En una de sus intervenciones más interesantes de los últimos días, el Ministro de Bienes Culturales, Dario Franceschini, ha acogido favorablemente la idea de regular el acceso a los lugares más frecuentados de Venecia. Es una hipótesis que agrada a la administración de la capital veneciana: ésta, a través de un concejal de la lista del alcalde Brugnaro, ha hecho saber que, sin embargo, el primer ciudadano sigue "oponiéndose al número cerrado pero no a mecanismos de regulación en horas punta, como ocurre en Dubrovnik, que tiene un semáforo en la carretera principal que se pone en rojo cuando llegan ocho mil personas y entonces ya no se puede entrar. Podemos llamarlo mecanismo de regulación, entrada con control de flujo o acceso con un número cerrado diferente, pero el fondo no cambia: el objetivo es evitar que llegue demasiada gente a los centros neurálgicos de la vida turística de Venecia.
Plaza de San Marcos en Venecia. Crédito de la foto |
La apertura al número cerrado (perdón: a los mecanismos de regulación) sólo podía ser la consecuencia natural de las políticas ministeriales. La reforma del MiBACT y las posteriores medidas adoptadas por los últimos gobiernos han seguido principalmente dos direcciones: la concentración de fondos y autonomía en unas pocas realidades situadas en su mayoría en grandes ciudades, y el deseo constante de centrarse en los grandes números (todos tenemos en mente los tonos triunfalistas con los que el ministro anuncia constantemente la superación de récords de visitantes en los museos, o el éxito de los nefastos "domingos gratuitos"). Ahora esta política de ignorar sistemáticamente el patrimonio generalizado pasa factura, y se pretende reparar el daño con una medida insensata y profundamente errónea, que desde luego no puede ser decisiva, y mucho menos señalar el camino hacia una valorización adecuada de nuestro patrimonio cultural.
Introducirel acceso cerrado a un yacimiento o monumento no es más que una forma de ocultar la raíz del problema. En otras palabras: no nos preguntamos por qué los turistas eligen un lugar en lugar de otro. No nos preguntamos por qué hay algunos sitios que son literalmente asaltados, o si ciertas iniciativas no agravan la situación en lugar de mejorarla. Pienso en los mencionados domingos gratuitos, que a menudo pesan sobre equilibrios ya de por sí delicados: incluso en Pompeya, con ocasión de ciertos domingos gratuitos, se introdujo el lógico disparate de un número cerrado para regular el acceso. Y el ministro había sugerido incluso a la superintendencia “privilegiar las visitas cortas”.
Los mecanismos de regulación de la afluencia harían entonces que nuestras ciudades se parecieran cada vez más a parques infantiles: la adopción de tal medida certificaría una estrepitosa derrota, sancionaría la transformación definitiva de monumentos, plazas y museos en atracciones sucedáneas de parques de atracciones, sería la guinda del pastel de años de elecciones equivocadas en materia de promoción, turismo y valorización. Hace unos meses se propuso introducir un sistema de números cerrados también para regular el acceso a los pueblos de las Cinque Terre: huelga decir que una medida así es totalmente aberrante, porque significaría que ya no podemos pensar en nuestras ciudades como lugares que viven una vida propia, sino simplemente como atracciones para turistas.
Entonces, ¿cuál puede ser la forma de resolver los problemas que el turismo de masas conlleva necesariamente? Es una cuestión de opciones y oportunidades: una posible alternativa podría ser apostar por el patrimonio menos conocido, por el patrimonio difundido, tratando de hacer llegar el mensaje de que además de los sitios más populares hay muchas otras realidades no menos dignas de ser visitadas, conocidas, apreciadas. La idea debería ser mover los flujos, más que regularlos: pero si la segunda opción es sin duda la solución más fácil y menos exigente, no puede decirse lo mismo de la primera. Porque sería necesario repensar las estrategias, cuestionar años de campañas de promoción que siempre se han centrado en los lugares de siempre, implicar a un gran número de actores (empresas y actividades de la zona, operadores turísticos, museos, superintendencias, autoridades locales) y, sobre todo, planificar acciones a largo plazo: difícil en un momento en que la política se muestra cada vez menos amplia de miras y cada vez más cortoplacista. Lo que hace falta, en definitiva, es un cambio de paradigma, empezar a pensar que los resultados no deben ser los fáciles e inmediatos, sino los que se manifiestan a distancia: son también los resultados que garantizan una mayor estabilidad. Y nunca como en estos tiempos nuestros bienes culturales necesitan estabilidad, planificación y acciones serias y específicas.
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