El artículo que está a punto de leer es el resultado de una larga reflexión. No tanto sobre el contenido, pues eso se nos habría ocurrido casi de improviso, como sobre la conveniencia o no de publicarlo: De hecho, antes de hacerlo, nos preguntamos si no habría sido mejor dejar correr la noticia de la petición en línea lanzada por una tal Mia Merrill, ciudadana neoyorquina que pide de hecho al principal museo de su ciudad, el Metropolitan Museum of Art, que tome medidas para estigmatizar el contenido de un cuadro de Balthus (París, 1908 - Rossinière, 2001), conocido como Thérèse Dreaming y que representa a una niña de doce años, Thérèse Blanchard, sentada en una silla en una pose desaliñada que revela sus bragas al espectador. En la petición, la obra se hace pasar por un cuadro que “romantiza la sexualización de una niña”: leemos que “es inquietante que el Met pueda exhibir con orgullo una imagen así”, que “el Met, quizá sin saberlo, apoya el voyeurismo y la reducción de los niños a objetos”, y que “no se pide censurar, destruir o no volver a exhibir el cuadro, sino considerar seriamente las implicaciones de exhibir ciertas obras de arte en las paredes del Met, y ser más concienzudos a la hora de contextualizar ciertas obras ante las masas”.
Balthus, Thérèse Dreaming (1938; óleo sobre lienzo, 149,9 x 129,5 cm; Nueva York, The Metropolitan Museum of Art) |
Es necesario considerar la petición por lo que a todos los efectos representa: un acto de imbécil violencia, una exigencia oscurantista, arrogante, ignorante y fanática, hija de un puritanismo retrógrado pero puesta de moda de nuevo por el morboso exceso de corrección política que ahora parece impregnar todos los debates y discusiones. Así que, conscientes de que el silencio es la mejor respuesta contra quienes buscan la visibilidad fácil, nos preguntamos si no deberíamos dar importancia a la noticia. Sobre todo porque el Met ha respondido con razón, a través del gabinete de prensa, que no tiene intención de retirar el cuadro ni de cambiar el contexto en el que se expone. Y también porque, al fin y al cabo, los partidarios de la petición parecen superados en número por diez mil, pero comparados con el resto de la sociedad civil representan una minoría escasa e insignificante, inmediatamente sumergida y silenciada por la lluvia de artículos condenatorios aparecidos en todos los periódicos del mundo y por los comentarios negativos de miles y miles de usuarios de periódicos online y redes sociales. Pero entonces también reflexionamos sobre la observación del Met de que “momentos como estos brindan una oportunidad para el debate, y las artes visuales son uno de los medios más significativos que tenemos para reflexionar tanto sobre el pasado como sobre el presente y fomentar la continua evolución de nuestra cultura a través del debate informado y el respeto por la expresión creativa”. La reflexión, por tanto, debería centrarse no tanto en la incomentable petición y en las ridículas ambiciones de sus autores (porque si la hipótesis subyacente fuera válida, entonces tendríamos que denunciar a todos los comisarios de exposiciones sobre Caravaggio o Artemisia Gentileschi por incitación al crimen), sino en la delicada relación entre arte, moral y censura: un debate que, por desgracia, nunca pasa de moda.
Evidentemente, la petición de la señorita Merrill (quien, además, por si el asunto no fuera suficientemente grotesco de por sí, incluso estudió arte en la universidad) nunca será tomada en serio por nadie que trabaje en el sector o que sea consciente de que vivimos en el año 2017, y sin embargo casi podríamos considerarla como la espectacular punta del iceberg de manifestaciones más insidiosas y rastreras, pero no por ello menos dañinas, de disidencia contra el arte: quizá el ejemplo más inmediato y flagrante sean las tribulaciones a las que se somete a cualquiera que desee publicar una Venus o cualquier desnudo, moderno o antiguo, en Facebook.
Ya en 1963, la filósofa Rosario Assunto señalaba cómo toda ambición censora surge de esa " distracción ontológica“ por la que la obra de arte es considerada no como ”un posible-irreal“, sino como ”un posible del que la realidad que vivimos, es decir, la obra de arte, es la realización efectiva". Esta distracción ontológica conlleva, prosigue Assunto, dos errores. El primero es moral: los censores no son conscientes de que al destruir, eliminar o mutilar la obra de arte no se elimina el mensaje ni se repara la presunta injusticia. Al contrario: incluso ejemplos muy recientes muestran cómo la censura ha reforzado en realidad el mensaje de la obra censurada. La segunda es de carácter estético: un vicio o una injusticia posibles pero no reales pueden hacer que esta dimensión “procure un placer absolutamente distinto, y de hecho opuesto, a la morbosa complacencia que podría suscitar una posible realidad de esas injusticias, de esos crímenes, de esos vicios, de esa mala praxis” (muchas obras que molestan al observador nacen precisamente como obras de denuncia). Y la causa de esta distracción es obviamente una sola: la incapacidad de comprender la obra de arte. Tanto más si se tiende a aplicar el rasero del presente a obras de arte del pasado. Y tanto peor si no se hace ningún esfuerzo por comprender el contexto en el que se originó la obra de arte.
Es normal que haya obras de arte que puedan molestar al espectador, y es igualmente normal sentirse incómodo ante una obra de arte. Lo que no es normal es llamar a la acción contra la obra de arte: equivale a intentar imponer la propia moral, equivale a querer que prevalezca la propia visión sobre la ajena, equivale a anular cualquier intento de diálogo y progreso. Significa, en otras palabras, oponerse a una obra de arte con un acto violento. En esencia: una acción contra el arte. Sencillamente inconcebible en una sociedad moderna.
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