En nuestro país, más claramente que en otros, son manifiestos y evidentes los grandes recursos económicos que los hombres ricos del pasado, fueran príncipes, papas, banqueros, capitanes de fortuna, gastaban en embellecer sus cortes y sus ciudades, y para darse cuenta de ello basta con darse un paseo por alguno de nuestros muchos centros históricos. Eran, sin duda, intervenciones autocelebratorias destinadas más a explicitar el poder del mecenas que a hacer más felices y agradables los días de los ciudadanos, siervos o súbditos: sin embargo, cualquiera que viviera, sin distinción de riqueza o cultura, en la Florencia de los Médicis, en la Venecia de los dux, en la Roma de los papas, podía admirar las obras creadas a diario por los más hábiles artesanos, artistas y arquitectos de la época. Un disfrute aún mayor si entonces se pertenecía a esa élite afortunada a la que se permitía el acceso a los lugares menos accesibles: salas y salones de representación, estancias privadas, destinadas a unos pocos y a las que hoy sólo podemos acceder como turistas, o como usuarios ocasionales si estas salas se han reconvertido para otros usos. Dando un salto atrás en el tiempo (en aras de la brevedad) hasta nuestros días, la impresión es que, aunque sigue habiendo sujetos económicamente significativos que invierten en arte y cultura (Prada, Maramotti, Sandretto Re Rebaudengo, Fendi, Ferragamo, por citar sólo algunos), sólo es la “élite cultural” la que disfruta de sus inversiones, mientras que quienes no han tenido la suerte de desarrollar cierto tipo de sensibilidad artística permanecen excluidos, ignorantes de la existencia de tal museo o fundación privada, o incapaces de cruzar el umbral.
Pensando aún más de cerca, entre los sujetos privados más activos en nuestro país en la creación de fundaciones y colecciones o en la financiación de exposiciones, quienes han logrado traspasar las vallas de las revistas especializadas o de las crónicas locales han sido aquellos mecenas contemporáneos que han tenido la oportunidad de construir nuevos edificios o de reurbanizar espacios antaño destinados a otros usos, o en todo caso de realizar intervenciones estructural y a veces incluso urbanísticamente relevantes para hacerlas inmediatamente visibles y reconocibles. Acciones como éstas no son nada fáciles, sobre todo en una Italia en la que las limitaciones urbanísticas y paisajísticas representan a menudo un problema para quienes están dispuestos a presentar y asumir un proyecto audaz o estructuralmente complejo.
Si bien el Art Bonus, es decir, el crédito fiscal del 65% reservado a las empresas que invierten en cultura es, números en mano, sin duda una herramienta importante y muy utilizada por las empresas (555 millones de euros donados por las empresas para la cultura, en un período que va desde la introducción de la herramienta en 2014 hasta abril de 2021), esto no es suficiente, y como bien dice el Ministro de Cultura, Dario Franceschini, hay que aspirar a un nivel de madurez en el que, dentro de los balances sociales, se dedique una partida a las inversiones en cultura, y luego quizás en el futuro (y esto podría añadirse) en el que, junto a un balance social y un balance medioambiental, también pueda tener dignidad un balance cultural. Si es cierto que las grandes empresas que no invierten en cultura deberían avergonzarse de sí mismas (citando de nuevo a Franceschini), entonces también debe existir una comunidad madura que también tenga la capacidad de avergonzarlas, y por tanto debemos esperar un futuro en el que los consumidores estén cada vez más dispuestos a recompensar con sus acciones de compra a aquellas empresas que invierten parte de su capital en cultura, como ya ocurre con las empresas que prestan atención a las cuestiones medioambientales o sociales. Al mismo tiempo, sin embargo, los grandes grupos que invierten en esta dirección deben tener la oportunidad de hacer reconocible y visible su intervención. ¿En qué medida han contribuido los edificios de Peggy Guggenheim a dar a conocer la Fundación al gran público y a caracterizar la estética (aparte de Venecia) de los lugares donde se ubican y de los que todos nos beneficiamos gratuitamente? ¿En qué pensamos cuando vemos la sede de la Fundación Louis Vuitton? ¿Tenemos necesariamente que entrar en ella para disfrutarla?
Habrá quien hable de lavado cultural, del mismo modo que ya se habla de forma generalizada de lavado verde, pero si la intervención de inversión cultural la realiza una empresa que opera dentro de la legalidad, ¿por qué deberíamos empezar a discutir inmediatamente si la acción está impulsada más por un espíritu fiscal/comercial que por uno puramente filantrópico? Es indudable que habrá sujetos que a través del arte y la cultura intentarán comprar la paz social, u obtener concesiones para realizar acciones que podrían estar en el centro de una discusión de conveniencia, pero es un riesgo que debemos asumir, sin abdicar de la crítica, pero con un enfoque más laico y menos moralista. La historia del arte, la arquitectura y la regeneración urbana continuará sin nosotros, por lo que cada vez correremos más el riesgo de quedarnos en la periferia, destinados a convertirnos en una gran Disneylandia de la cultura donde, en el mejor de los casos, nos encontraremos celebrando otro edificio del siglo XIX o XX convertido en museo o fundación, y lo más colorido y atrevido que nos permitiremos será un bonito mural que aporte un poco de color a nuestros grises suburbios.
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