Museos, ser inclusivos y acogedores no significa banalizar las propuestas


La transformación participativa del museo moderno no debe intensificarse como una persecución de visitantes distraídos: significa prestar atención a las necesidades de nuestros grupos de interés, mediante la articulación de iniciativas adecuadas y, sobre todo, pertinentes.

La transformación participativa del museo moderno no debe intensificarse como una persecución de visitantes distraídos, una especie de adaptación a un público que cada vez parece más desprevenido y perdido (¿no es más bien una consecuencia del crecimiento exponencial e incluso temerario del número de entradas, provocado sin duda por los efectos del turismo de masas, pero también por el evidente sesgo cultural que evalúa el éxito de un museo únicamente por la venta de entradas?) Este enfoque, que ve a la institución subordinada a los supuestos caprichos de su público objetivo o a las seducciones de las modas pasajeras (los consejos de los influencers, las exposiciones más sensacionales...), ha terminado por dañar la calidad de la oferta cultural y, sobre todo, el papel proactivo que el museo (como la escuela, la biblioteca, el archivo, hasta la televisión pública) puede pero también debe asumir con respecto al contexto social. Ser inclusivo y acogedor, además de “atractivo”, no significa resignarse a una banalización instrumental de las propuestas, sino prestar atención a las necesidades de nuestros interlocutores, mediante la articulación de iniciativas adecuadas y sobre todo “pertinentes”, capaces de hablar a la diversidad de nuestros públicos, abordando los problemas y las cuestiones que el mundo contemporáneo nos somete continuamente. Por lo tanto, no se trata de entretener al público con artilugios insólitos, sino de esforzarse por transformar la experiencia museística en un viaje significativo (dando a la palabra “experiencia” el significado de implicación consciente y transformadora). Lejos de demonizar la visita al museo como mero entretenimiento: al contrario, en un museo es esencial sentirse libre y a gusto, y las investigaciones en la materia demuestran que la experiencia del arte -si se propone de forma adecuada, por ejemplo, con la iluminación adecuada, con estímulos eficaces y con soportes didácticos claros y comprensibles- transmite una sensación de verdadero bienestar, hasta el punto de reducir el estado de ansiedad, con efectos que también pueden apreciarse a nivel biométrico. Así pues, el museo de la relajación, el encuentro y el placer es de agradecer: Henri Focillon ya afirmaba (¡en los años veinte!) que en el museo, ante todo, hay que ser feliz.

En los últimos años, la famosa dicotomía “museo templo/museo foro” acuñada por Duncan Cameron allá por 1971 ha terminado por tergiversarse, fomentando adaptaciones incompatibles con la vocación educativa de las colecciones: si era más que legítimo -tras el 68- impugnar la imagen pantanosa y elitista que caracterizaba sobre todo a las colecciones de arte, lo que se perfilaba era la necesidad de una mayor implicación de los visitantes en términos de sensibilización y valoración crítica de las propuestas culturales. Ya en 1972, con la Conferencia ICOM UNESCO de Santiago de Chile, se propuso el principio del museo “integral”, es decir, de un museo puesto totalmente al servicio de la comunidad. Conviene recordar que no es sólo el público el que debe preocuparnos, sino sobre todo los “no públicos”, las personas que no van al museo por las razones más variadas: a menudo por un sentimiento de inadecuación, por miedo a sentirse excluidos y a sentirse incómodos. El museo debe tener la capacidad de ser un “lugar de reconocimiento”: un espejo donde todos, independientemente de su condición (edad, sexo, profesión, origen...) y experiencias, puedan verse representados.

Yoga en el Museo V&A
Yoga en el Museo V&A

Una de las interpretaciones más interesantes del museo moderno, aportada por Jennifer Barrett en un volumen de 2011(Museums and the Public Sphere, Wiley-Blackwell), es la que lo identifica como un espacio para la elaboración del pensamiento político, un contexto para el ejercicio de la ciudadanía activa. Precisamente por ser el lugar privilegiado de la experiencia estética, de la relación con el arte, de la confrontación con la memoria colectiva y la historia, el museo constituye un contexto ideal para la manifestación del libre albedrío, para el intercambio de ideas y opiniones. Y esta vocación no debe considerarse un logro reciente, sino una cualidad intrínseca del espacio donde se desarrollan el sentido crítico, el gusto, el sentimiento de pertenencia y la capacidad de interpretar y conectar. La literatura artística atestigua ampliamente que, desde principios de la Edad Moderna, las colecciones y los museos se frecuentaban sobre todo como espacios de diálogo, lugares donde practicar el arte de la conversación. Ya en el siglo XX, en el periodo de entreguerras, surgió el concepto de “museo vivo”, que proponía una versión democrática de esta inclinación, defendiendo la relevancia cívica del espacio expositivo y su deber de “participar en la vida pública”.

En torno a estas cuestiones gira la diversificación de las experiencias museísticas: no se trata de atracciones efímeras, es decir, destinadas a suscitar intereses fortuitos, sino de ocasiones para reflexionar sobre nuestro presente, sobre la relación con la memoria colectiva, sobre las identidades. Siempre que la gente capte la importancia y autenticidad de estos estímulos y tenga el deseo de formar parte de ellos, el museo puede hacer todo tipo de propuestas: el límite no lo veo en el tipo de actividades, sino en el objetivo que uno se fije y el mensaje que quiera transmitir. Dado que las colecciones de los museos deben ser protegidas en su integridad material y simbólica, no veo en principio ninguna incompatibilidad, pero estoy en contra de cualquier forma de manipulación arbitraria de las obras de arte y de los objetos, cuyo valor debe ser respetado independientemente de su valor como documentos históricos, así como productos/testigos de los acontecimientos (humanos, artísticos, culturales) de las comunidades y de los individuos. Desde desfiles de moda a degustaciones gastronómicas, pasando por animaciones culturales y debates públicos, el museo puede legítimamente planificar iniciativas destinadas a detectar una urgencia, una necesidad, una crisis (en el pleno sentido etimológico de esta palabra). Precisamente por su condición de institución cultural encargada de la conservación del patrimonio, es un deber preciso del museo contemporáneo entrar en el discurso público sobre los derechos humanos, la paz, la crisis climática, la igualdad de género, la protección de los más frágiles, los grandes procesos de reelaboración de los relatos historiográficos y la consiguiente descolonización. Y esta participación en la dimensión colectiva tiene que ser efectiva, incluso descarada si procede. El patrimonio está sometido a continuos e inevitables procesos de reinterpretación: es justo que así sea, para que el propio patrimonio siga siendo “vital” y siga hablando a nuestro presente. El museo debe saber ser promotor y garante de estos procesos, asumiendo toda la responsabilidad que es propia de toda institución pública.

Esta contribución se publicó originalmente en el nº 22 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte sobre papel. Haga clic aquí para suscribirse.


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