Hubo muy poco debate al respecto, pero entre las medidas contenidas en la Ley de Presupuestos para 2019, también hubo un recorte de 2,35 millones de euros a los museos autonómicos, recogido en el apartado 804 del artículo 1: “los institutos y museos con régimen especial de autonomía [...] pondrán en marcha procesos que aseguren una mayor eficacia en la consecución de los objetivos institucionales perseguidos, tendentes a garantizar mayores ingresos propios a partir del año 2019; a tal efecto, no les serán de aplicación las reglas de contención del gasto previstas en la legislación vigente. En consecuencia, se reducen en 2.350.000 euros, a partir del mismo año, los créditos para gastos de funcionamiento de los correspondientes centros de responsabilidad que se asignarán a los mencionados institutos y museos”. Traducido del lenguaje burocrático, esto significa que el Gobierno espera que la autonomía de los institutos museísticos “especiales” se traduzca en mayores ingresos, como para justificar una reducción de las contribuciones concedidas por el Estado.
Esta medida da que pensar. Mientras tanto, cabe preguntarse en qué medida los recortes sancionados por la ley presupuestaria afectarán a las actividades de los museos. Si tenemos en cuenta que en 2017 (último año para el que se dispone de encuestas), los museos autonómicos generaron unos ingresos brutos de 150 millones de euros solo por venta de entradas (que, sin embargo, se reducen a un neto de 130 millones si consideramos las participaciones debidas a las concesionarias de los servicios de venta de entradas), la cifra puede no parecer tan elevada, ya que supone un descenso inferior al 2%. Pero no deja de ser un recorte (y tengamos en cuenta que cerca de nosotros, en España, el gobierno ha decidido, por el contrario, invertir sustancialmente en los museos) que, además, hay que ver en su contexto, el de laautonomía financiera de los museos. En concreto, deberíamos preguntarnos si Italia puede permitirse conceder cada vez más autonomía financiera a los museos (porque el recorte decidido por el gobierno empuja explícitamente en esta dirección), o si no sería más oportuno considerar, por un lado, hasta qué punto los museos siguen dependiendo del Estado y, por otro, qué efectos puede tener la autonomía financiera de los grandes museos sobre los más pequeños.
Partiendo de este último punto, hace aproximadamente un año, en las semanas en que el mandato de Dario Franceschini al frente del Ministerio de Cultura tocaba a su fin, estas páginas proponían una lista de prioridades para el ministro que ocupara su lugar en el Collegio Romano. Y es que la reforma concentraba los recursos en manos de los institutos independientes: en 2016, los museos independientes habían generado el 54% del público total de los museos estatales, y el 77% de los ingresos. Con la reforma (concretamente con el decreto ministerial del 19 de octubre de 2015), se introdujo una medida que obligaba a los museos independientes a destinar el 20% de sus ingresos por venta de entradas a un fondo nacional de solidaridad creado para permitir la supervivencia de los museos más pequeños y menos visitados. Sin embargo, incluso después de deducir ese 20%, en 2016 los museos autónomos tenían garantizado el 62% de los ingresos procedentes del 54% de los visitantes, y en 2017 la desigualdad se amplió ligeramente, ya que los museos autónomos registraron el 53% del total de visitantes, pero aun así representaron el 77% (que sigue correspondiendo al 62% si se tiene en cuenta el 20% destinado al fondo de solidaridad). El hecho de que los ingresos por venta de entradas se concentren principalmente en los grandes museos no debería sorprender: suelen tener precios de entrada mucho más elevados (y varios museos pequeños, por el contrario, suelen tener entrada gratuita), y a veces cobran recargos en el caso de las exposiciones temporales.
Sin embargo, incluso si los museos autónomos recibieran la totalidad de sus ingresos, esto no sería suficiente para garantizarles una autonomía financiera plena en estos momentos. Es interesante, en este sentido, citar una reciente investigación de Stefano Consiglio y Marco D’Isanto, titulada I modelli di business delle strutture museali italiane: fondazioni e musei autonomi a confronto e incluida en el Rapporto Federculture 2018: se trata de una encuesta que analizaba, entre los diversos aspectos relacionados con la gestión de los museos autónomos creados por la reforma Franceschini, también el grado de dependencia de las aportaciones públicas de siete instituciones examinadas. Lo que surgió es una realidad obvia y dada por sentada para quienes trabajan en el sector: es decir, no hay museos autónomos en Italia (al menos entre los encuestados) que consigan estar totalmente libres de financiación pública.
En la contribución de Consiglio y D’Isanto, los museos no se mencionan directamente en las tablas (en su lugar aparecen siglas), pero los nombres se obtienen fácilmente cruzando los datos con las estadísticas proporcionadas por MiBAC. El mejor resultado lo obtienen las Galerías Uffizi, con un 89% de independencia (y, por tanto, un 11% de dependencia de las aportaciones públicas), seguidas, a la par, por las Gallerie dell’Accademia de Venecia y la Reggia di Caserta, ambas dependientes del Estado en un 16%. Les siguen el Museo Arqueológico de Nápoles (19%) y el Museo Arqueológico de Reggio Calabria, que necesita aportaciones públicas correspondientes a una cuarta parte de sus ingresos para funcionar. Mucho más alejadas se encuentran la Pinacoteca di Brera (vinculada al Estado en un 59% de su presupuesto) y la Galleria Nazionale dell’Umbria, que incluso depende del Estado en un 92%. Y, desde luego, no puede decirse que la Galleria Nazionale dell’Umbria o la Pinacoteca di Brera tengan graves problemas de ineficacia, ya que, en el caso del museo de Perugia, los ingresos medios por visitante (4 euros: el índice se calcula sobre la relación entre los ingresos por ventas directas, es decir, excluidas las contribuciones del Estado, y el número de visitantes) es superior al del Museo Arqueológico de Reggio Calabria (3 euros) y ligeramente inferior al de la Reggia di Caserta (6 euros), mientras que para la Pinacoteca di Brera el ingreso medio es el segundo más elevado (10 euros), inmediatamente después de los Uffizi (11 euros). La Gallerie dell’Accademia de Venecia y el Museo Arqueológico de Reggio Calabria alcanzan los 7 euros por visitante.
Una sala de las Galerías de la Academia de Venecia. Foto Crédito Ventanas al Arte |
Estos índices siguen casi servilmente el coste de las entradas para acceder a los distintos museos: la Galería Nacional de Umbría y el Museo Arqueológico de Reggio Calabria tienen las entradas de precio completo más bajo (8 euros), mientras que los Uffizi son el museo más caro (el acumulado para visitar todos los museos del complejo cuesta 38 euros en temporada alta, 18 en temporada baja). Si relacionamos el índice ingresos/visitante con el coste de la entrada, resulta que la Pinacoteca di Brera es el museo más eficiente, ya que con una entrada a precio completo de 12 euros (el mismo coste que la Gallerie dell’Accademia de Venecia o la Reggia di Caserta) alcanza un índice de 10. Y para los museos gestionados con el modelo de fundación (también objeto de la encuesta de Consiglio y D’Isanto) la situación no es tan diferente: aparte de los Musei Civici de Venecia, que son autónomos en un 96%, la clasificación desciende, por ejemplo, hasta el Museo Egizio (ligado al Estado en un 23% de sus ingresos) y hasta el Museion de Bolzano, dependiente en un 97% de las aportaciones públicas.
Para hacer frente a los posibles recortes de las aportaciones públicas, los museos autónomos sólo tienen dos posibilidades: la primera es aumentar sus ingresos directos, un objetivo que sólo puede alcanzarse de dos maneras, es decir, intentando llegar a más visitantes o subiendo los precios. En el primer caso, se trata de una vía deseable para muchos, menos practicable para otros (pensemos en los Uffizi, que podrían aspirar a un mayor número de entradas en los meses de invierno, pero que ya están saturados en primavera y verano), complicada aún para otros (por ejemplo, para los museos menos conocidos, que necesitarían grandes inversiones en modernización de recorridos o en comunicación: difícil en una situación de reducción de las contribuciones). En el segundo caso, el ajuste de los precios (ya sea de las entradas, que para muchos ya son elevadas, o de los cánones o derechos de concesión) podría tener efectos negativos, ya que un aumento de las tarifas podría provocar una contracción de la demanda (sin considerar los efectos que un aumento de las entradas podría tener en la percepción pública de la imagen del museo). La segunda posibilidad es aplicar políticas de ahorro, pero las consecuencias podrían ser perjudiciales: tomemos el ejemplo reciente de Turín, donde una biblioteca muy importante corrió el riesgo de cerrar debido a los recortes de la Fondazione Musei local. Es obvio que si una entidad tiene que aplicar recortes, lo hará en las ramas de su actividad consideradas menos productivas: esto significa cierres de servicios (una biblioteca es poco productiva, hablando por supuesto según una pura lógica de rentabilidad) o, en el mejor de los casos, reducciones de horarios que podrían afectar a las materias más débiles de un complejo museístico (los museos con menos visitantes, los que atraen a menos público).
Hay que partir de la base de que el objetivo último del museo no es la producción de beneficios, sino la creación de un “dividendo social que pueda mejorar la capacidad general de una comunidad para disfrutar de los productos culturales”, por utilizar las mismas palabras que Consiglio y D’Isanto. El debate, por tanto, no debería centrarse en cómo hacer que los museos sean totalmente autónomos, un objetivo difícil de alcanzar, sino en cómo hacer que su gestión sea más eficiente y sus modelos de negocio más rentables, también a la luz del hecho de que junto a unos pocos museos que pueden permitirse acercarse al 100% de autonomía, hay una gran cantidad de museos más pequeños que, por el contrario, sólo pueden soñar con depender exclusivamente de sus propios ingresos. Y, sin embargo, son precisamente los museos más pequeños los que casi siempre quedan excluidos del debate, a pesar de que colectivamente (y sólo cuando se habla de museos estatales) garantizan más de la mitad de los visitantes. Y sin tener en cuenta el hecho de que los museos menores, a pesar de su posible mínimo valor de ingresos, no dejan de producir un valor cultural de extrema importancia para una ciudad o una comunidad: éste es el resumen básico del que debería partir cualquier análisis.
No se trata, desde luego, de sugerir un improbable retorno al pasado, ni de lanzar una diatriba contra la autonomía de los museos, que en varios casos ha producido beneficios tangibles: no olvidemos que la autonomía implica también la agilización de los procesos de toma de decisiones, y cuando hablamos de “autonomía” en sentido amplio, nos referimos también a la autonomía cultural y científica de un museo. Sin embargo, no se puede dejar de observar cómo la reforma ha dejado el campo abierto a algunas contradicciones flagrantes, una de las cuales fue bien destacada por Francesco Zammartino en su artículo La riforma dei musei statali italiani al vaglio dei criteri di efficienza e semplificazione, publicado en la revista científica Dirittifondamentali.En ella: “considerar la clasificación de los museos, que”, escribe Zammartino, “divididos en ’museos de gran interés nacional’ y por tanto dotados de una autonomía especial, y ’museos menores’, determina un peligro evidente para estos últimos de quedarse sin los recursos financieros adecuados, constata también que la reforma no dice nada sobre cómo se estructurarán y financiarán, ni sobre cómo se pretende relanzarlos”. La cuestión de los museos menores es, en definitiva, un nudo crucial que debe abordarse en el marco más amplio de un debate sobre la autonomía de los museos que también tenga en cuenta estos aspectos.
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