En la larga lista de editoriales que todos los periódicos han dedicado en las últimas horas al drama de Venecia, no se ha mencionado un hecho que se remonta a principios de este año: el 31 de enero, el Ministerio de Patrimonio Cultural promulgó un decreto especial por el que se establecía la restricción de notable interés cultural en el Gran Canal, la Dársena de San Marcos, el Canal de San Marcos y el Canal de la Giudecca. Fue un acontecimiento importante, y no sólo para Venecia, ya que, por primera vez, el Estado notificó un sistema de vías navegables. En respuesta, el Ayuntamiento de Venecia aprobó una resolución para iniciar un recurso ante el Tar contra las medidas ministeriales: se consideraba que el ministerio había invadido de manera “inútil e ineficaz” las competencias sobre protección de los intereses de los residentes que, en cambio, deberían atribuirse al municipio. El difunto Edoardo Salzano, que dedicó gran parte de su vida a la preservación de Venecia, interpretó la medida del Ayuntamiento como su oposición a la protección de Venecia. Y el tema volvería a la palestra no más de tres meses después, cuando un crucero chocó contra un barco turístico en un espantoso accidente en el canal de la Giudecca: muchos habitantes culparon al alcalde de la oposición del ayuntamiento a una medida destinada a mantener alejados de Venecia a los grandes barcos.
La historia reciente de Venecia está plagada de episodios como éste y, al menos por el momento, no parecen darse las condiciones para un giro, para un cambio de mentalidad, para una inversión de tendencia que anteponga el bien de Venecia y de sus ciudadanos a los inevitables intereses económicos que atrae la ciudad. Brodskij ya hablaba de ello en su Fondamenta degli incurabili (Fundaciones de los incurables): todos tienen un ojo puesto en la ciudad, ya que nada como el dinero tiene “un gran futuro por delante”: “corren ríos de palabras sobre la urgencia de revitalizar la ciudad, de transformar todo el Véneto en una antesala de Europa central, de poner en órbita la industria de la región, de ampliar el complejo portuario de Marghera, de aumentar el tráfico de petroleros en la Laguna y rebajar así el fondo marino de la misma, de convertir el Arzanà inmortalizado por Dante en un equivalente del Beaubourg para convertirlo en almacén de la última chatarra internacional, de albergar allí una Expo en el año 2000, etc., etc. Todo este galimatías fluye normalmente de la misma boca (y quizá sin fisuras) que parlotea sobre ecología, preservación, reurbanización, patrimonio cultural y lo que sea. El objetivo es siempre el mismo: la violación. Sin embargo, no hay ningún violador que quiera pasar por tal, y mucho menos ser sorprendido en el acto. De ahí la mezcla de objetivos y metáforas, de retórica sublime y fervor lírico, que hincha los poderosos pechos de los hombres honorables como los de los ”encomendadores". Y eso fue sólo en 1989.
Desde entonces, la situación no ha mejorado. En treinta años, el centro histórico ha perdido casi treinta mil habitantes, pasando de 76 mil en 1991 a 52 mil en 2018, principalmente como consecuencia del desarrollo de un modelo económico incompatible con la aspiración de seguir siendo una ciudad como tal, es decir, un lugar donde nacen, crecen, viven, trabajan y tienen acceso a determinados servicios un determinado número de habitantes. Incompatible también por el hecho de que Venecia tiene límites infranqueables, empezando por el hecho de que su territorio es, por razones obvias, inexpandible, y su parque edificatorio, en consecuencia, limitado. Un artículo publicado hace unos meses en Ytali explicaba bien, con ejemplos en la mano, cómo las razones del turismo y los ingresos (zonas y edificios para uso hotelero o proyectos residenciales de lujo, que ningún veneciano podría permitirse) chocan con la demanda de servicios que debe tener una ciudad (escuelas, parques, teatros, centros culturales). El resultado: "Venecia -escribe el autor del artículo, Mario Santi- se acerca cada vez más a su ’muerte como ciudad’. Y, a la inversa, a la culminación de su transformación en parque turístico.
Alguna débil esperanza de salvación podría venir de laUnesco, que, sin embargo, de momento se ha mostrado impotente ante los problemas que acucian a la ciudad: ni siquiera ha conseguido incluir a Venecia en la lista de bienes en peligro (a pesar de haberlo pedido a gritos este verano), una medida que sería sumamente útil para certificar oficialmente los riesgos que corre la ciudad y abrir un debate serio sobre lo que Venecia necesita para luchar contrael turismo excesivo, la despoblación, la alteración del equilibrio de la laguna y los intereses económicos que podrían asfixiarla. La inclusión de un lugar en la lista del Patrimonio Mundial de la Unesco debería ser un reconocimiento de su singularidad y, por tanto, de su preciosidad: por el contrario, ahora tendemos a considerarlo una especie de sello turístico, una especie de guía estrellada del arte y la naturaleza, en el mejor de los casos buena para planificar un viaje. Pero si queremos que el reconocimiento vuelva a tener sentido, hay que presionar para que la Unesco no oculte la situación de Venecia y declare de una vez su situación de peligro.
La profusión de banalidades sobre Venecia que se han repetido y se seguirán repitiendo en el llamado día después(un flujo ininterrumpido del que, por supuesto, no escapa la presente contribución), ha tenido al menos el mérito de recordarnos, por enésima vez, que anteayer Venecia no amaneció maltrecha por lapleamar, sino por décadas de elecciones equivocadas y letales. El primer paso para salvaguardar la ciudad lagunar es lograr esta toma de conciencia. Después, el segundo es una pregunta: ¿nos importa realmente Venecia? Mientras tanto, a riesgo de enunciar la enésima banalidad, podemos afirmar una certeza: el interés por Venecia no se manifiesta con la trillada retórica de la belleza, con los habituales y pusilánimes tópicos sobre sus atmósferas, con los sentidos lloriqueos de los predicadores del día después. Si de verdad nos importa Venecia, la primera forma de demostrarlo es tenerle respeto. Dicho en términos un poco menos obvios: la singularidad de Venecia reside sobre todo en que aún no se ha convertido en un "museo al aire libre ", como a muchos quizá les gustaría, pero afortunadamente sigue siendo un organismo vivo. Ciertamente asaltado, acosado, violado y herido, pero aún capaz de respirar. En su libro Non è triste Venezia (No es triste Venecia), publicado el año pasado, el periodista Francesco Erbani hablaba de una “ciudad que resiste”, de proyectos como La Vida, un colectivo de habitantes del centro histórico que se han movilizado para salvar el Antiguo Teatro Anatómico, en riesgo de enajenación, y que siguen organizando encuentros y grupos de trabajo para reflexionar sobre un modelo de desarrollo alternativo para la ciudad. Pero la resistencia también puede partir de quienes, pese a no ser de Venecia, se preocupan por ella: informando, invitando a la concienciación y a la comprensión, evitando presionar a la ciudad (recordemos que, en 2018, la CNN incluyó a Venecia en la lista de destinos turísticos a evitar: viajar a la ciudad en verano o en periodos punta es ya una experiencia que roza el masoquismo), y viceversa presionando a la política.
Una política que, para dar una señal, podría adoptar inmediatamente una medida relativamente fácil: el bloqueo de los grandes barcos en la laguna. No será una medida decisiva, porque la protección de Venecia pasa también por otros caminos: la inversión en mantenimiento, en sistemas locales de defensa y en el reequilibrio de la laguna, un modelo que evite considerar el turismo como única opción para la ciudad, la creación de espacios y servicios para los ciudadanos y la circulación de los flujos turísticos. Pero podría ser una forma de inyectar confianza en los ciudadanos y en cualquiera que ame Venecia, de no dejar caer en saco roto declaraciones que hasta ahora han parecido más frases de circunstancias que tomas de posición claras, de demostrar que, después de todo, hasta la política se preocupa por Venecia. Si no se hace algo de inmediato, todo lo que se diga sobre la importancia del patrimonio cultural, la protección de Venecia, la conservación de sus bienes, etc., se convierte en palabrería vacua e inútil. ¿Puede el drama de estos días, dada su excepcionalidad e imprevisibilidad, llevarnos, si no todavía a una inversión de la tendencia, al menos a un debate basado en el supuesto de que Venecia es un bien de todos?
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