas de las habituales de la plaza de San Marcos y Rialto (donde los venecianos ya casi no pueden pasear). ¿Sucederá? No lo creo. Porque habría que volver a partir de una idea elevada, de una fuerte visión ética, de una conciencia histórica arraigada, de una capacidad técnica y de gestión del más alto nivel, de una determinación inflexible que no puedo reconocer en los políticos actuales. Los ciudadanos que aman Venecia son demasiado pocos y demasiado débiles para influir realmente. Y viven en un país, Italia, que en muchos aspectos sigue siendo extraordinario, pero que desgraciadamente (en el bajo horizonte de ideales de la política actual) es incapaz de darse a sí mismo una perspectiva de desarrollo a medio y largo plazo.

El último golpe a las esperanzas de renacimiento se produce hoy. El referéndum sobre la separación de Venecia y Mestre no ha alcanzado el quórum: sólo ha votado el 21,7% de las personas con derecho a hacerlo. Venecia-Mestre seguirá siendo una unidad indisoluble, un “centro metropolitano”, como lo llaman, a pesar de que las dos ciudades (separadas por el mar y unidas por el puente de la Libertad) son opuestas entre sí. También esto era previsible: más allá de las arraigadas conexiones sociales, muchos confían en que la liberación de fondos que se espera acompañe al futuro próximo beneficie también a Mestre. Todo esto es comprensible y previsible. Olvidando, sin embargo, que quizá la única forma de intentar “salvar Venecia” sea reconocer plenamente su absoluta diversidad respecto a cualquier otro centro histórico y (en consecuencia) dotarla de una posibilidad efectiva de autodefensa especial. La idea no es nueva: cuando yo era niño, recuerdo artículos en el “Corriere della Sera” en los que Indro Montanelli esperaba una jurisdicción especial de Venecia que pudiera ser dirigida por un protectorado de la ONU. Ahora los tiempos han cambiado: existe la Unión Europea y la recién instalada comisaria Ursula von der Leyen ha declarado que Venecia (para la Unión Europea) es “vital”. Si pasamos de las palabras a los hechos y reconocemos realmente que la Venecia que se ahoga es mucho más que un símbolo de Europa y de su extraordinaria multiplicidad cultural, creemos entonces un Comisario Especial dotado de fondos y poderes delegados, en pleno acuerdo con el Estado italiano que hasta ahora se ha mostrado incapaz de salvar este tesoro de la humanidad.


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