La obra de Urs Fischer en la Piazza della Signoria no tiene nada de escatológica. Pero...


Sobre la escultura de Urs Fischer, 'Big Clay #4', instalada en la Piazza della Signoria de Florencia, donde permanecerá hasta el 21 de enero de 2018.

Los admiradores de Urs Fischer aseguran que su Gran Arcilla nº 4, la gran obra de arte de doce metros de altura que cayó una soleada tarde de finales de verano en la plaza de la Señoría de Florencia, no tiene nada de escatológico: Esa enorme masa de metal, que a la mayoría de la gente le pareció la voladura de un coprolito, es en realidad una pila de pequeños trozos de arcilla, que el escultor suizo modeló del natural en su estudio y luego amplió, dejando cuidadosamente en evidencia las huellas dactilares del artista en su lugar, y reprodujo en acero y aluminio. La referencia es al gesto primordial del artista, que es hombre incluso antes de ser artista, y que utiliza la materia para moldearla y darle forma: lo que Urs Fischer trae a Florencia, en definitiva, no es otra cosa que el estado embrionario de la creación. El primer impacto con la obra nos enfrenta, sin embargo, a un problema.

Urs Fischer, Big Clay #4
Urs Fischer, Big Clay #4 (2013-2014; acero y aluminio, altura aproximada 12 metros). Ph. Crédito Finestre Sull’Arte


Urs Fischer, Big Clay #4 in piazza della Signoria
Urs Fischer, Big Clay #4 en la Piazza della Signoria. Ph. Créditos Finestre Sull’Arte


Urs Fischer, Big Clay #4 da vicino
Urs Fischer, Gran arcilla #4. Fotografía Créditos Finestre sull’Arte


Y el verdadero problema no es tanto la oportunidad de exponer el abominable (al menos según la mayoría) montón de arcilla metálica en la plaza más famosa de la capital toscana: como mucho, habrá que esperar a que llegue el 21 de enero y los días del mirlo se lleven la “gran arcilla”. Al fin y al cabo, se trata de una obra temporal, y el monótono clamor de los que lloran por la desfiguración de la plaza quizá haría mejor en dirigirse a otra parte: si realmente hay que hablar de obras en Florencia que se interponen entre las retinas de los amantes de la belleza y los objetos de sus anhelos estéticos, entonces la grúa de las obras de construcción de los nuevos Uffizi, por ejemplo, es hasta la fecha una instalación mucho más duradera que la Gran Arcilla nº 4, y en teoría sería mucho más molesta que esta última. En efecto, si queremos lanzar un pensamiento que podría sonar a blasfemia para los florentinos, en el movimiento de la Gran Arcilla nº 4 casi nos parece percibir un movimiento serpentino similar al que anima el Rapto de las Sabinas de Giambologna que vemos unos metros más allá, bajo la Loggia dei Lanzi.

El principal problema, decíamos, parece ser la perseverante desolación que caracteriza las propuestas contemporáneas en el Palazzo Vecchio. Primero fue el cansino remanente del arte pop, que hace dos años llegó con un cuadro de porcelana del siglo XVIII (también) congraciado y convenientemente pulido. Luego le tocó el turno al hombre que en teoría debía medir las nubes, pero que en el mejor de los casos parecía medir las dimensiones de los sillares del Palazzo Vecchio (nada en contra de la obra de Jan Fabre, más bien al contrario: pero el Arengario era un emplazamiento extremadamente desafortunado, y afortunadamente se exhibía una réplica en el más adecuado Forte del Belvedere, en la exposición personal del artista belga). La saga del déjà-vu continúa ahora con una obra que no sólo ya ha sido vista en otros lugares (lo que, por cierto, no estaría nada mal), sino que no añade nada a la trayectoria artística de un Urs Fischer que, a lo largo de su carrera, ha sabido sin duda alcanzar metas más consistentes: y, de paso, glosemos las estatuas de los dos comisarios del evento, Fabrizio Moretti y Francesco Bonami, aunque sólo sea por el simple hecho de que se trata de una burda reedición del topos, típico de Fischer, de la estatua de cera chorreante. En Italia, además, Fischer ya había producido una acción similar al crear una copia en cera de El rapto de Giambologna antes mencionada, solo para que se derritiera durante la Bienal de Venecia de 2011.

Sin querer llegar a los extremos del crítico Jeremy Sigler que, en el momento de la exposición de Big Clay #4 en Nueva York, se preguntaba si la obra no encajaba en el halagador epíteto de “el zurullo más caro del casino del arte”, y para el codiciado apelativo había puesto a Urs Fischer en competencia con Jeff Koons y sobre todo con Paul McCarthy (un artista, este último, al que recordamos aquí en Carrara por habernos traído, hace siete años, una obra que reproducía realmente un abatimiento humano y que fue colocada, con ese toque mágico de irreverencia tan original, delante de la sede de la Cassa di Risparmio di Carrara), ya habría mucho que discutir sobre el contenido de la obra, sobre ese gigantismo a la Oldenburg que, sesenta años después, quizás habría cansado un poco, sobre ese gusto por la provocación que, aunque mejor disimulado que el gusto más abierto y descarado de artistas como el citado Koons o como Cattelan, Hirst, Serrano, Černý y otros instigadores, sigue teniendo un sabor bastante rancio. Y de nuevo en el hecho de que, incluso sin molestarse en las cabezas y figuras de bronce de De Kooning, incluso cuando se confronta con las obras de artistas como Rebecca Warren (que ganó el Premio Turner en 2006 con unas obras de arcilla sin cocer, que en sus intenciones básicas no eran tan distintas de Big Clay #4 de Fischer) o Mark Manders, Big Clay #4 pierde ese aura de sorpresa original que probablemente supuso tanto a los ojos de sus detractores como de sus más acérrimos defensores.

Ciertamente, esa sencillez ancestral sigue siendo fascinante, planteando un interrogante más sobre la monumentalidad de la obra, y que, para las exposiciones contemporáneas en la Piazza della Signoria, no tiene precedentes, pero probablemente esto no baste para detener el flujo continuo de dudas que nos asaltan al ver Big Clay #4 engullir las obras de los grandes del siglo XVI. Tal vez, al final de esta exposición, lo que mejor recordaremos será la ironía de los florentinos, notoriamente reacios desde hace siglos a dar una buena acogida a cualquier forma de novedad que aterrice en su plaza mayor: así que ahora, junto al saco de melones (Hércules y Caco, de Baccio Bandinelli) y el bello mármol en ruinas ( Neptuno, de Bartolomeo Ammannati), tenemos otra obra más para la que los florentinos seguramente ya habrán encontrado una definición icónica.


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