También puede tener sentido ponerse del lado de quienes no ven con buenos ojos la idea de instalar un monumento a Gabriele d’Annunzio en Trieste: no es el momento histórico adecuado, y en un momento de resurgimiento del nacionalismo, el acto de la administración municipal local podría considerarse una provocación. Una cuestión de prudencia, en definitiva. Sin embargo, lo cierto es que las motivaciones para posicionarse en contra del monumento no pueden ser las esgrimidas por Tomaso Montanari en su artículo publicado el 2 de septiembre en Il Fatto Quotidiano, y ello por varias razones, que pueden reducirse sustancialmente a una: de la pieza de Montanari, la figura de Gabriele d’Annunzio sale fuertemente simplificada, cuando no trivializada, y la complejidad de su relación con el fascismo se resuelta en unas cuantas suposiciones que no sólo no reconstruyen con el debido rigor (que debería ser máximo incluso y sobre todo en un artículo destinado a un vasto público, como el de Il Fatto Quotidiano) la relación que d’Annunzio mantuvo con el fascismo, sino que, peor aún, tienden a enmarcar este vínculo en una especie de visión maniquea de la cultura durante los veinte años del fascismo.
Incluso empezar con palabras tomadas del Manifiesto de los intelectuales fascistas es una operación que no parece muy oportuna, ya que sería necesario proceder a la debida contextualización, al menos a nivel básico (por ejemplo, dividiendo a los que se adhirieron por convicción de los que en cambio lo hicieron por conveniencia: una operación también ciertamente trivializadora si se produce con el objetivo de elaborar una lista, pero que sin embargo puede dar una idea mínima). Sobre todo si luego Montanari decide tachar de “hombres de mierda” a todos los que se adhirieron al Manifiesto (se cita a Pirandello, Ungaretti, Corrado Ricci) citando una frase de Piero Calamandrei (“estos son los hombres de mierda que representan la cultura italiana bajo Mussolini”), extrapolada sin embargo del contexto en el que fue escrita por el gran padre constituyente florentino: Calamandrei no se refería a los firmantes del manifiesto, sino que más simplemente comentaba, en su diario, un episodio protagonizado por Pietro De Francisci, que en 1939, año del que data la frase, era presidente del Instituto Fascista de Cultura, y que’había sido objeto de burlas por parte de Achille Starace en una reunión de jerarcas fascistas (De Francisci había declarado que, dada su edad y su estado de salud, no se sentía capaz de hacer frente a las pruebas atléticas exigidas a los jerarcas, razón por la cual había sido objeto de burlas por parte del entonces secretario del Pnf: no haber movido una sola palabra para rebatir a Starace le había valido el epíteto despectivo de Calamandrei, quien, sin embargo, en su diario decidió dirigirlo no a De Francisci, sino a una pluralidad genérica, como es habitual en contextos coloquiales).
Una cosa es, por tanto, hablar, por ejemplo, de Margherita Sarfatti, que tuvo un papel público particularmente importante en la promoción de la cultura fascista (aunque la historiografía haya reconsiderado recientemente sus relaciones con el régimen, por las que ella misma se vio afectada más tarde), y otra muy distinta recordar a un intelectual como Lionello Venturi, que firmó el manifiesto de los intelectuales fascistas y, sin embargo, en 1931, aunque no era hostil al fascismo (“cuando salí de Italia”, escribiría más tarde, “de experiencia política antifascista sólo tenía la de haber participado en la Alleanza Nazionale donde me había colocado mi querido amigo Lauro de Bosis”), se negó a prestar el juramento al fascismo impuesto a los profesores universitarios, y ello sin embargo sobre la base de decisiones bastante controvertidas (lo que demuestra aún más la insensatez de dividir a los buenos de los malos sobre la base de una firma), otra cosa es examinar el papel de Gabriele d’Annunzio que, como ya debería saber la mayoría a estas alturassi no se le puede considerar antifascista (sería ridículo), tampoco se le puede encuadrar tout court en las filas del fascismo (y no hay que olvidar que incluso hablar genéricamente de “fascismo” y de “antifascismo” es, en sí mismo, una operación de banalización).
Gabriele d’Annunzio en 1904 |
Gabriele d’Annunzio en Fiume con un grupo de legionarios |
Gabriele d’Annunzio con Benito Mussolini |
Mientras tanto, d’Annunzio no era, como parece aludir Montanari, un “partidario de la violencia escuadrista de un fascismo que ya había matado a Giacomo Matteotti” (además, los titulares de Il Fatto Quotidiano cometen un error garrafal al atribuir a d’Annunzio la cita sobre el escuadrismo extraída del Manifesto degli intellettuali fascisti cuyo texto, como todo el mundo debería saber, fue redactado por Giovanni Gentile). Es cierto que muchos de los legionarios de d’Annunzio fueron a engrosar las filas de los escuadrones fascistas y que varios historiadores (Duggan, Pupo, Tacchi y otros) han identificado en laexperiencia de Fiume (y, a este respecto, habría que recordar también la Carta de Carnaro antes de componer rígidos cuadros) algunos de los pródromos y algunas de las inspiraciones del futuro escuadrismo fascista, pero muchos coinciden también en atribuir a d’Annunzio una especie de aversión a la violencia de los escuadrones. Cuando d’Annunzio escribió Il libro ascetico della giovane Italia (El libro ascético de la joven Italia) en 1923, se preguntaba si la invocación del espíritu podría tener poder “sobre tanta carne aglomerada, sobre tanto exceso de hueso y músculo, sobre tanta presteza de consejo varonil, sobre tanto cuerpo a cuerpo y reyerta de apetitos dentados”: A menudo se vislumbra en esta metáfora una clara alusión a las reuniones fascistas y a la violencia de sus escuadrones.
Del mismo modo, no se puede asociar negativamente el nombre de d’Annunzio al de Matteotti con una certeza tan granítica, si es cierto que, cuando en una carta enviada el 23 de julio de 1924 al comandante Enrico Grassi decía estar “muy triste por esta ruina fétida”, el poeta pretendía referirse alasesinato del diputado socialista, como muchos han interpretado (aunque, en aras de la exhaustividad, hay que precisar que, según otros, d’Annunzio, con su frase, pretendía pintar un fresco muy rápido de la situación que vivía entonces el fascismo: en cualquier caso, es cierto que estas palabras suyas, al haber adquirido resonancia desde que Tito Zaniboni las difundió públicamente, causaron sensación).
La cuestión es que, conociendo al personaje y su biografía, no cabe esperar de d’Annunzio el fraseo de un evaluador, o a lo sumo el de un observador que se posiciona abiertamente a favor o en contra, salvo en contadas ocasiones: d’Annunzio fue artista toda su vida, incluso cuando llevaba el disfraz de publicista, de voluntario de guerra, de diputado, de mayor del Ejército Real, de Comandante de la Regencia Carnaro. Es más, a partir de 1922 también había decidido renunciar a cualquier otra vestimenta que no fuera la de artista (de nuevo del Libro ascético: “He desterrado de mí todo resplandor de gloria. Ya no amo la gloria; y me avergüenzo de haberla amado, de haberla seguido. [...] No tengo ambición de señorío, ni de alabanza, ni de favor, ni de riqueza. [...] He vendido mis caballos de armas a los labradores”; y más tarde, el 5 de septiembre de 1924, en una carta abierta a la provincia de Brescia: "A todos los políticos, amigos o enemigos, conviene, pues, desesperar ya de mí. Amo mi arte renovado, amo mi casa donada. Nada ajeno me conmueve, y me río de cualquier juicio ajeno’).
Y si es realmente necesario ponerle una etiqueta, quizá la más adecuada siga siendo la que le habría cosido Montanelli en los años setenta, cuando en uno de sus ensayos sobre los primeros años del fascismo afirmaba que d’Annunzio lanzaba a menudo acusaciones contra el fascismo, sin renunciar por ello a su papel de “oráculo por encima de la refriega”: un papel, el del“oráculo”, que le convenía más que a nadie, y que el poeta trató de interpretar con la mayor constancia y retórica posibles.
Por último, el supuesto con el que Montanari cierra su artículo parece estar impregnado de ese maniqueísmo mencionado al principio: en privado, d’Annunzio expresaba su desprecio por el “fascismo gubernamental” (un supuesto que no es del todo cierto, dado que algunas de las decisiones del régimen eran, por el contrario, apreciadas por el poeta), pero en público no hablaba. Ergo, d’Annunzio representaría “de la peor manera la traición del intelectual”. Evidentemente, la historia era mucho más compleja de lo que Montanari la reduce en las líneas finales de su obra: en el contexto habría que hablar también de los temores de Mussolini hacia d’Annunzio, del hecho de que el poeta recibía sustanciosos estipendios pero también estaba constantemente vigilado, del hecho de que aunque nunca estuvo del lado de los fascistas profesaba lealtad a Mussolini (aunque a veces no cumpliera su palabra, como demuestra el caso de la carta al comandante Grassi), de su deseo de retirarse de la arena política y profesar un largo aislamiento intelectual (aunque interrumpido de vez en cuando).
Por supuesto, todos estamos de acuerdo en que la figura de d’Annunzio no debería figurar entre las susceptibles de "santificación". Pero también deberíamos convenir en que la complejidad de sus acontecimientos biográficos, artísticos y políticos no puede reducirse a esquemas rápidos y nocionistas divididos en polos positivos y negativos.
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