¿Qué le está pasando al mercado del arte? Un fenómeno que puede denominarse "polarización".


Por un lado, un mercado del arte cada vez más en manos de unos pocos, con unos pocos artistas que alcanzan cotas vertiginosas y subastas que se convierten en espectáculos. Por otro, una avalancha de artistas que luchan por sobrevivir. ¿Qué está ocurriendo? Un fenómeno que puede denominarse "polarización".

Hay una paradoja que recorre el mercado del arte contemporáneo, una dicotomía que palpita como un nervio en carne viva entre las ferias internacionales y los pequeños ateliers, entre las subastas millonarias y las exposiciones de barrio. Es la polarización creciente: un fenómeno en el que el mercado se fragmenta entre unos pocos gigantes dominantes y un paisaje de artistas y galerías cada vez más al margen. Esta dinámica no es nueva, pero nuestro presente, marcado por las desigualdades económicas y las revoluciones tecnológicas, la amplifica con una brutalidad que no puede ignorarse.

El mercado del arte siempre ha tenido un corazón elitista. En el pasado, el mecenazgo de familias nobles e instituciones religiosas dictaba la fortuna de los artistas, vinculándolos a un sistema jerárquico en el que la creatividad estaba subordinada al poder. El Renacimiento, a pesar de su reputación de época gloriosa para el arte, era un juego cerrado: los artistas dependían de los favores de unos pocos mecenas influyentes, y el acceso al mercado estaba limitado a una élite económica y cultural. Con la llegada de la modernidad, y en particular con la aparición de las galerías y las casas de subastas en el siglo XIX, podría pensarse que el sistema se había democratizado. Pero en realidad, incluso entonces, el mercado del arte estaba dominado por mecanismos que recompensaban a unos pocos nombres selectos, mientras la inmensa mayoría de los artistas luchaban por sobrevivir. Si volvemos al presente, descubriremos que esta dinámica se ha intensificado de forma inesperada. En la actualidad, el mercado mundial del arte se centra cada vez más en un puñado de nombres e instituciones. Artistas como Jeff Koons, Yayoi Kusama o Gerhard Richter se han convertido no sólo en fenómenos culturales, sino en auténticas industrias, apoyadas por una red de megacomerciantes como Gagosian, Hauser & Wirth y David Zwirner. Este pequeño panteón de estrellas monopoliza la atención mediática y financiera, dejando muy poco espacio a quienes no pertenecen a él.



En el otro lado, sin embargo, encontramos una miríada de artistas y galerías independientes que luchan por emerger en un ecosistema cada vez más competitivo. Esta polarización no es sólo económica, sino simbólica: por un lado, el arte como lujo extremo; por otro, el arte como supervivencia creativa.

La obra de Banksy en Sotheby's
La obra de Banksy en Sotheby’s
Gagosian
Gagosian

Las ferias y subastas de arte se han convertido en los nuevos epicentros de esta polarización. Eventos como Art Basel o Frieze representan la culminación de la espectacularización del mercado: galerías de alto nivel exponen obras de artistas ya consagrados, mientras que coleccionistas adinerados compiten por comprar las piezas más deseadas. Las subastas, por su parte, se han convertido en auténticos espectáculos. La venta de una obra de Banksy, autodestruida en tiempo real durante una subasta en Sotheby’s, simbolizó esta teatralidad, en la que el valor de una obra se infla no tanto por su importancia artística como por su capacidad para generar atención.

Pero en este triunfo del capital, ¿quién queda fuera? Los artistas emergentes no suelen tener acceso a estas plataformas. Las galerías medianas, que antaño representaban la espina dorsal del mercado, luchan por competir con los gigantes. Esta creciente concentración de poder plantea una cuestión fundamental: ¿quién decide hoy qué es arte y qué merece ser visto?

Si comparamos esta situación con el pasado, surgen inquietantes similitudes, pero también diferencias cruciales. En la era moderna, movimientos de vanguardia como el Surrealismo o el Expresionismo Abstracto se desarrollaron a menudo al margen de los sistemas de poder establecidos, encontrando su lugar gracias a figuras visionarias como Peggy Guggenheim o Gertrude Stein. Hoy, sin embargo, la presión del mercado hace cada vez más difícil que los outsiders adquieran visibilidad sin alinearse con los mecanismos dominantes.

Antaño, el mercado se desarrollaba en torno a centros específicos, como París y Nueva York, que funcionaban como incubadoras de creatividad. Hoy, el mercado está globalizado, pero esta globalización no ha traído necesariamente una mayor inclusividad. Las grandes ferias están dominadas por las mismas galerías y los mismos nombres, independientemente de su contexto geográfico. La tecnología, en teoría, podría haber democratizado el mercado del arte. Las plataformas en línea, las redes sociales e incluso la controvertida NFT han ofrecido nuevas oportunidades a los artistas para llegar a un público global. Sin embargo, la polarización también se manifiesta aquí. Los algoritmos recompensan a quienes ya tienen visibilidad, y las plataformas digitales, al tiempo que derriban algunas barreras, crean otras nuevas relacionadas con la sobreexposición y la saturación del mercado.

Art Basel París
Art Basel París

La polarización del mercado del arte es una lente a través de la cual podemos observar las dinámicas más amplias de nuestra sociedad: la centralización de la riqueza, la espectacularización de la cultura y la marginación de todo lo que no produce un retorno económico inmediato. Sin embargo, detenerse en una simple crítica sería reduccionista. La cuestión crucial no es sólo cómo contrarrestar la polarización, sino cómo repensar el propio valor del arte en un contexto tan estratificado. Si el mercado traiciona la misión del arte, la de generar nuevas visiones, la de representar la experiencia humana en toda su complejidad, nos corresponde a nosotros, comisarios, críticos, coleccionistas y espectadores, reafirmar lo esencial. Esto no significa rechazar el mercado, sino cuestionarlo. ¿Para quién creamos exposiciones? ¿Para quién existen las exposiciones? ¿Podemos imaginar un mercado en el que el valor de una obra se mida no sólo en términos económicos, sino en términos de transformación cultural?

Las respuestas podrían estar en la creación de ecosistemas paralelos. Proyectos de comisariado independiente, residencias de artistas, espacios no comerciales o digitales pueden convertirse en lugares donde el arte recupere una dimensión auténtica y dialogante. La tecnología, a menudo percibida como una fuerza uniformadora, puede utilizarse en cambio de forma crítica, para conectar voces dispares, derribar barreras geográficas y culturales y construir nuevas narrativas que escapen a la lógica del beneficio.

Pero, sobre todo, es necesaria una reformulación ética. Debemos preguntarnos: ¿qué responsabilidad tenemos, como miembros de la comunidad artística, hacia las generaciones futuras? Si el arte es un testimonio de nuestro tiempo, no podemos permitir que refleje únicamente la desigualdad y la exclusión. Necesitamos una visión colectiva, una vuelta a la idea de que el arte nunca pertenece sólo a quienes lo poseen o financian, sino a todos los que se relacionan con él.

La polarización, por inquietante que sea, es también una oportunidad para repensar. En esta brecha entre élite y márgenes, entre fastuosas ferias y ateliers ignorados, se abre un espacio para una nueva ética cultural. En un mundo que parece cada vez más dominado por la concentración, el reto es recrear espacios de inclusión y experimentación. Porque el arte, al fin y al cabo, no es sólo un mercado: es un lenguaje, un sueño, una rebelión.


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